Signos y segmentos, 30.05.07

Hace escasos días se presentó en Cádiz el poemario Signos y Segmentos de Jesús Fernández Palacios. En particular, se trata de una reedición de la antología que, con este mismo título, publicó su autor en Granada ya en 1991 (en edición de La General alabada por Carlos Edmundo de Ory), si bien en esta nueva versión (aparecida ahora en Calambur) hay importantes adiciones en relación con la primera, y también bastantes variaciones: además de unas breves palabras preliminares del propio poeta –en que éste, sabiamente, se excusa por no poder dar cabal noticia acerca de la naturaleza de sus versos–, se han incluido asimismo diversos textos críticos sobre la obra de Fernández Palacios –firmados por García Montero, Ory, Sabas Martín, Consuelo Hernández y Soto Vergés-, todo ello junto a la imprescindible revisión –y ampliación– del corpus poético desde 1971 a 2000.
Como cualquier poeta, Fernández Palacios (Cádiz, 1947) es hijo de su tiempo, lo que por otra parte no sé si es mucho decir, ya que en la Cultura, y en la Historia en general, unos tiempos se emparentan con otros y estos a su vez con otros más, de modo que todo se reduce a un extraño itinerario con estaciones extrañas; pero el caso es que quería expresar que en muchas de las composiciones de Palacios, y en particular en las primeras, se perciben algunas de las características de la estética poética española propia de los años 70: culturalismo, sintaxis parcialmente desestructurada, leves notas camp o pop, referencias cinematográficas… Quiero resaltar, no obstante, que en Fernández Palacios estos referentes no funcionan como en muchos de los poetas-practicantes de su época –me resisto a decir “generación”–, para quienes estas veleidades estéticas no pasaban de ser precisamente eso: veleidades que quedaban en meros “ejercicios de estilo”, por valerme del título y recursos de Queneau, en meros fuegos artificiales con que amenizar los jardines del “enfant-terrible-antólogo” de turno.
Hay algo en Fernández Palacios que le separa de modo decisivo del resto de novísimos, y que por ello le torna en poeta específicamente valioso: ese algo, a mi juicio, es la traducción ética y personal que el gaditano realiza de la estética en boga, yendo mucho más allá de meros formalismos, transcendiendo hueros juegos malabares, encontrando, en definitiva, un auténtico sentido a la palabra poética. La distancia que proporciona la ironía es una de las argucias estilísticas de que Palacios se vale para lograr lo mencionado: el primer poema de la antología, verbigracia (“Rito en la tumba del bardo”, de 1971), constituye una peculiar evocación del mundo homérico que propone una burlona desacralización (“El sagrado rito se consume en los vaivenes de la bajamar/ se retiran las brumas inefables/ y Homero retorna a la tumba en ademán de invidente”). En otras ocasiones, se recurre a la interiorización de lo descrito, de tal modo que el autor se implica –incluso físicamente– hasta las últimas consecuencias del verso, y así lo dignifica: “Pero mi codo da en el suelo/ y se oculta la ventana en su límite/ para que mi asimétrico esqueleto/ sude o se haga mimbre/ o se haga espuma negra un poco” (“Hoy está el día gris muy gris”, 1973). Los mitos cinematográficos no constituyen excusa de cita, sino que dan ocasión a la denuncia (“Nos descubre el pecho la camisa/ y devuelve su sangre con mi sangre”, en “Giuseppe Pelosi ante la tumba de Pasolini”, 1976) y a la reflexión sobre las contradicciones de la creación (“Y Paolo Pasolini creador/ compra la pasión con su beso de lino”, id.).
El grupo de poemas alumbrados en los años 70 ocupa la mayor parte del libro. Los poemas de las décadas de los 80 y 90 ocupan un espacio bastante menor en el que se aprecia, en cualquier caso, una relajación en el empleo de símbolos, también en el cultivo del discurso surrealista, de la estética novísima, de antipoesías y otras hierbas. Fernández Palacios recupera con intensidad estrofas clásicas, casi arqueológicas –espinelas, ovillejos–, y por supuesto metros populares, además de endecasílabos o alejandrinos; todo ello insistiendo, no obstante, en la sorpresa, en la buscada ruptura del clímax poético (nueva y refinada forma de ironía), en el rechazo de cualquier sendero previsible: “por eso me rebelo ante esa apuesta/ y soy el océano cuando bramo/ o acaso los cristales de una fiesta” (“Sakina”, 1994).
No es este suficiente espacio para recoger treinta años de poesía. Mejor será, pues, que cada cual se demore a su placer en ellos: en los signos o señales del mundo, en los leves segmentos del corazón con que Jesús Fernández Palacios nos recuerda, verso a verso, la vida.

Retratos turbadores, 23.05.07

Acaba de clausurarse en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid una de las exposiciones más turbadoras que se han visto en el último año en España. Me refiero a la antológica de Darío Villalba –Premio Nacional de Bellas Artes en 1983–, artista donostiarra para quien los límites entre fotografía y pintura se encuentran bastante difusos. La antológica ha recuperado obras del autor pertenecientes a medio siglo de creación; en realidad, se trata de una mirada hacia la práctica totalidad de su trabajo, dado que el artista no ha cumplido siquiera los 70.
De la exposición de Villalba es imposible salir sin sentirse abatido, profundamente conmovido en lo más hondo del espíritu, pero al tiempo poseído de una ingravidez extrema, del sentido palpable de la creación más tensa. De Darío Villalba puede aprehenderse con cierta facilidad el armazón teórico, al que no es precisamente ajeno su importante papel en la transición a las vanguardias de los años 60, tras el periodo de abstracción informalista que supusieron los artistas de El Paso. Testigo privilegiado del arte pop durante su estancia en Boston o Nueva York –donde conoció estrechamente a Warhol–, Villalba entendió la necesidad de un nuevo lenguaje, pero al tiempo la lejanía, la frialdad de la estética norteamericana. Y entonces surgió esa indescriptible fusión entre pintura y fotografía, fotografía y pintura -¿cuál pesa más?– que ha hecho su arte tan característico, tan personal, tan absoluto. Las imágenes sujetas a los seductores cromatismos del consumo –veleidosas variationes–, las imágenes puestas al servicio de los fríos propósitos del arte conceptual, son radicalmente transformadas por Villalba en un palimpsesto de emociones: trazos leves de pintura recogen el asombro o el dolor, un surco rojo atraviesa el lienzo-imagen llenándolo de muerte, un desencuadre o una veladura o una toma múltiple nos hablan de la confusión, del mundo que se esfuerza en aturdirnos.

En la exposición del MNCARS se destacan con fuerza los célebres “encapsulados” que triunfaron en Venecia en los 70, esas figuras en su mayor parte en posición fetal, encerradas en una burbuja de metacrilato rosa, que semejan un angustioso claustro materno, un crudo vaticinio de la vida. Luego sobrevienen todos los demás: los rostros de los desamparados, los empobrecidos, los desharrapados, los enfermos, los prisioneros, los sufrientes. Humanos como perros, ancianos chapoteando entre las aguas de la muerte, agonizantes de extremidades amarradas, como cristos, sin redención posible. Están todos ahí, mirándonos de frente, destrozándonos la mente, quemándonos la piel. Pero a pesar de la terrible galería, el artista se yergue, y la imagen con él, que así deviene soporte para el arte. El blanquísimo action painting evoca gráfica y siniestramente al heroinómano de Hyde Park; el arte povera adosa elementos como paja, tierra o piedras en retratos diversos, que entonces se vivifican; los trabajos con barniz y agua diluyen la esperanza del paraíso en el inquietante Políptico de la Expulsión…
Y entre tanto, la acción del tiempo –"el tiempo que se apodera de los cuerpos", que decía el filósofo– va haciendo mella en la propia evolución conceptual del artista; entre sus últimos trabajos, se destaca su mirada piadosa y cruda al tiempo sobre el entorno de la ancianidad y la enfermedad, al que sólo el agua parece conceder alivio. Los rostros como máscaras se cubren con un velo: es la técnica que acude en auxilio de la vida que se extingue. Una paradoja terrible, como lo son todas, como es el arte todo, paradójico y entero, de Villalba.

Humano, demasiado humano, sí, Darío Villalba. Tanto que apenas puede resistirse.

Pájaro bello y polémico, 16.05.07

Este jueves tiene lugar en el Teatro Real de Madrid la última representación de El Viaje a Simorgh, ópera en dos actos del compositor algecireño José María Sánchez-Verdú que toma como referente esencial la obra de Juan Goytisolo Las virtudes del pájaro solitario. Una experiencia estética absoluta que, no obstante, ha encontrado en el discurrir de su vuelo no pocas dificultades, o para ser más precisos, opiniones encontradas acerca de las rutas elegidas. Desde la primera representación ya se apreció la división de pareceres respecto a las evoluciones de nuestro pájaro, división que se hizo específicamente explícita al final del espectáculo –entre el aplauso y el abucheo más desaforados–; todavía en la quinta escenificación –a la que yo asistí, el pasado jueves– el desolador panorama persistía, imperturbable. No deja de resultar asombroso que en pleno siglo XXI se recurra a los gritos y los pataleos para desautorizar una manifestación artística; la negación del aplauso, el silencio frío y despectivo, se me antojan, aun en su espantable dureza, lenguajes mucho más civilizados y elocuentes que el de la mera barbarie. El tradicional “recurso al pataleo”, que a muchos parece más efectivo –sin duda más sonoro–, evidencia a mi juicio la precaria calidad de un determinado sector del público español, que –ya lo dijo Machado tiempo ha– “embiste cuando se digna usar de la cabeza”. Aunque también podría pensarse que estos exquisitos catadores de la cosa operística se manifiestan del mismo modo que en los principios del género, ya desde Monteverdi –y mucho peor en los subsiguientes años de esplendor–, cuando con el aullido y la pezuña se hacía saber si el asunto funcionaba o no. En fin.
El caso es que, como decía, El Viaje a Simorgh constituye todo un espectáculo visual y sonoro que lucha contra la indiferencia sensorial y estética –y sale sobradamente victorioso en la contienda– mediante los lenguajes de la música, la plástica, la danza y el teatro. Por si uno solo no bastaba. Algo que indudablemente enriquece de forma notable la concepción de la ópera como género per se; como género vivo, me gustaría especificar, sujeto a evoluciones, a transformaciones que lo convierten en algo dinámico que cambia con el paso del tiempo, con la mutación de las sensibilidades y la percepción, con los meandros diversos del lenguaje artístico. Así que en El Viaje a Simorgh no hay un libreto al uso, sino una superposición de textos, de emociones, de memorias, de lenguas, de culturas, de oriente y occidente, de épocas presentes y pretéritas, de horrores y amores, de denuncias y poemas. El Viaje es un intenso palimpsesto en el que se sobrescriben las Cinco condiciones del pájaro solitario descritas por San Juan de la Cruz, el Coloquio de los pájaros de Farid Uddin Attar y la mencionada obra de Goytisolo, pero también el Cantar de los Cantares en su versión de Fray Luis de León, poemas de Adonis, palabras de Celan, Leonardo o Llull… Todo un festín de los sentidos a partir de un texto que se escribe y se reescribe a sí mismo una y otra vez por las mil interpretaciones que contiene, y que se sostiene por un sutil hilo conductor: el amor místico –espiritual e indescriptiblemente carnal al tiempo– que guía al Amado y a la Amada en su búsqueda mutua, como contraposición, por un lado, al torpe “amor” telúrico exhibido en la primera escena de la ópera (que recrea un hammam en toda su crudeza), y por otro lado, a la incomunicación que se deriva de la censura y de la represión brutal de los heterodoxos que en el mundo han sido. Tan complejo y tan sencillo como esto.
La música deslumbrante de Sánchez-Verdú –que convierte el Real en una auténtica caja de resonancia y que juega asombrosamente con las voces desde lo puramente lineal al vibrato más excesivo, desde los recitativos con inserciones de coloratura hasta el peculiar y bellísimo impostado del almuédano– corre, no obstante, un serio peligro en este puesta en escena de El Viaje a Simorgh: y es que los elementos plásticos son asimismo tan hermosos –espléndida la labor de Frederic Amat, sin necesidad de visitar los vertederos locales, como hacen otros escenógrafos últimamente en boga– que la atención sale un tanto sobresaturada, "hiperestetizada". Destacaría tal vez como momentos cumbre –escénicos y/o vocales– la escena 1 con la aparición de la Muerte en el hammam, los solos de Malikian y las intervenciones de Pérès, la aparición fantasmagórica de la Amada en la escena 3, el clímax expresionista y apocalíptico del primer acto, el auto de fe en la escena 12 con las letras que se elevan crepitando hasta los cielos (evidente invocación de la Memoria del Fuego de Valente), el espectacular dúo de amor de la escena 13 (Sala y Henschel inconmensurables) y el catártico final de la escena 14 (con una Dominguín transfigurada e imponente).
Tanto lo que podría decir y tan limitado el espacio. “Amar es delirar. Nada desde afuera puede mostrar con certeza la imaginación que se apodera de dos cuerpos amándose”. Así lo escribió Ibn Hazm. Y yo lo entreveo en El Viaje a Simorgh. Precisamente.

Poesía y política, 02.05.07

Está visto que al poeta y recentísimo Cervantes, Antonio Gamoneda, no dejan de crecerle los enanos. Ahora resulta que el lector José Luis Rodríguez Zapatero, más conocido por sus funciones como Presidente del Gobierno de nuestro país, acaba de publicar una carta abierta a Gamoneda en el diario El Mundo. No deja de ser peculiar la elección del específico medio de prensa que ha realizado Zapatero para expresar sus devociones literarias al poeta astur-leonés (tal vez sus desarreglos con los chicos de Polanco tengan algo que ver en la cuestión); pero, en todo caso, lo que ciertamente no deja de ser peculiar es que Zapatero se decante por sacar sus preferencias poéticas y emotivas del oscuro cuarto del que nunca debieron salir, y más aún, exponerlas en pública palestra para suscitar el escarnio no sólo de sí propio, sino también del vate. Porque, si a Electra le sentaba bien el luto, a Gamoneda no le sienta bien el Presidente; qué se le va a hacer.
En su misiva, Zapatero –guardando inteligente distancia con Platón, que expulsó a los poetas de su República– se sube al “Ferrocarril de Matallana” (por cierto, uno de los poemas menos interesantes del espléndido Gamoneda, reescrito además hasta un nivel irreconocible), y tal vez cegado por el hollín espirado por la provecta locomotora, se entrega a una serie de dislates acerca de los leoneses universales y sobre los campesinos viejos y los mineros jóvenes que están hoy –sí, hoy– debatiéndose en el mundo y arrojando al tiempo su luz sobre nuestras conciencias. Dejando a un lado que Zapatero sea de Valladolid y Gamoneda de Oviedo, que los campesinos viejos se encuentran ya retirados precisamente por viejos (y además cobrando pensión digna tras la reforma de Adolfo Suárez en materia de cotización agraria) y que los mineros jóvenes son en realidad jóvenes con contratos basura que conocen la negrura de la mina en forma de cetrina hipoteca, pues no parece que la carta de Zapatero sea ni atinada ni oportuna. ¿Por qué invoca Zapatero a los leoneses en particular por encima de los demás españoles? ¿Por qué insta a quienes ya hemos leído al poeta a hacerlo, como si necesitáramos que en 2007 nos descubrieran las Américas? ¿Por qué se empeña el Presidente en otorgar al Premio Cervantes un tinte político del que cualquier galardón intelectual que se precie debería prescindir? ¿Por qué se necesita derramar la sangre fresca de un intelectual honesto en el altar siempre dudoso del martirologio electoral, para continuar alentando esa empalagosa hagiografía de las dos españas que empieza a salirnos ya a todos de la voluntad?
Es inconcuso que la noticia de la concesión del Cervantes a Gamoneda no fue precisamente bien recibida en los círculos intelectuales más cool. La razón era bastante obvia: en el pulcro mundillo literario, quien no hace méritos por “despacheo” no debe aspirar a comer del pastel del reconocimiento; el premio asignado al “provinciano” Gamoneda –como él mismo se define– supuso la ruptura de esa norma. Para arreglar el desaguisado, los partidarios del poeta se pusieron estupendos y empezaron a investir de cripticismo la escritura gamonediana, como si la oscuridad poética supusiera un indiscutible recurso de autoridad –cuando es evidente que cualquier lector con dos neuronas en funcionamiento puede hacerse con el universo simbólico y las particulares semánticas de los poemas de Gamoneda sin mayor dificultad. Por si al poeta no le bastaba con los enemigos públicos y los exégetas posesos, ahora le sale un presidente. Éramos pocos y parió la abuela.
La poesía y la política nunca se han llevado demasiado bien. Que yo recuerde, el último hombre decente que era a la vez poeta y político se llamó Solón, y después de eso todo han sido confusiones. Tal vez lo mejor sea que cada quien se dedique a lo suyo: Gamoneda a sus poemas y Zapatero… a sus zapatos. Pues eso.