Bartleby sigue aún vivo, 25.10.06

Hace ciento cincuenta años nacía a la Historia de la Literatura y, sobre todo, a la inmortal –y marginal, claro– Historia del Inconformismo Humano, un personaje cuya palpable presencia me gustaría reivindicar en estos tiempos de menudeo, chascarrillo y poco pelo; un personaje cuyo decoro y coherencia debería hacer palidecer, por ejemplo, a muchos de los charlatanes que en tertulias mañaneras nos enseñan el camino o a muchas de las cabezas pensantes que rigen nuestros destinos con sesera aquejada de Baile de San Vito.
Enrique Vila-Matas, uno de los escasos escritores dignos con que contamos en España en estos momentos, dedicó hace cinco o seis años uno de sus libros –Bartleby y compañía- a la memoria de este personaje obstinado y complejo; aunque en realidad, en Bartleby y compañía Vila-Matas nos habla de abandonos: del abandono de la vida, del abandono, también, de la literatura. Bartleby son todos aquellos que se oponen tenazmente a la acción como forma de protesta contra las normas convencionalmente aceptadas.
Bartleby, naturalmente, es todo esto, pero también es más. Bartleby ha sido y es un personaje inquietante, que ha pasado del odio al amor de los lectores y que en ninguna circunstancia deja indiferente. Bartleby, el escribiente silencioso pero eficiente al servicio de un abogado eficiente pero mediocre de Wall Street. Una tarea mecánica impecable de copista que se interrumpe bruscamente. Un aislamiento físico y mental progresivo, creciente. Una invasión del despacho en que trabaja para pudrirse en una vida cotidiana y miserable. Un “preferiría no hacerlo” –el ya mítico “I would prefer not to” con que Gilles Deleuze ha llenado tantas páginas– como argumento lingüístico constante contra el pragmatismo, la reducción del pensamiento y la alienación circundantes. Una muerte obstinada entre paredes, en prisión, entre la pobreza, la inanición y la tácita rebeldía. ¿Un caso patológico? Bartleby ha experimentado también esa lectura en manos de los psiquiatras, en tanto personalidad anormal, inexplicable y fastidiosamente “irracional”.
¿Y Melville? Herman Melville –carne mortal para la eterna vida de papel de Bartleby– se transformó en simbólico escribiente con el pulso existencial de su propio personaje. Melville, el escritor exitoso en sus primeros pasos, complaciente con las demandas demasiado populares de un público imbuido de romanticismo facilón. Un giro intelectual que le obliga a replantear su postura literaria. Un distanciamiento del entorno editorial predominante. Una situación económica consecuentemente degradada. Un recurso a la palabra poética como grito incomprendido de protesta. Un abandono de la literatura como forma sutil de permanencia en su particular credo estético. Una muerte alejada de toda esperanza de reconocimiento. Y la locura, siempre al acecho. También el neoyorkino ha sido pasto de la ciencia de la psique. El escribiente Herman rodeado de demencia y de suicidios. Loco y arruinado murió su padre por suicidio. Por suicidio murió su propio hijo tras un duro castigo. Loco acabó prácticamente él mismo por las dificultades, la miseria y el fracaso. Su legado: un universo literario tan atormentado como escéptico.
En el periodo de la muerte de su hijo –que lo es también de profundas desavenencias con su esposa y de una seria crisis mental y emocional– empieza Melville a alumbrar Bartleby, el escribiente, que conoce una primera versión en 1853 y la definitiva en 1856, dentro del libro de relatos The Piazza Tales. El desdichado personaje de principios y terquedad inapelables, ese Melville camuflado entre las líneas de una historia turbadora por absurda (en un sentido existencial), fue duramente invalidado por la crítica. La actitud kafkiana del copista Bartleby, inscrita en un relato en que ninguna respuesta segura era posible (un relato que, además, transpiraba una subrepticia invitación a rebelarse contra el medio), probablemente logró irritar al poder y a los lectores, que no dudaron en suscribir con pulso firme su condena.
Hoy, la existencia de un outsider semejante encuentra todavía mayor sentido, si cabe, que en el momento de su nacimiento. Por fortuna, contra este entorno que se nos degrada por momentos, sabemos que el escribiente Bartleby sigue aún vivo.

Gato encerrado, 18.10.06

En esta semana hemos recibido una noticia esencial, una noticia ante la que todos nos hallábamos expectantes, una noticia de valor incalculable para el mundo de la literatura y la cultura, una noticia que, en consecuencia, no podía menos que ser divulgada a pombo y platillo. El premio más importante de la escena literaria española se ha fallado en estos días, y contamos con la fortuna –aunque no tanta como la que va a percibir el agraciado– de conocer ya el nombre del nuevo escritor planetario con el que ennoblecer los anaqueles de nuestras babélicas bibliotecas.
Sobre el proceso de este año bien puede decirse que ha habido gato encerrado, empezando por el título encubierto de la novela presentada a concurso –El año del gato–, sin perder de vista el absurdo pseudónimo con que la obra se presentaba, Cat Stevens. Y es que, todo hay que decirlo, el encerrado Gato Stevens estaba un poco desorientado en esta feria, dado que le atribuyeron una canción que nunca cantó. Parece ser que cuando el agraciado planetario llegó a España desde la Pérfida Albión estaba de moda una canción gatuna, que en definitiva no sabemos muy bien todavía si era El año del gato –cantada en realidad por Al Stewart, aquel artista estupendo de los 70 que gustaba de embutirse en horribles trajes blancos con pantalones de enormes campanas– o bien era una de las múltiples baladas –maulladas, mejor dicho– del bueno del Gato Stevens. El caso es que el tierno recuerdo agaterado indujo al escritor planetario a parapetarse tras tal estrambótica plica, no con otro deseo que el de pasar inadvertido. Por supuesto. Algo que, lamentable e inexplicablemente, no ocurrió, pues un día antes del fallo ya se escribía en prensa que el gato encerrado y despistado se llamaba Álvaro Pombo.
El desarrollo del proceso deductivo no lo conocemos con certeza. Puede pensarse que un encapuchado asaltó y abrió la plica y filtró el nombre del autor, puede pensarse que semejante pseudónimo tenía que pertenecer a un auténtico astracat de la escena literaria, puede pensarse incluso –malas lenguas hay que no descansan– que la gatada de Pombo estaba ya apalabrada con cierta antelación, de modo que el gato llevaba ya encerrado varios meses hasta que llegó el momento decisivo de maullar.
La elección de Pombo era una necesidad para el Planeta de este año. Tras el escándalo del año pasado, con el abandono del jurado por parte de Juan Marsé –por otro lado autor de aquella inmortal, imprescindible obra también planetizada, La muchacha de las bragas de oro–y su pública interpelación a María Pau Janer por lo cutre de su novelita, el premio tenía que levantar cabeza y garantizar que no pudiera alzarse voz crítica alguna. De hecho, a pesar de que la organización de este peculiar Planet Hollywood a la española ha propagado que se han vendido más de 50.000 ejemplares de las Pasiones romanas de doña Pau, el runrún de los libreros cuenta algo bien distinto y bien distante. Por otra parte, las páginas culturales de ciertos periódicos se rasgaron –por una vez– las vestiduras y se sumaron también a la fiesta del árbol caído, ocupándose en insinuarnos lo que no sabíamos, esto es, que el premio de marras no siempre era tan limpio como parecía. Oh, sorpresa.
Pero en la edición de este año todo ha cambiado. Se ha elegido un jurado de confianza, integrado por algunos de los mejores escritores de la Península y parte del extranjero. Se ha buscado un escritor con fama de buena pluma y mejor letra, que vende lo que le echen, que es el rey de los suplementos culturales, que gasta impecables cravates de Herrera y que, además, de gatos sabe rato largo. Para no empañar lo esmerado del escaparate, se ha buscado a una señorita gallega que acompañe a Pombo, elegante a la par que discreta, en su gloriosa singladura. A ver quién dice que en España no saben hacerse bien las cosas. Estos sí que son premios, y lo demás son cuentos.

El desembarco de Klimt, 11.10.06

Parece que la obra de Gustav Klimt en España está pasando por un momento tan dorado como los fondos de sus cuadros más celebrados –los plenamente Jugendstil. Cuando todavía guardamos en el recuerdo la espléndida y bella exposición que de sus dibujos de mujeres realizó en Madrid la Fundación Mapfre durante el mes de junio, la Fundación Juan March contraataca con otra gran exposición, que en este caso lleva por paradójico título “La destrucción creadora”, y que prolongará la permanencia de Klimt en España por espacio de algo más de tres meses.
La nueva muestra madrileña aborda la personalidad artística del pintor austriaco desde una perspectiva singular, que es la de la reconstrucción personal (creativo-personal, más bien) a partir de la destrucción social. Un proceso que no resulta demasiado extraño a ningún creador que lo haya sido verdaderamente –el arte auténtico pocas veces descuella ajeno a los conflictos con su entorno–, pero que en el caso de Klimt parece específicamente notorio. De este modo, la exposición de la Juan March se apoya asombrosa y esencialmente en dos hitos tan significativos como intangibles de la producción de Gustav Klimt: por una parte, los bocetos para los murales de las facultades vienesas de Medicina, Filosofía y Jurisprudencia –detonantes inmediatos, por su patente sensualidad y heterodoxia, del rechazo social, del ostracismo que Klimt comenzó a padecer a comienzos del siglo XX– y por otra el conocido y también controvertido friso de Beethoven que se encuentra en el Edificio de la Secesión (artística, especifiquemos) de Viena. Si lo significativo de las obras mencionadas es evidente, no lo es menos, como hemos dicho, su intangibilidad, dado que en el primer caso se trata de obras destruidas durante la Segunda Guerra Mundial –lo que se expone en la Fundación March es en realidad una enorme reproducción en cajas de luz a partir de bocetos e ilustraciones de la época–, mientras que en el segundo, el carácter mural del Friso impide lógicamente la exposición de los originales, con lo que en Madrid no nos encontramos más que ante una copia. El asombro, pues, se instala entre nosotros cuando pensamos una exposición cuyos ejes principales –o mejor, las piezas que los sustentan– son de alguna manera “ficticios”, con lo que la aproximación correcta a la muestra pasa tanto o más por un acto intelectual que por una percepción estrictamente artística –por otra parte no excluida, pues son varios los óleos de Klimt que se exponen, aunque no los más “espectaculares”, y también algunos otros de artistas coetáneos. Una apuesta tan osada como interesante.
Y sin embargo, tal vez no haya nada mejor para entender la destrucción y reconstrucción de Klimt que pasear, aún hoy, por Viena, por la imponente y soberbia Ringtrasse, con su altanero espíritu aún intacto. Hace muy pocos días crucé la plaza Michaelerplatz, a pocos pasos del Palacio Imperial de Hofburg y de la mítica Heldenplatz, y me senté en el Café de Grienteidsl. Mientras me tomaba un Maria Theresia pensaba que en aquel mismo lugar, en aquel mismo asiento tapizado en rojo, se habían sentado Hoffmannsthal o Schnitzler, hablando de la decadencia de Viena, de la extinción de un mundo que boqueaba de asfixia, que no encontraba relación entre sus palabras y sus hechos. El edificio del chaflán contiguo había sido diseñado, en aquellos glamurosos tiempos de la Viena fin de siècle, por Adolf Loos –quien también en su momento cayó en la ceguera de excomulgar y tildar de pronográfico a Gustav Klimt en su artículo “Ornamento y delito”–, un edificio que por su desnuda austeridad horrorizó al Emperador. Grotescamente, el edificio de Loos es hoy un banco y los cuadros de Klimt alcanzan precios astronómicos en las subastas de arte (el último retrato, 107 millones de euros, por encima incluso de las obras de Picasso). Ironías implacables del tiempo.
La dolorosa descomposición de un universo aparentemente intachable y estático, incluso en su vertiente artística, fue acogida con desigual percepción por los distintos intelectuales vieneses. Stefan Zweig reflejó este proceso con crudeza en sus memorias, aún muchos años después: “Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. ¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años! Una época de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Para los expresionistas y –si se me permite llamarlos así– los excesivistas, a mis treinta y seis años yo ya formaba parte de la generación de los mayores, porque me negaba a adaptarme a ellos de modo simiesco”.
En ese clima de transición fundamental en Europa, de caída para volver a renacer –el mundo entero lo experimentaría treinta años más tarde–, Gustav Klimt comenzó por dar el campanazo con sus murales para acabar por retirarse con su gato negro y sus impúdicas modelos femeninas –un tanto felinas, también– a una tierra alejada de las estancadas convenciones burguesas, tan encorsetadas como interiormente putrefactas. En esa despedida social se consolida el artista único e irrepetible. El resto de la historia nos es hoy sobradamente conocido.

Shostakovich: el músico enclaustrado, 27.09.06

Hace escasamente dos días se cumplía el centenario del nacimiento de Dimitri Shostakovich, que ha pasado bien inadvertido frente a los fastos generados al calor de la leyenda mozartiana. Sin embargo, Shostakovich tuvo una biografía –y hasta una traza física, ciertamente sugestiva– tan dignas de película como las del propio genio salzburgués.
El excelente montaje de la ópera realmente magistral de Shostakovich, Lady Macbeth de Mtsensk, que realizó en España hace un par de años el Helikon Theatre, tradujo con sabiduría no sólo la deslumbrante obra del compositor, sino también lo arriesgado de sus temas y, sobre todo, una constante en su creación, que se me antoja la de la ironía; sólo desde esa atalaya puede intentar aprehenderse el verdadero y paradójico, a veces desconcertante, espíritu del músico de San Petersburgo.
El quehacer musical de Shostakovich –por otra parte, también magnífico pianista– estuvo fuertemente determinado tanto por los conflictivos acontecimientos políticos de su entorno como por sus propias inestabilidades emocionales. La ironía se convirtió en la máscara perfecta para vadear el peligro, el azaroso piélago en que le toco crear. Siempre a caballo entre la condena de sus obras por el régimen comunista y su supuesta participación activa en él, lo cierto es que la auténtica implicación del músico en el régimen estalinista sigue resultando muy controvertida para los críticos: si bien es verdad que Shostakovich compuso con profusión bandas sonoras para los cineastas del régimen, que llegó a alumbrar una encendida loa a Stalin en su Canción de los Bosques en 1950 y que incluso un año más tarde llegó a convertirse en diputado del Soviet Supremo, no es menos cierto que esta vinculación llegó a cuajar después de dos décadas de represión, en que el compositor fue denunciado abierta y públicamente en dos ocasiones: primero en 1936, en un artículo promovido en el Pravda por el mismo Stalin que llevaba por título Caos en vez de música –dirigido esencialmente contra su Lady Macbeth de Mtsensk–, y más tarde en 1948, cuando en virtud del Decreto Zhdanov, y acusado de “formalismo” –es decir, de carencia de propósito y contenido sociales-, sus trabajos fueron censurados durante años, se le obligó a disculparse públicamente y su familia sufrió múltiples restricciones a nivel particular. Tras esta última denuncia, Shostakovich debió entender el alcance real de la advertencia, pues inició una etapa de composiciones complacientes para el régimen, que simultaneaba con trabajos más independientes que, por supuesto, tardaron muchos años en salir a la luz, y que se encontraban plagados de referencias cifradas a músicos (especialmente Bach) y modos no precisamente del gusto estalinista.
La vida privada del compositor también se vio sacudida por numerosas irregularidades. En particular, tres matrimonios –el último de ellos con una mujer treinta años más joven que él– dan fe de una agitación emocional poco común. Tampoco pueden olvidarse algunas de las manías que le aquejaban, según sus biógrafos y algunos de sus familiares: su limpieza compulsiva, su obsesión por el tiempo y los relojes, su control de la eficacia del sistema postal –que verificaba enviándose cartas a sí mismo–, los continuos tics en su rostro…
Los años finales de Shostakovich transcurrieron entre la poliomielitis, el cáncer y el desencanto. No es extraña, entonces, la oscuridad de sus últimas composiciones. De la enclaustrada vida de este enamorado del jazz y de la poesía –en sus composiciones aparecen Tsvetaieva, Apollinaire, Rilke o Lorca- nos han quedado quince sinfonías y quince cuartetos para cuerda –seguramente esta simetría sería causa para él mismo de satisfacción– que son en verdad imprescindibles en la música contemporánea.