Historias de cine, 24.01.07

Hay una máxima, aguda y malintencionada, que sugiere que “lo único cierto de la Historia es que todo aquello ocurrió de otra manera”. Por más crédulos que seamos con los documentos que los historiadores esgrimen para vendernos su particular visión de la Historia, siempre nos queda la sospecha de que las cosas debieron ocurrir de un modo sólo aproximado a como nos las cuentan. Es evidente que la industria cinematográfica se aprovecha de esa nuestra duda sustancial para hacer lo que le place cuando de ambientar historias se trata, en ocasiones hasta extremos difíciles de soportar sin saltar de la butaca o, simplemente, echarse a reír. Cómo olvidar aquellos gloriosos hitos made in USA que tuvieron la quizá dudosa virtud de colorear un par de décadas no demasiado lejanas de nuestra historia política y hasta personal, sobremanera la de nuestros padres; en concreto, las “películas de romanos” –peplum para los cinéfilos– configuraron una tipología de diversión familiar y social en un contexto de opciones “francamente” limitadas.
El empleo de la Antigüedad como referente de autoridad para la propagación y justificación de usos y abusos imperialistas –imperialistísimos, incluso– ha sido harto frecuente a lo largo de la Historia: un paradigma penoso lo encontramos en la Alemania nazi. Pero, por supuesto, el star system estadounidense, que nunca pierde comba cuando se trata de servir a los propósitos de su país, no se ha quedado atrás. Para los norteamericanos, que sitúan la Antigüedad en Arizona y que piensan que Augusto debió de ser un hermano de Bufalo Bill con la jeta de Clint Eastwood, la vieja Roma les sonaría lejana como China si no tuviera un atractivo añadido: el de la propaganda que subrepticiamente puede transmitirse.
A la industria cinematográfica estadounidense nunca le ha importado Europa ni la Historia ni la verdad, y mucho menos combinadas, esto es, la historia europea o la verdad histórica. Por eso Elizabeth Taylor deja que se le transparenten bajo el peplo unos sujetadores despampanantes, y por eso también los conductores de cuadrigas lucen en su muñeca un buen reloj digital, ya que un romano que se precie –un romano de Hollywood– debe tener el tiempo controlado y saber exactamente cuándo van a degollarlo o cuándo llegan los bárbaros. Si esto ocurre con los detalles, no es menos enjundioso el relato de los hechos: sólo en los estudios de la Fox puede el gladiator ("gladieitor", que decían muchos) Commodo morir batiéndose el pellejo con un esclavo en la arena del Coliseo cuando, como es sabido, el emperador murió envenenado.
A la hora de deformar la Historia, lo mismo da la antigua Roma que la Francia revolucionaria. Y en esa consciente deformación es en la que incurre la niña más mimada del cine americano actual, Sofia Coppola, con su recreación de la sentimentalidad y vivencias de la decapitada María Antonieta. Su película, entre un bien elaborado kitsch y un deconstructivismo amable, aborda con soltura el retrato de una reina controvertida e implacablemente demonizada por cierto sector de historiadores. Sofia Coppola se enamora de María Antonieta –o tal vez de Kirsten Dunst, muy bien instalada en su papel, una vez emergida de la sobrevalorada Las vírgenes suicidas– hasta el punto de dejarse arrastrar por la impiedad histórica más flagrante. No me estoy refiriendo a la actualización del personaje –su infantilización, la música de The Cure como banda sonora, o el guiño fugaz de las zapatillas deportivas, aspectos todos ellos que me han parecido tan ocurrentes como bien traídos– sino a los errores de bulto en el desarrollo de los hechos históricos, en especial en el desenlace de la película. Empeñada en presentarnos a la consorte de Luis XVI como una consumada heroína, Coppola no duda en perfilar una María Antonieta que no flaquea, que no se plantea eludir la muerte, que súbitamente se hace adulta en quince minutos de metraje, cuando sabemos que Luis XVI y su esposa coquetearon con todas las alternativas posibles (de huida y de aceptación del nuevo régimen) antes de morir guillotinados, cuatro años más tarde de producirse la Revolución. Coppola nos sustrae también uno de los partos de la reina y su influencia y maniobras en los temas de Estado. Sofia pudo hacer un buen retrato pero ha caído en la misma asignatura pendiente de todas las pelis de USA: colocarnos historias de cine en vez de Historia de verdad.

Paños menores, 17.01.07

Cultura y Espectáculos. Un tándem que, puede decirse, ya forma parte del subconsciente colectivo. Cultura y Espectáculos son dos conceptos que, inexplicablemente, suelen ir unidos en la gran mayoría de los periódicos de nuestro país en esa sección -casi en la parte final del periódico, tras los anuncios de relax- en la que ingenuamente pensamos encontrar noticias referentes en exclusiva a la Cultura. En general, cuando el responsable de la sección es medianamente serio, procura hacer caso omiso de las noticias de casquería, pero si el interfecto es menos escrupuloso (o sea, que no tiene piedras en el zapato, como entendían los latinos el escrupulus), en Cultura nos meten –con perdón- la boda de Tom Cruise o la quijada colgante de Shakira sin rubor alguno: id est, el espectáculo en la más peyorativa de sus acepciones. Y es que el concepto de Cultura es tan elástico que a la fuerza se ha convertido en una casa de okupas.
Por si piensan que exagero, les coso aquí un botón de muestra: hay una revista en Huelva, llamada Lepe Urbana que, como fácilmente puede inferirse por su nombre, se autodefine como “revista cultural”. El editorial de la publicación manifiesta que “una de las principales apuestas de Lepe Urbana es la cultura y desde ella orientamos el contenido de la revista, sin desdeñar la calidad y el diseño al servicio de la mejor información”; los contenidos abarcan “actualidad, investigación, opinión, arte, cultura, filosofía, historia, derecho”. Hasta aquí todo bien, más o menos (“Ungefähr”, que diría Rilke). Lo más curioso del asunto es que entre los platos fuertes culturales de la revista en cuestión se presenta, en su último número, y a toda portada –la cosa no es para menos- el desnudo de una edil del PP, aspirante a participar en el concurso de belleza convocado por la publicación; el premio para la ganadora asciende a 500 euros (tal vez la edil necesite un sobresueldo). Sin entrar en lo esperpéntico de la situación, y en el delirio añadido de que el PSOE haya salido defendiendo la astracanada, lo que yo no acabo de entender es en cuál de las secciones culturales de la revista Lepe Urbana debe encuadrarse el desnudo de María Dolores Jiménez: ¿investigación, arte, filosofía, historia o derecho? Me gustaría ir cotejando una por una, pero un cierto pudor –cultural, precisamente– y una dosis importante de prudencia me disuaden de hacerlo. Les confesaré que el asunto me preocupa, porque tengo previsto iniciar la andadura de una revista –cultural, también precisamente– en esta misma primavera y tal vez deba replantearme los contenidos e incluir algún destape. Se admiten voluntarios; y si no sale ninguno, siempre puedo llamar al “ciutadan” Albert Rivera: si a él no le importa nuestra ropa, estoy segura de que a unas cuantas la suya tampoco.
Otra que viste y calza en las páginas de Cultura y Espectáculos es la gallega Ana María Ríos, a quien la intelectualidad española no debe ninguna obra magna ni tratado de sustancia, sino que ha cobrado fama por enseñarnos su dni más personal tras haber escapado nada menos que de una acusación de tráfico de armas en Cancún. Es cierto que la historia es de lo más rocambolesca, pero más aún que nos coloquen a la titi en botas cutres y sin siquiera un mal tanga en las páginas culturetas. Por otra parte, puestos a ver delincuentes más o menos presuntos en bolas, yo preferiría ver un integral de El Dioni –cada quien ha sus rarezas.
El caso es que ante la afluencia de féminas en paños menores –quousque tandem seguiremos soportando el hambre atrasada del españolito setentero– no es de extrañar leer opiniones como las del planetario novelista Álvaro Pombo, que en reciente entrevista declaraba que las mujeres “hacen mejor otras cosas que la literatura…: se casan, tienen hijos…”. O se quitan la ropa. Eso sí, para mayor escarnio, en las páginas de Cultura.

Georg Trakl, desde siempre, 10.01.07

Tres de noviembre de 1914. Cracovia, Hospital Psiquiátrico Militar. Uno de los pacientes es encontrado muerto. Es preciso completar la ficha. Lo hace la enfermera fría e impecable, con aséptica profesionalidad. Nombre: Georg Trakl, oficial. Nacimiento y deceso: 1887-1914. Edad: 27 años y 9 meses. Historia: Paciente procedente de la batalla de Grodek, diagnosticado de crisis nerviosa, con fuerte drogodependencia. Causa del fallecimiento: Sobredosis de cocaína, posible etiología suicida. Una muerte muy contemporánea, vista a cien años de distancia.
Difícil intuir cuál debió de ser el pensamiento último de Trakl en el instante preciso de morir, él que tanto había escrito sobre la muerte. Quizá el joven oficial austriaco que no supo resistir la guerra murió con el nombre “Grete” dibujado entre los labios. “Grete” como breve forma de invocar a Margarethe, la hermana dulce, dulce mucho más allá de los límites de la dulzura fraternal convencional.
Como “expiación imperfecta” definía el mismo Trakl a su poesía, íntima al tiempo que culpable, como una necesidad de abrir ventanas, de ventilar los rincones interiores habitados por sombras lacerantes. Pero ¿expiación de qué? Hay poetas en los que el curso de su vida es difícilmente separable de su obra. Esto ocurre con mayor frecuencia que en los narradores. Seguramente por la propia naturaleza de la poesía, depuradora, sintética e intensiva, frente a la narración, que es extensiva, como quería Cirlot: la poesía como único modo de exonerarse de la vida.
Georg Trakl provenía de una familia burguesa, de un ambiente tradicional que no llegó a cuajar en el espíritu del escritor salzburgués. Con dieciocho años el jovencito Georg abandona sus estudios y entra a trabajar en una farmacia, donde se aficiona al uso desmedido del cloroformo para aplacar la tensión nerviosa que sistemáticamente le acomete. Así entra en una dependencia de drogas y sedantes diversos que no abandonará hasta el fin mismo de sus días. Cinco años más tarde logrará obtener, sin embargo, el Magister der Pharmazie por la Universidad de Viena.
Pero no había de ser la de las drogas la más torturante dependencia de Georg Trakl. A sus veinte años, hacia 1907, cabe situar el inicio de una relación incestuosa con su hermana Margarethe, que se prolongó durante cinco años y de la que incluso acabó por derivarse un aborto provocado. El amor contra natura por la hermana configurará su visión de la mujer y por supuesto de la naturaleza y el paisaje, como transposición de esa experiencia sinuosa; un paisaje, entonces, que resulta harto inquietante. La ciudad en Trakl también adquiere tortuosos contornos, si bien pudo suponer un importante contrapeso la intensa amistad del poeta con el arquitecto Adolf Loos.
El remordimiento, pues. El remordimiento que atenaza y que perfila figuras de muerte constantes: la muerte como la otra gran piedra angular, junto con la mujer y la naturaleza, en la poesía trakliana; las tres iluminadas por un resplandor difuso, enfermizo y perverso: el subrepticio resplandor emanado de la culpabilidad.
La técnica estilística de Trakl se ha vinculado al impresionismo y al expresionismo por igual: al impresionismo por la evocación de sucesos y experiencias asociados sin aparente conexión, al expresionismo por la transformación de los impulsos en símbolos, imágenes y visiones. Lo cierto es que el poeta austriaco alumbra su producción básicamente en pleno auge del expresionismo pictórico (recordemos al floreciente grupo “Die Brücke”, con figuras como Kirschner o Heckel) y musical (el atonalismo de Schönberg, Webern, Berg… que eran asimismo austriacos, como lo era el pintor Kokoschka), y en mitad también de todas las disquisiciones sobre la filosofía del lenguaje en el Círculo de Viena.
El último poema escrito por Trakl es publicado póstumamente por Wittgenstein, a quien la poesía del salzburgués le resultaba “enigmática pero genial”. Como era previsible, el poema describe las truculentas impresiones de Grodek: “Por la noche resuenan los bosques otoñales/ de las armas de muerte; las planicies doradas/ y los lagos azules por cuyos horizontes/ rueda el sol, más siniestro, y ya abraza la noche/ a los guerreros que agonizan, la silvestre quejumbre/ de sus bocas quebradas./ [...] Bajo el áureo follaje de la noche estrellada,/ se tambalea la sombra de la Hermana/ por silentes florestas y saluda/ a los héroes muertos, sus cabezas sangrantes./ [...] ¡Oh soberbia tristeza, altares de bronce!/ Hoy avivan un enorme dolor las igníferas llamas/ de nuestro espíritu: nuestros nietos no nacidos”. El amor, la muerte y la guerra. Hoy, 120 años después, más o menos como siempre.

Ciudadanos de Babel, 03.01.07

En estos días ha llegado a las pantallas españolas una película que induce a la reconciliación con la cosa cinematográfica –e incluso con alguna de las estrellas más rutilantes y saciantes del star system–, y con ella la oportunidad de poder asistir a una sala de cine “comercial” sin la consabida sensación posterior de desaliento y dinero desperdiciado. Me refiero a Babel, la tercera y última entrega de la trilogía alumbrada por el extraordinario tándem Guillermo Arriaga/Alejandro González Iñárritu, que comenzó con Amores perros en 2000 y continuó con 21 gramos en 2003.
El desembarco de Babel en nuestros cines se ha producido, a mi modo de ver, en momento muy propicio; no sólo –y sobre todo, claro está- por su temática, sino también por las fechas del estreno. Para la que suscribe, que le dedicó la tarde del 31 de diciembre a la trama babélica, la salida del cine resultó demoledora y todavía la jornada del 1 de enero fue más que reflexiva por la misma causa. Pues qué moral, se pensará. Pero precisamente ahí es donde radica el valor de la cinta dirigida por González Iñárritu: en la necesidad que se siente de plantearnos el curso de nuestros pasos, y en la necesidad de planteárnoslo en el comienzo mismo de un nuevo año. Muy simbólico, quizá, e incluso demasiado idílico para tener visos de factibilidad. Como casi todas las cosas que de verdad valen la pena. En este contexto, entenderán, las imágenes multiplicadas por doquier en múltiples receptores españoles de la draculesca a la par que castiza capa de Ramonín García dictando el ritmo de las uvas junto al gesto de La Cava desencajado por el frío –no La Cava del romance, sino la medio desnuda Anna de Sant Sadurní d’Elorrio- me parecieron no sólo espectros de trasnochada ultratumba sino agresiones contra el sentido de la dignidad y humanidad más elementales. Pero volvamos a Babel, no vaya a ponerme apocalíptica.
El asunto de la película, para quien no lo sepa o no lo haya adivinado, va de incomunicación: en la pareja, entre padres e hijos, entre países, entre razas, entre el norte y el sur. Un tema –el de la incomunicación– muy recurrente últimamente: por algo será. Un barrido muy completo y atinado ya lo había realizado en 2000 Michael Haneke en su película Código desconocido, y sobre él ha vuelto el director alemán en su inquietante Caché, en este mismo año; en la misma línea se ha expresado también muy recientemente Paul Haggis en su laureada Crash (2004). Iñárritu, sin embargo, llega más lejos: no sólo explora los meandros de la incomunicación en situaciones límite que Haneke no ha contemplado –tampoco era la ocasión–, haciéndolo además en un tono menos dulzón e inconexo que el empleado por Haggis; Iñárritu da un paso más para poner al desnudo las paranoias de la civilización occidental, las más “insignificantes” y también las más graves: desde el culto desmesurado al placer o a la aceptación gregaria, pasando por el odio exacerbado al otro, hasta el terrorismo como fórmula propicia de manipulación política. De este modo, la carencia de afectos, el egoísmo, el miedo o la insolidaridad que todo cuerpo bien alimentado de Occidente puede padecer en algún momento de su vida actúan como cóctel explosivo llegada la circunstancia adecuada, lo mismo hacia sus semejantes que hacia los que están “al otro lado”. Pero por si todo esto no era suficiente… Iñárritu y Arriaga nos hablan, además, de la fragilidad: ese débil hilo que a todos nos entregan al nacer y que en cualquier momento puede enredarse o romperse y trastocarnos la existencia de modo irreparable.
Un escritor amigo, Alejandro Gándara, ya definió la película como un puñetazo en el estómago. No caeré en la tentación de destripar aquí la cinta. Les sugiero que reciban directamente el golpe, aunque sea sentados, y en una sala con calefacción.