Los Reyes de Redonda, 29.11.06

Parece que 2006, y a sesenta de su muerte, ha sido el año literario de Felipe I -monarca del Reino de Redonda-, más conocido como Matthew Philip Shiel. Para los lectores asiduos de Javier Marías, y en concreto de sus novelas Todas las almas y Negra espalda del tiempo, el Reino de Redonda no constituirá misterio alguno, dado que en ellas –como por otra parte es natural, ya que Don Xavier (Marías, claro) es el nuevo monarca de Redonda– da explicaciones sobradas acerca de los avatares y milagros de esta isla descubierta por Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo, adquirida por el padre de M. P. Shiel en 1865 –quien aprovechó para celebrar el nacimiento de su hijo nombrándolo rey del desolado peñasco– e incorporada a la Corona Británica como reino –por supuesto sin consecuencias políticas– en 1872.
En la actualidad, exactamente igual que en sus orígenes, Redonda es una isla caribeña en la que sólo hay ratas, alcatraces y fosfato en cantidad, aunque su carácter añadido de reino literario –construcción debida por entero a la fantasía de M. P. Shiel– es objeto de enconadas disputas, hasta el punto de que el Rey Xavier es cuestionado como monarca por el autotitulado Rey Leo (alias de William Leonard Gates) y por el también autocoronado Rey Roberto el Calvo (trasunto de Robert Williamson).
El caso es que comencé diciendo que 2006 está siendo el año de “Felipe I”, y ello es así por cuanto se están reeditando varias de las obras de M. P. Shiel en España. En concreto, hemos podido disfrutar de la reaparición, después de veinte años, de la novela La nube púrpura –justamente en la editorial Reino de Redonda, abanderada por Javier Marías- y de la serie de cuentos El príncipe Zaleski –en la siempre bella editorial Edhasa. La nube púrpura, probablemente la obra maestra de Shiel, se publicó originariamente en 1901 y de ella llegó a decirse –por cierto, en el día mismo en que se daba sepultura a M. P. Shiel– que fue “una leyenda, un apocalipsis, algo fuera del espacio y del tiempo”. En cuanto al Príncipe Zaleski… es una delicia en verdad haber rescatado del olvido a tan singular personaje; su parentesco con Sherlock Holmes podría sostenerse con firmeza, de no ser por algunas diferencias insignificantes: Zaleski jamás se mueve de su sillón para solucionar sus estrambóticos casos, en lugar del violín prefiere el órgano (y alberga uno en su reducida habitación), tiene a su lado un sarcófago descubierto con un esqueleto en su interior y en vez de fumar en pipa consume con profusión cannabis sativa; la ironía más corrosiva convive con el decadentismo más absoluto en los episodios de Zaleski, y por ello no es extraño que la primera edición de los cuentos del Príncipe, allá por 1893, estuviera ilustrada con dibujos de Aubrey Beardsley –otro de los iconoclastas británicos por excelencia.
Es probable que la prosa límpida y sagaz de Shiel pase bastante inadvertida en estos tiempos de lecturas apresuradas y banales. Pero, por si alguien tiene dudas y no sabe qué libro regalar en estas navidades –que, aunque es noviembre, ya han comenzado, a juzgar por el alumbrado callejero–, puede hacer a su amigo o amante el enorme favor de introducirle en el mágico Reino de Redonda, y probar a tentarle con el sugestivo lema de la isla: ride si sapis.

Devoluciones, 22.11.06

Estamos en tiempo de devoluciones. En los últimos meses están proliferando las peticiones de particulares que solicitan el reintegro de obras de arte pertenecientes a sus antepasados: recientemente hemos sabido de una subasta de un Picasso paralizada por las pretensiones de apropiación de un heredero de una familia judía que había vendido el cuadro para marcharse de Alemania; pero también continúa abierto el litigio alrededor del Pisarro que, actualmente en poder del Museo Thyssen-Bornemisza, está reclamado por un norteamericano de 85 años que aduce que el cuadro perteneció en algún momento a sus abuelos. Tales peticiones provienen esencialmente del amparo que proporciona en varios países una legislación específica sobre familias judías afectadas por el expolio nazi; legislación que parecería más que razonable si no se echaran en falta legislaciones similares para otros colectivos y otros expolios que en el mundo son y han sido. Sin embargo, no deja de ser curioso no sólo el sectarismo, sino incluso la ética un tanto dudosa que conlleva la recuperación de la obra de arte expoliada: y es que, con independencia de que la “añorada” obra quiera sustraerse, en muchas ocasiones a un museo, sólo para convertirla en dólares contantes y sonantes –la legitimidad y la generosidad no siempre caminan de la mano–, se ha propiciado en torno al asunto un negocio ciertamente millonario; éste es el de los implacables “cazadores” particulares de obras de arte –con razón temidos por instituciones y privados– que pueden cobrarse hasta un 50% del valor de la pieza restituida y resolverse holgadamente la existencia… “por amor al arte”.
Para otros, la reclamación no es tan sencilla, y ni siquiera les queda el recurso al sabueso de pago. Ya hemos perdido la cuenta de la cantidad de años que el estado griego lleva requiriendo a los británicos la devolución de los megapedazos de la Acrópolis –esencialmente del Partenón– que el embajador Lord Elgin “pirateó” –perdón, volo dicere, compró– con aquiescencia de los otomanos. Incluso Bill Clinton intentó interceder en su momento a favor de los helénicos, pero los británicos se pusieron espirituosos –como gaseosas, o sea– con el americano, y los frisos del Partenón siguieron en el British. Algunos ciudadanos a nivel particular –Birgit Wiger, procedente de Suecia– y alguna institución –como la Universidad de Heidelberg– han reintegrado a los griegos piezas de la Acrópolis que hasta ese momento eran de su propiedad, con el fin de dar ejemplo. Pero parece que antes prenderían fuego a Londres los ingleses que reintegrar a Grecia sus tesoros arqueológicos… ¡a pesar de que sí están dispuestos a devolver las obras identificadas como expoliadas por los nazis! ¿Dos raseros diferentes? ¿O es que las comparaciones son odiosas? La Merkouri, muy diplomática ella, ya insistió en su momento –aunque de poco le valió la diplomacia– en que no debía acusarse de expolio o robo a los británicos, sino sólo solicitarles amistosamente la devolución de los mármoles. Hasta hoy. También es cierto que, si el British restituyera a Grecia el mal llamado Friso Elgin, los siguientes en ponerse a la cola serían los egipcios, que de buen grado se llevarían medio museo (incluyendo una gran parte de los sótanos, atestados de tesoros escondidos a los ojos del público).
¿Y en España? Mientras a alguna comunidad autónoma se le restituyen sus papeles en virtud de la “justicia histórica”, Guernika se ha quedado por los restos sin su escena más universal y una Dama llora lágrimas por Ílici mientras a la fuerza baila el chotis en Madrid. Razones hay, seguro. Para lo uno, para lo otro y también para todo lo contrario. Peligrosas arbitrariedades del noble concepto de devolución.

Economía y… ¿Cultura?, 15.11.06

Llevan ya unos pocos años merodeando en torno al queso, y parece que al fin se han decidido a hincarle el diente. Los políticos y los economistas –no sé por qué me viene a la cabeza aquello de Las amistades peligrosas– se han puesto a reflexionar muy seriamente y han dictaminado que la Cultura, la hermana pobre de todas las carteras ministeriales, de todos los ayuntamientos, de todas las universidades, de todos los presupuestos, de todas las iniciativas, de la consideración social incluso, es importante; y lo es, ni más ni menos, por algo que hasta ahora había pasado más o menos inadvertido, pero que es fundamental: porque da dinero.
Bien mirada, la conclusión no deja de ser espeluznante. Cuando todos pensábamos que, a falta de otra cosa, la Cultura abría puertas a la dignidad del Hombre, sentaba las bases de la civilización, enriquecía espiritualmente a las personas y las dotaba de nuevas perspectivas… pues no; ahora nos explican que nada de eso es trascendente, que lo que de verdad pesa a la hora de tomar en consideración a la Cultura es que sea capaz de generar beneficios económicos.
Y así, en los últimos días, proliferan las noticias sobre el recién nacido objeto de desvelos: ayer todos los ministros de Cultura de la Unión Europea se reunieron en Bruselas para dilucidar cómo proteger el sector creativo y cultural (sin comentarios); hace escasamente quince días, en el Monasterio de Yuso de San Millán de la Cogolla (no deja de chirriar un tanto lo del Monasterio como escenario para tales causas), se planteó que el 15% del PIB de España está relacionado con la “mercadería” generada alrededor de la lengua española; también en esta misma semana se han celebrado en Sevilla las Primeras Jornadas sobre “Industrias Culturales Andaluzas” (término incorrecto en su formulación y, además, semánticamente peligroso, por razones en las que es obviamente imposible que me extienda en este momento).
Ahora bien, no estaría de más preguntarse a qué tipo de Cultura nos estamos refiriendo cuando la miramos con los ojos transfigurados por el símbolo del dólar, como haría cualquier Tío Gilito posmoderno que se precie. Quizá estemos pensando en reforzar aún más los ya gruesos beneficios de las grandísimas empresas relacionadas con “la cosa” (las enormes y potentes distribuidoras y/o productoras cinematográficas, el complejo y multimillonario circuito de rentabilización de un arte que está deviniendo espectáculo, los múltiples tentáculos igualmente multimillonarios de un turismo que se está vinculando cada vez más interesadamente a la Cultura), quizá estemos pensando en intentar monopolizar lo “inmonopolizable”, esto es, determinados patrimonios seculares susceptibles de producir beneficios sustanciosos (qué decir del flamenco y el traído y llevado artículo 67 del nuevo Estatuto de Autonomía de Andalucía, o de la lengua española misma), quizá estamos pensando en alumbrar una nueva disciplina con la que unos cuantos avispados (“expertos”) puedan vivir holgadamente a base de conferencias y consultorías, quizá estamos pensando en enmascarar con la apariencia de preocupación por la Cultura lo que no es más que un deseo de amasar beneficios (aún más). Y de nuevo me viene a la cabeza el título de otra película, que hoy estoy yo muy cinematográfica: ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? O lo que es igual: ¿por qué hacen que hablan de Cultura cuando realmente quieren hablar de Dinero?
Cuando Antonio Muñoz Molina dejó hace unos meses el Instituto Cervantes de Nueva York por razones en las que es mejor no entrar, declaró que “la educación es el gran fracaso de la democracia española”, probablemente “porque interesa más una sociedad de ignorantes que una sociedad de críticos”. Ahí es nada. Mientras los cimientos de la Cultura –de la auténtica Cultura, la que merece escribirse con mayúscula– se tambalean porque los gobiernos hacen caso omiso de semejantes necesidades elementales, mientras los creadores de Cultura de la buena siguen luchando solos día a día –y muchas veces sin llegar a fin de mes– sin que nadie les preste la menor atención, mientras los proyectos culturales realmente interesantes se marchitan en las instituciones a la sombra de escaparates más rentables, el maridaje de Economía y Cultura no será otra cosa que aviesa luz de gas.

Montanelli, ético de la memoria, 08.11.06

En estos tiempos en que parece que todos los intelectuales comprometidos y mediáticos se nos están acartonando un tanto –el último campanazo ha sido el de Jürgen Habermas, otro que se nos ha destapado como afecto al régimen nazi en sus agitados tiempos mozos–, puede ser interesante recuperar el nombre de aquellos que sostuvieron sin altibajos una postura firme en la ética y su práctica. De modo que hoy apetece traernos hasta aquí el recuerdo de Indro Montanelli, de cuya muerte se acaban de cumplirse cinco años y que hace ahora cincuenta escribió dos de las obras más emblemáticas a la par que leídas sobre las civilizaciones clásicas.
Alguien no exento por completo de malicia ha afirmado que la historia contemporánea no es otra cosa sino periodismo. En el caso de Indro Montanelli, esta máxima se cumple en la más positiva de sus acepciones, que pasa forzosamente por la propia intuición del periodismo que tenía el escritor italiano: para Montanelli, el periodista no actúa como un mero transmisor de noticias, sino que debe interpretarlas. Sólo desde este punto de vista es posible entender las injerencias de Indro Montanelli en el campo de la historia, intolerables para algunos. Cuando Montanelli escribió su Historia de los griegos y su Historia de Roma fue acusado inmediatamente de impío. Ahí es nada. Con semejantes publicaciones, se había atentado contra la pétrea eternidad, contra el marmóreo hieratismo de las civilizaciones clásicas. Craso error. Sólo hay que detenerse a examinar los títulos de ambos libros para darse cuenta de la sutil a la par que atinada diferenciación que establece el periodista entre ambas culturas: la historia de unos hombres frente a la historia de un Estado. Y, por supuesto, el tono áulico con que ambas son tratadas no incurre tanto en un ejercicio insolente de chismografía como en un dotar de vida a unos personajes del pasado que, al mostrarnos sus banalidades humanas –a veces demasiado humanas– nos ceden su mejor legado: un legado sustentado no por un respeto artificial hacia una figura inmaculada, sino por el profundo conocimiento de unos tipos humanos como enseña precavida contra los tiempos que corren. Algo que ya había sugerido Tucídides –un griego clásico, por cierto– muchos siglos antes.
En este sentido, practica Montanelli con éxito una translatio studii, aunque liviana y muy de andar por casa, claro está. Aquello que sostenían los hombres del Medievo de que las experiencias y el saber transitan de una morada histórica a otra, y que por tanto toda civilización tiene su origen en la Antigüedad Clásica y se explica desde ella, es lo mismo que el buen Indro pretendió modestamente con sus páginas lúdicas. Sólo que aquéllos lo enunciaron en latín –medieval, para colmo– y Montanelli en italiano, con lo que éste recibió los palos que la ignorancia sustrajo a los de la Edad Media. En España, no obstante, más ignorantes todavía, pues no sabemos ni latín ni italiano, terminamos otorgándole –hace justamente diez años– el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Prueba irrefutable de que los milagros existen y sobrevienen en muchas ocasiones por extrañas vías.

Al margen de la trayectoria vital específica del periodista italiano, sujeta a una serie de supuestos vaivenes ideológicos entre la izquierda y la derecha más recalcitrantes (que en no pocos casos respondieron a un deseo manifiesto de provocación y en la mayoría a la defensa de su máxima esencial: “sentémonos la izquierda y la derecha para defender el bien común: la libertad de expresión”), quizá sea su papel ético respecto a la memoria histórica el que se antoja más loable y más fructífero; además de la actitud abierta y lúcida ante los cambios –y, por supuesto, también ante las permanencias. Porque sólo desde esa atalaya, la del conocimiento integral y comparado de los aconteceres de la historia, que implica la mirada simultánea hacia uno mismo y hacia el otro –como ya Hartog planteó admirablemente con su bello espejo clásico– es posible palpar el tiempo vivo, en lugar de transitarlo como sombras repetidas sin memoria.

El último suspiro, 01.11.06

Se supone que nos encontramos en los días más propicios para hablar del tema de la muerte. Hace años, en España, la fecha se prestaba a la sistemática y un tanto absurda representación teatral, velis nolis, del Don Juan Tenorio. Pero lo cierto es que la muerte como hecho con hondas ramificaciones emocionales ha fascinado a los escritores de todo tiempo y lugar, al punto de producirse una singular conexión con lo literario, y en particular con lo poético.
De la primera de las muertes conocidas se ocupó el mejicano Jaime Sabines, que reflejó con crudelísima inocencia el desconcierto ante un suceso insólito, impensable para Adán en el efímero Paraíso: “Eva ya no está. De un momento a otro dejó de hablar. Se quedó quieta y dura. En un principio pensé que dormía. Más tarde la toqué y no tenía calor. La moví, le hablé. Pasaron varios días y no se levantó. La arrastré fuera y le puse paja encima. Diariamente iba a ver cómo estaba, hasta que me cansé y la llevé más lejos. Nunca volvió a hablar. Era como una rama seca. Cada vez es menos, pesa menos, se acaba”. En esta viñeta nos sorprende el adánico afán de merodeo en torno al improvisado túmulo vegetal que, apenas sin quererlo, se convierte en centro de un recuerdo. De aquí a la concepción del sepulcro y del epitafio respectivamente como lugar de memoria y como medio de lograr que los muertos sigan hablando –y sobre todo que los vivos puedan seguir hablándoles– sólo dista un paso. El Adán de Sabines se lamenta, además, de que Eva nunca volvió a hablar. A los griegos clásicos este mutismo de los muertos también les producía malas vibraciones; así lo manifiesta una inscripción: “Madre mía, te llamo. ¿Por qué este silencio? Te lo ruego. Nada dices y estoy lleno de inquietud”.
La idea de la pervivencia del finado entre los vivos puede decirse que es invento griego; el monumento funerario tiene el objeto de llamar la atención sobre el difunto, pero el epitafio encarna las últimas y eternas palabras de éste, siempre frescas en cada nueva lectura. El íntimo espíritu de este artificio lo asimilará, siglos más tarde, el genialísimo Quevedo en su magnífico soneto: “Escucho con mis ojos a los muertos”. Es en el mundo griego, pues, donde el epitafio deja a un lado su objetivo meramente funcional para tornarse en género literario. Con posterioridad, ni siquiera los pragmáticos romanos lograron sustraerse a la fascinación del muerto dialogante, aun en los casos más insospechados; así, Ovidio transcribe el figurado testimonio del papagayo de su amiga: “De mí cabe pensar por mi sepulcro/ lo mucho que a mi dueña complacía:/ fue mi boca para hablar adoctrinada/ mejor de lo que a un ave corresponde”. Propia fue también de los romanos la apelación amenazante al profanador de tumbas. Esta tradición se ve recuperada en unos versos que aún pueden leerse en la iglesia de la Santísima Trinidad, en Stratford-on-Avon: “Buen amigo, por Jesús, abstente/ de cavar el polvo aquí encerrado./ Bendito el hombre que respete estas piedras/ y maldito el que remueva mis cenizas”. Se trata del supuesto epitafio de William Shakespeare. La leyenda quiere ver en este texto la ocasión última –y grave como pocas- en que el dramaturgo regresó a la escritura, tras su retiro de los teatros en 1613. Y es que, saliera o no este epitafio de la pluma de Shakespeare, es evidente la inclinación de varios poetas a redactar sus palabras más perennes; en la Edad Media, poetas como Villon aportan por adelantado su peculiar revisión póstuma: “Aquí duerme y yace a quien amor mató/ con su dardo, un parvo y pobre estudiante/ que se llamó François Villon”. En otros casos, el poeta ha llegado a “intuir” las extrañas circunstancias de su muerte; Rilke, fallecido tras la infección causada por la espina de una rosa, nos ofrece desde su tumba, en la montaña de Rarogne, un epitafio de turbadora referencia: “Rosa, oh! pura contradicción, alegría de no ser/ el sueño de nadie bajo tantos párpados”.
El siglo XX se ha mostrado ciertamente afecto al cultivo del epitafio emulado. Ya T.S. Eliot avanzó la recreada relación de la escritura con la muerte: “todo poema, un epitafio”. Bien de cerca nos tocan la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, inspirada en la helénica Antología Palatina, y los epitafios ingleses de Pessoa, quien nos propone una sentimentalidad tan clasicista como vigente en pleno siglo XX: “Nosotros, que aquí yacemos, nos quisimos./ Se desbarata mi mano perdida donde está el hueco de sus senos./Nos sentíamos a gusto. Besad: así era nuestro beso”. Intercambio sutil de muerte y vida, posible únicamente en poesía.