Políticos y señoritas de Avignon, 26.07.06

Parece ser que en los últimos tiempos no hay semana sin polémica cultural y no hay polémica cultural en que no esté implicada la política. En este caso, la boutade de turno la protagonizan el Museo Picasso de Barcelona y su recién nombrado nuevo director, a la sazón sobrino del ex ministro Narcís Serra. Tras un supuesto proceso de selección internacional, supervisado por una comisión política, ha acabado otorgándose graciosamente el puesto a Josep Serra, a pesar de que él mismo ha reconocido ante la prensa que no había presentado proyecto específico alguno en relación con el Museo y que no ha abordado nunca la obra picassiana; vaya, que él, de las Señoritas de Avignon, no tiene el placer de conocer a ninguna. Algo parecido, sin duda, debe de ocurrirles a quienes le han nombrado. En todo caso, no es extraño que haya acontecido semejante nombramiento, dado que una de las principales estipulaciones determinadas para ocupar la plaza era el conocimiento de la lengua catalana; condición que parece indispensable, por otra parte, en un museo que recibe anualmente más de un millón de visitantes, en su mayoría extranjeros…
Dejando a un lado la polémica concreta, es evidente que la situación pone el dedo en la llaga sobre un tema de la más candente actualidad cultural: la relación que existe entre los políticos y los museos; o por ampliar un poco la cuestión, entre los políticos y el arte. Hace no muchos meses denunciaba el presidente del Consejo de Críticos, Mariano Navarro, que en España los Ministros de Cultura, con independencia del color, se creen que les nombran oficialmente cultos, cuando en realidad sólo les nombran ministros. Lo mismo ocurre con muchos consejeros, delegados y concejales. El intervencionismo político en materia cultural se encarga tristemente de poner de manifiesto esta espeluznante verdad. Sólo hay que reparar en muchas de las arbitrariedades que se están cometiendo contra el patrimonio cultural español por caprichosas veleidades políticas; incluso algunos directores de instituciones culturales están renunciando motu proprio a sus cargos por no soportar una presión insostenible o unas imposiciones descabelladas y falsamente populistas: muy recientemente hemos asistido a los casos del abandono voluntario de la directora del Centro Atlántico de Arte Moderno de las Palmas o a la dimisión en bloque de la Comisión del Patio Herreriano de Valladolid. Por lo demás, es habitual que el cambio de gobierno de turno acarree sistemáticamente la caída de las cabezas de mando de las principales instituciones culturales del país (museos varios, institutos Cervantes, Biblioteca Nacional…), abortando con ello una posible gestión sostenida y eficaz; aunque también hay que contar con que muchos de estos cargos no están ocupados por profesionales cualificados, sino por designaciones “de confianza” que en muchos casos es mejor perder de vista cuanto antes: podrido círculo enviciado de la política cultural hispánica. Resulta obvio que mientras en España este cáncer no se arranque de raíz seguiremos a años luz de la gestión cultural que se está llevando a cabo en los escenarios europeo y norteamericano.

Es sabido, gracias a Valerio Máximo y a Plinio el Viejo, que un zapatero le criticó al pintor Apeles el calzado que reprodujo en una de sus obras, y como éste hiciera caso y modificara la pintura, se creyó el zapatero en condiciones de criticar aspectos de arte que no eran de su incumbencia. De ahí la expresión “zapatero a tus zapatos” que le espetó al oficial el bueno de Apeles y que hoy todos empleamos, aunque nadie la cumple menos que nuestra clase política desde tiempo inmemorial. Viene esto al hilo no sólo de lo anterior, sino también de la creación del novísimo Instituto de Arte Contemporáneo que, dirigido por Rosina Gómez-Baeza, y siguiendo los contundentes dictados de Apeles, predica ese deseo de independencia del arte respecto de la gestión política. A imitación de prestigiosas instituciones similares, como el británico Arts Council, se solicita la ocupación de los cargos culturales por reconocidos especialistas en la materia y se pretende establecer periodos de gestión desvinculados de los mandatos electorales. A ver si la propuesta fructifica y la política se recluye en sus cuarteles de invierno, a contar votos, que es lo suyo. Si se lograra capear ese peligro –dulce utopía–, ya sólo quedará ocuparse de esa ficción de los mal llamados “economistas de la cultura”, que constituyen la inminente amenaza al acecho y que, me temo, tampoco se hablan con las demoiselles de Picasso. Así lo ha previsto Lisa Dennison, nueva directora del Guggenheim neoyorkino: “la economía quiere convertir los museos en negocios vulgares y los directores se buscan ahora en las Businesss Schools”. Pero esta es ya otra historia. Y no menos triste, por cierto.

Paul Klee: la niñez y la gracia, 19.07.06

Recuerda Steiner en uno de sus espléndidos ensayos que Paul Klee había participado en una rutinaria excursión con sus compañeros de colegio cuando contaba seis años de edad; actividad de lo más normal, que la maestra que les acompañaba quiso enriquecer mandando a los chicos dibujar un acueducto. Todos los niños cumplieron como pudieron el peregrino encargo y entregaron un acueducto comm’il faut: serio, solemne y sólido. Sólo Paul Klee se salió del marco y presentó un acueducto singular, un acueducto lúdico y grácil: ¡¡un acueducto con zapatos!! Esta anécdota del acueducto caminante no tiene otro valor que el de dejarnos atisbar cuál sería desde entonces el itinerario plástico y artístico de Klee, las señas de identidad de un pintor que toda su vida rebuscó en su entorno con curiosidad insaciable de niño sabio que atesora sin saberlo los misterios más dulces del mundo, de niño poseído por la gracia deslumbrante de quien sabe ver mucho más allá del otro lado del espejo.
La exposición de obras de Paul Klee pertenecientes a la Colección Berggruen que se exhibe hasta septiembre en la Fundación Marcelino Botín de Santander, y que proseguirá posterior viaje hasta el Palazzo Memmo en Roma, supone por su indiscutible exquisitez una de las mayores y más deliciosas muestras que tendrán lugar en España a lo largo de este año. Pero tal vez lo más asombroso es que, a lo largo de casi un centenar de obras de pequeño formato firmadas por el artista suizo-alemán, la Colección Berggruen nos induce al tiempo a recorrer en estrecho y sintético camino la cultura entera de Occidente y sus bases más indiscutibles, desde la Antigüedad a la Vanguardia. El camino mismo que recorrió previamente Paul Klee con su mirada intelectual e ingenua, plena de atávica intuición.
Es sobradamente conocido que Klee viajó a Marruecos y que allí absorbió esa luz delicada y espectacular que anima todas sus composiciones. Es sabido también que viajó a Egipto y que volvió enamorado de la iconografía mistérica y romántica de los jeroglíficos, de la luz cenital, piramidal, proyectada por el astro milenario sobre el NIlo. Sin embargo, antes ya de estas vivencias, estaba el terreno preparado para que Klee llegara a formular su celebérrimo aserto: “El color me domina. No necesito ir en su busca. Me posee, lo sé bien. He aquí el sentido de este momento feliz: yo y el color somos uno. Soy pintor”. Mucho antes, también, de su viaje egipcio de 1928 empiezan a aflorar en la obra del artista sus pájaros enigmáticos, sus divinidades del esplendor y de la muerte (así en “Sonar los peces” o en “Pájaros bajando en picado y flechas”, ambas de 1919).
Pero además del color –principio de todo para él como lo eran el círculo y la cruz para Malevitch– y de la cultura egipcia, Klee quiso explorar otras etapas esenciales de la civilización occidental. Quién podría no darse cuenta de que el fastuoso estandarte de lapislázuli de Ur late renovado en “Inscripción para Irene, para cuando sea mayor” (1920) o que la técnica musivaria característica del Mundo Clásico encarna la traducción de un mundo decadente que Klee, ya enfermo, quiere recoger en “Costas clásicas” (1931) o “Cabeza de atleta” (1932) mediante pinceladas plurales y geométricas. La transición de la Edad Media al Renacimiento es revitalizada por Klee en dibujos claramente leonardescos (“Aterrizaje milagroso”, 1920) o de evidente devoción por Hyeronimus Bosch (“Análisis de perversidades diversas”, 1922). El Barroco más exquisito se trasluce en obras como “El hombre debajo del peral” (1921) que, acotada por un leve paspartú de oro brillante, parece una posmoderna interpretación del haendeliano “Ombra mai fu”. Ya en el siglo XX, Klee se hace eco de las vanguardias más vigentes pero dotándolas de una poesía adicional (en el expresionismo de “En la parte antigua de la ciudad, número 33” bien podría ambientarse, por ejemplo, la historia oscura de El Ángel Azul de Heinrich Mann); ello no es extraño, si pensamos que Klee, además de pintor también fue poeta, aunque esta es una faceta menos conocida en él (en España, la poesía de Klee fue publicada en 1987 por el número inicial de Rosa Cúbica). Poesía es también lo que respira en las surrealistas figuras aéreas que Paul Klee perfila al modo de Calder antes quizá del propio Calder (“Memoria de una orquesta de mujeres”, 1925) o en su “Heraldo negro” de reminiscencias obviamente vallejianas de 1924, obra además comprometida, como comprometida lo es también su “Niños ante la ciudad” (1928), que sugiere una visión absolutamente desolada, carcelaria, de la deshumanizada vida urbana del momento (recordemos que el terrible retrato de Manhattan Transfer data de 1925) desde una perspectiva intencionada, dolorosamente infantil.
Desde la inocencia intacta y la ironía y el juego como atalayas defensivas, va Klee proponiendo en cada obra una depuración del lenguaje pictórico que es a la vez una depuración de lo conceptual. Es evidente que a Klee le interesa en cada cuadro el nacimiento, evolución y ruina del objeto planteado, un poco a la manera de aquello que expresaba Gottfried Benn: “Quien ama las estrofas ama también las catástrofes, quien es partidario de las estatuas debe serlo también de los escombros”. Por eso, seguramente, los cuadros de Klee están tan bien estructurados. Por eso, también, su mirada turbadora de niño indomeñable hoy nos sigue cautivando.

Ligeti: ciego y sabio en el laberinto, 12.07.06

Cuando niño, mientras estaba a punto de dormirse o mientras paseaba, en su imaginación entretejía piezas musicales completas. Algo que –pensaba él por entonces– hacían todos los niños en cualquier lugar. Años más tarde, cuando descubrió que no era así, que los niños cuando pasean no piensan en la música, sino en bicicletas, animales o meriendas, nació en realidad Györgi Ligeti, el compositor.
Tras estas alucinaciones infantiles vinieron otras: el hallazgo estrictamente sonoro de la lengua rumana por la inusitada conversación entre dos policías, la epifanía de ver a Chaplin en Los Tiempos Modernos interpretando una canción cuya letra olvidaba intencionadamente. La obsesión por las interminables posibilidades del sonido y la curiosidad más incesante fueron quizá los caracteres más definitorios de Ligeti: uno de los músicos realmente imprescindibles del siglo XX, muerto para el mundo –no para el arte y su emoción- hace hoy exactamente un mes. Un mes, por otra parte, en el que nada ha sucedido en relación con la desaparición de Ligeti, salvo tres o cuatro necrológicas más interesadas en la relación del compositor transilvano con los desmanes de Kubrick que en cualquier celebración de su obra musical.
La relación de Kubrick con Ligeti –que no al revés– incide en la percepción de lo misterioso, y esplendoroso al tiempo, de su universo tímbrico. Aunque en realidad, los usos indebidos de Kubrick –sabido es que el director neoyorkino empleó sin permiso la obra de Ligeti en 2001, por lo cual éste le demandó por el montante simbólico de un dólar- hicieron poca justicia al espíritu real, al vuelo mucho más alto del intelecto ligetiano. Baste recordar que la Musica ricercata (1953) que acompaña a esa película de sugerencias frustradas que es Eyes Wide Shut representa en realidad una afrenta a las autoridades censoras húngaras, que veían en su peculiar uso de las doce notas de la escala cromática un elemento decadente y por ello reprimible.
Investigación y curiosidad, dijimos antes. Las mismas que llevaron finalmente a Ligeti y su mujer a huir de Budapest, en 1956. Por la noche, en un tren, ocultos bajo sacas de correo, acompañados tan sólo por un portafolios, algunas partituras y los cepillos de dientes –detalle que a Ligeti le gustaba recordar– hicieron un viaje con destino a Austria, país en el que fueron descargados en mitad de un lodazal. Vivencia gráfica, en verdad, de la emergencia y la resurrección. La resurrección, de nuevo, pues ya diez años antes había estado Ligeti retenido por los nazis en un campo de concentración. Al fin, entonces, Austria. La emigración desde el amor por Bartók y Debussy a su abandono. Tras una breve estancia de dos años en Colonia, adonde se dirige a investigar impulsado por Stockhausen y Heimert, regresa a Viena satisfecho por su primer aunque efímero contacto con los sonidos electrónicos, y al tiempo saturado por las pretensiones supuestamente innovadoras de algunos de los “colegas” alemanes. Ya en los 60 alumbra Ligeti algunas de sus obras más características: Atmosphères, su estremecedor y envolvente oratorio Réquiem o el despojado Lux aeterna, que desarrollan el concepto estilístico de micropolifonía que será tan significativo en su autor. Luego vendrá la fascinación por el jazz y las músicas étnicas africanas y asiáticas, también su interés por el polvo de Cantor, los fractales de Mandelbrot o el vértigo invencible de Escher: la matemática y su abstracta perfección, aunque en la música de Ligeti –humana, demasiado humana– siempre late como un regalo lo imperfecto, lo tangible.
A Györgi Ligeti le gustaba presentarse como un ciego que en un laberinto tantea las posibilidades del arte; el arte, donde, como él decía, “no existen los problemas, sino las soluciones: diferentes concepciones, diferentes modos de plasmarlas”. Györgi Ligeti, ciego extraño, ciego sabio: sus inquietas y lúcidas respuestas han desnudado el enigma musical de la cultura de occidente durante casi un siglo. En esa luz estamos.

Los nuevos académicos, 05.07.06

Acaba de integrarse en la Real Academia Española de la Lengua y ha sido elegido para ocupar, en concreto, el sillón R, que había dejado vacante el gran filólogo Fernando Lázaro Carreter, bien conocido no sólo por su labor profesoral, sino también por sus agudos comentarios semanales sobre el deterioro y malos usos de nuestro idioma, recopilados en El dardo en la palabra. No es poca la responsabilidad ni la importancia de la herencia recibida por el flamante académico. Javier Marías, uno de nuestros pocos novelistas verdaderamente interesantes en el actual panorama de las letras españolas –panorama tan de capa caída a pesar de los esfuerzos del marketing, o quizá precisamente a causa de ellos–, en llegando se ha mostrado contundente y pesimista como sólo el profesor Lázaro lo hubiera hecho. “Veo un mal futuro para el español”, ha dicho. Y razón no le falta. Menos complaciente, quizá, que algunos de sus colegas de la Academia –en particular, Víctor García de la Concha ha manifestado hace no mucho su tranquilidad respecto a las iletradas sendas por las que transita el español/castellano contemporáneo–, Marías ha puesto sin dudarlo el dedo en la llaga de algunos de los males que aquejan a nuestra lengua: la depauperación del léxico, el desembarco de barbarismos de oscura procedencia, el nefasto influjo de los nacionalismos lingüísticos en determinados lugares de nuestra península, la injerencia de los políticos en asuntos que debieran ser de estricta competencia filológica mediante la imposición de expresiones políticamente correctas –tan correctas en lo político como incorrectas en lo lingüístico– del tipo “ciudadanos y ciudadanas”, la vacuidad y pomposidad en el discurso de ciertos personajes públicos que se malentiende como sinónimo de éxito social. “Esto es una plaga insoportable, me pone de los nervios”, dice literalmente Javier Marías en entrevista concedida al periódico El País. Y añade que quienes así hablan son personas a las que es mejor no tratar, porque no son de fiar, porque se les ve el “plumero” de la hipocresía. Radical el hombre, pensarán algunos. Por eso le habrán asignado el sillón R…
Pero todo es susceptible de empeorar. La plaga que denuncia el novelista se ha extendido por diferentes ámbitos, en los que proliferan los nuevos aspirantes a académicos, y además a académicos activos, de una Academia Paralela. Es el caso de algunas asociaciones de gitanos, judíos, homosexuales y mujeres, y también de algún partido político –específicamente, el Bloque Nacionalista Gallego–, que la han emprendido con el Diccionario de la Real Academia, con decidida intención de revolverlo de arriba abajo. Todos ellos, indiscutibles maestros del idioma, filólogos en potencia y déspotas en acto, exigen que se eliminen acepciones o que se pongan a pie de página notas políticamente correctas como “este es un uso sexista”. Si es necesario, se llega a afirmar –como ha hecho el BNG– que Costa Rica o El Salvador son países “intrascendentes” (¡!) porque el uso que en ellos se hace del vocablo ‘gallego’ no es –supuestamente- del agrado del pueblo idem. Increíble pero cierto.
Sin poner en duda que exista alguna acepción discutible en el Diccionario de la Real Academia, causa auténtico pavor pensar en un diccionario confeccionado a la medida de las expectativas de ciertos colectivos: un diccionario empobrecido, encorsetado y amordazado, ajeno a los usos reales, por las pretensiones de unos pocos. Lo que, por otra parte, es una completa utopía, pues no hay que echarle mucha imaginación para pensar que a los mencionados grupos pronto se añadirían –por ejemplo– los actores, los policías, las amas de casa, los catalanes, las canguros, los farmacéuticos, los deportistas, los funcionarios, los profesores, los periodistas, los sacerdotes y hasta los ladrones –que también tienen su corazoncito y el diccionario no les trata demasiado bien–, con las correspondientes modificaciones impuestas por cada cual. El DRAE se convertiría entonces en un Diccionario de Babel, y el español en una lengua muerta, asesinada por y “en el marco” de la multidisciplinariedad –otra de las palabras aborrecidas por Marías–, la sostenibilidad o la transversalidad. Corren malos tiempos para el español, en efecto. Y no parece que la Academia Paralela, con sus nuevos académicos profetas, vaya a sacarnos de esta ciénaga.

Las mujeres de Klimt, 28.06.06

Acaba de inaugurarse en la Fundación Mapfre de Madrid una de las exposiciones en verdad referenciales del presente año: la titulada “Mujeres”, integrada en su totalidad por dibujos de Gustav Klimt que toman, obviamente, a la mujer como motivo central. La muestra exhibe, contra unas paredes de un intensísimo rojo provocador y exultante, en torno a un centenar de dibujos de todas las épocas del artista, desde carboncillos de su periodo más académico –no por ello menos atractivo–, pasando por trabajos preparatorios de algunos de sus grandes lienzos, hasta la parte más nutrida de dibujos específicos (no bocetos) de desnudos.
Ni siquiera para los amantes de las exposiciones atentas en su mayor parte al óleo puede esta muestra resultar decepcionante. Es cierto que en muchos artistas los dibujos constituyen meros elementos de trabajo personal, que presentan interés casi en exclusiva para los investigadores de la Historia del Arte. En cambio, en el caso de Klimt el dibujo es un estadio fundamental de su obra, hasta el punto de que en muchas ocasiones la obra en sí misma era en realidad el dibujo primorosamente trabajado, que entonces trasladaba al lienzo para darle los toques finales –esos tan apreciados por sus devotos: los fondos coloristas, abigarrados y geometrizantes que tanto le distinguen. En otras ocasiones, los dibujos constituyen en sí mismos el formato perseguido por el propio artista.
De Gustav Klimt se conservan aproximadamente unos tres mil dibujos, de los que un altísimo porcentaje está dedicado a la figura femenina. En realidad, lo mismo en sus dibujos que en sus óleos, la mujer es la protagonista indiscutible del universo creativo del pintor austriaco. Él mismo lo manifestaba sin ambages: “No me interesa la propia persona como objeto del cuadro, sólo otras personas, especialmente femeninas”. Por ello, no es extraño que haya sido Klimt precisamente uno de los artistas que mejor ha perfilado las múltiples facetas del carácter de la mujer, pero no desde un ángulo de visión masculino, sino estrictamente femíneo. Las mujeres de Klimt no son objetos de contemplación, ni siquiera son protagonistas de sus cuadros; son mucho más: son el alma que transpira a través de ellos, son la propia existencia intensamente degustada con independencia del espectador y del mundo. Por ello, no sería exagerado afirmar que Klimt ha sido uno de los mayores artífices de la “liberación” de la mujer en el ámbito del arte. Por ello, también, han sido mujeres las máximas admiradoras de la obra klimtiana.
Con frecuencia se ha acusado al artista de Baumgarten, en especial por la naturaleza de sus dibujos, de voyeurismo e incluso de pornografía –así lo hizo explícitamente Adolf Loos en su artículo “Ornamento y delito”, donde atacaba la obra de los miembros de los Wiener Werkstätten, y en especial la “sucia” obra de Klimt (que respondió al arquitecto con la caricatura Autorretrato con genitales). Parece que, en efecto, el austriaco solía trabajar en su estudio con dos o tres modelos que no tenían inconveniente en desnudarse y adoptar las poses más indiscretas. Sin embargo, si se observan con detenimiento los dibujos de esas mujeres, no hay rastro en ellas de lujuria, aunque sí de una sensualidad ensimismada y elegante, casi privada, si no fuera por nuestra presencia inconveniente. En las escenas de Klimt, los inoportunos, los invasores, somos nosotros, que nos adentramos sin permiso en la intimidad preciosa de unas mujeres inmersas en su ciclo vital con apasionada serenidad.
Platón distinguió en el Banquete dos clases de Venus: la celeste y la vulgar. Las mujeres de Klimt son celestes y vulgares a la vez, inalcanzables y prosaicas, recoletas y temibles, refinadas e irónicas, distantes y dulces, silenciosas pero activas. Son la puerta trasera del Infierno y la entrada triunfal al Paraíso. Renoir reincidió en la diferencia, acotándola magistralmente: “la mujer desnuda sale o del mar o de la cama”. El nacimiento y la sexualidad: dos formas óptimas de decir la creación, y de decirla en femenino. Klimt añadió sabiamente un tercer elemento: la muerte, que todo lo renueva. Las mujeres de Klimt no son mujeres: son la carne limpia en mitad del exceso del mundo, son la esperanza, la génesis, la vida perpetuamente renacida.