La zarabanda de Bergman, 01.08.07

La zarabanda como género musical oscila entre lo grotesco y lo sobrio, entre lo turbio y lo grave, entre lo obsceno y lo solemne. En España la zarabanda, propia esencialmente del siglo XVI, es baile de parejas, y conlleva un contenido exacerbadamente erótico en el que hombre y mujer se acercan y se alejan con intención. En otros lugares de Europa, y ya en el siglo XVII, la zarabanda –sarabande, por influjo francés– adquiere un tono más morigerado y un lenguaje más austero, y pasa a integrar la suite barroca más canónica, de cuatro movimientos. Johann Sebastian Bach, el gran maestro de la suite (y del oratorio, y de todo cuanto queramos imaginar), mantiene la estructura en cuatro partes, aunque añade, a continuación de la zarabanda, un par de minuetos o gavotas o bourrées, por no mantenerse al margen de las modas del momento.
Es probable que la zarabanda de la quinta suite para cello de Bach sea la más hermosa de cuantas jamás se han compuesto. En esto coincide la mayoría de los buenos aficionados a la música. Su desmesurada parsimonia, junto a la presencia de la scordatura a lo largo de la suite, la convierten en una pieza excepcionalmente difícil de interpretar, majestuosa, intensa y… al mismo tiempo, misteriosa e inquietante. No es extraño que Ingmar Bergman la convirtiera en protagonista absoluta de su última película, de sus últimas palabras en el cine. La zarabanda de Bach-Bergman fue una suerte de peculiar danza macabra, fue una reflexión aterradora sobre la vida y el tiempo, fue un ajuste de cuentas con los fantasmas del pasado y los miedos del futuro, fue un testamento en toda regla que participó de lo grotesco y lo solemne, pues sólo desde ambas perspectivas es posible abordar la auténtica naturaleza de la existencia, y así mismo del viaje final: los pasos desmadejados de la muerte con el vivo ya de tránsito componen un baile tan ridículo como trascendente al que Bergman no quiso sustraerse. Esa implacable lucidez, esa mirada terrible del maestro.
Cuando vi Saraband en el cine hubo una escena que, entre todas las posibles –y en la película son muchas–, me conmovió: la figura en un contraluz brutal, árido, reseco, como un Jerónimo cincelado por Ribera, del cuerpo desnudo del anciano de más de ochenta años Erland Josephson, evidente trasunto de Ingmar Bergman, en el dintel de la puerta del dormitorio de Liv Ulmann. Son muchos los íntimos terrores que Bergman nos ha mostrado en la pantalla a lo largo de su vida creadora, pero me atrevería a decir que esa escena frágil, indefensa, del desnudo consciente de su invencible decadencia es el más personal y escalofriante alarido proferido por el sueco. Ante esa escena pensé, a pesar de que Bergman había amenazado otras muchas veces con retirarse del cine, que esa era por fuerza su última película, su monstruosa despedida intelectual y emocional. La zarabanda dispuesta para Josephson y Ulmann es en realidad un baile cortés entre Bergman y el tiempo; el tiempo que actúa como apremiante antesala de la muerte. Bach cobra entonces su más pleno y estremecedor sentido: el cello invita a la danza, y en ese horror acompasado, llora.
Con Bergman no sólo ha desaparecido un maestro: con Bergman desaparece una forma de hacer y entender el cine. Bergman ha sido el gran eje entre otros dos nombres muy grandes: Dreyer como mágico referente y Tarkovski como deslumbrante seguidor. Pero no cabe duda de que, entre la belleza ática de Dreyer y la poesía embriagadora de Tarkovski, Bergman es el más violentamente próximo, el que ha tocado temas más contemporáneos y al tiempo más eternos, el que es capaz de impactarnos sólo con ese pie que avanza sobre un cristal, con esa hora exacta de la medianoche que deja al hombre expuesto y vulnerable.
Ingmar Bergman se encuentra ahora, al fin, ante su propio tablero de ajedrez. Es más que probable que pierda su rey, pero seguro que juega su partida con pasión.

Elocuencia y política, 18.07.07

En su excelente tratado Orator exponía Cicerón los distintos estilos en que al hombre político le cabía dirigirse a su auditorio. Cicerón distinguía básicamente tres modalidades de elocuencia, dando por hecho que el político era elocuente en cualquiera de sus formas –no nos sorprendamos: es obvio que Cicerón murió hace ya varios siglos–; a saber: el aticismo o estilo sencillo (que se correspondería con una exposición precisa y tendente a asuntos de escaso vuelo), el asianismo o estilo elevado (que recurre al alambicamiento de los recursos y puede aturdir al público en su exceso) y el estilo intermedio o moderado (alejado de los peligros de los dos anteriores, aunque apto sólo para asuntos de importancia media). Aparte de la teoría de los tres estilos, señala Cicerón cuál era la “escenografía” esencial de un buen discurso (inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio) y así mismo su estructura más perfecta (exordio, narratio, divisio, confirmatio, recapitulatio y perorata).
Con gusto me extendería mucho más sobre este lindo tratadito de oratoria, cuya enjundia es indudable, pero es desgracia obligada limitarse a recomendar encarecidamente su lectura y ocuparse de otros menesteres. Extrañará tal vez a los lectores la digresión ciceroniana, pero estamos en días de renovación de carteras ministeriales, de tomas de posesión, de reconfiguración de gobiernos estatales y regionales, y resulta inevitable pensar en el de Arpino cuando la elocuencia de nuestra clase política se ha desplegado con absoluta lozanía, para disfrute del arte que, agazapado en nuestras almas, aguarda la mano de nieve que sepa acariciarlo. Veamos si, como en el juego de la rana, somos capaces de encajar algunas muestras en el estilo discursivo correspondiente.
No se dirá que no respira un aticismo impecable y absoluto en la irrefutable sentencia de Jordi Sevilla: “Para ser ministro, sólo hace falta que te nombren. Para dejar de serlo, sólo hace falta que te cesen”. Sorprendente. Sí señor. Fascinante la transparencia de este aserto en que brilla sobre todo la inventio.
Por el contrario, muestra evidente de asianismo es la imagen de María Antonia Trujillo, cuando afirma que Zapatero “me entregó una carta de navegación, aunque empecé sin barco y” –esto es peor– “sin astillero para construirlo. En la travesía encontré piratas, corsarios y bárbaros que han estado siempre ahí”. Vaya por Dios. Curiosa versión de la Isla de los Famosos. ¿Habría también mosquitos tigre? Y acaba la interfecta citando un poema de Santiago Castelo, La casa que tenía empedrado el suelo: ?? Aquí ha habido introducción evidente de variatio, aunque no es recurso contemplado en la oratoria. Por lo demás, me permito citar lo que apunta Cicerón respecto al asianismo: “En efecto, quien no puede decir nada proporcionada, definida, ordenada y agudamente, si comienza poniéndole fuego al asunto no estando preparados los oídos, parece que está loco entre cuerdos”. Pues eso.
Otro asiánico confeso parece Bernat Soria cuando manifiesta, no sin cierto halo de misterio, que “mi destino no es el Ministerio de Sanidad y Consumo”. Ante la cara de estupor que sin duda se le pintó a Zapatero, especificó Soria en deslumbrante metáfora que su destino “es el viaje, el trayecto que quiero recorrer para llegar a Ítaca”. ¿De modo que acaba de entrar y ya se quiere marchar de vacaciones? Influido sin duda por aquello de que no existe un camino para llegar a la paz, sino que la paz es el camino, y echándole unas gotas de Kavafis traído por la coronilla, Soria ha pergeñado uno de los discursos más imaginativos de las últimas décadas. Aguardemos las futuras excrecencias de su venturoso cálamo.
Y qué decir del más literario de todos que, no obstante, también conoce los secretos del arte de la música… César Antonio Molina sostiene: “He tocado todos los instrumentos de la orquesta de la cultura, soy en mí mismo una orquesta”. En este caso no sabría decir si nos encontramos ante un estilo moderado… con visos de comedia; la actio del hombre orquesta tiene aquí un papel fundamental. Esperemos que el flautín o los platillos de Molina acierten a sacar al Ministerio de Cultura del atolladero en que se encuentra.
¿Quién dijo que la retórica de nuestros políticos se hallaba en baja? Y no desesperemos, que de tales intelectos obtendremos satisfacciones oratorias aún mayores. Tiempo al tiempo.

Cambio climático, 08.07.07

En estos días, por desgracia, está específicamente de moda el asunto del cambio climático. Y digo “por desgracia” no tanto –aunque también– por lo penoso del asunto en sí, como por las tajadas que muchos se están sacando a costa de “la cosa”, incluso –y esto sí que es sorprendente– dentro del ámbito de la cultura.
Me he pasado una semana oyendo hablar del “sonado” concierto –Live Earth– que se iba a celebrar alrededor de todo el mundo “para luchar contra el cambio climático”: ¡¡!! No me negarán que la propuesta no tiene su gracia: como si con las baladas entonadas por veinte fulanos alrededor del mundo se fueran a arreglar las cosas –que dicho sea de paso, están muy, pero que muy chungas. A lo peor es que los artistas invitados han cantado tan mal que va a empezar a llover a mares. Lo cierto es que la noble formulación de la causa ha congregado a cientos de miles de corazones concienciados –o sea, cientos de miles de compradores de entradas para los espectáculos, seamos prácticos– desde Tokio hasta Río de Janeiro; cientos de miles de personas que se han dejado un montón de dólares (por hablar en la moneda del imperio) que supuestamente servirán… para reducir gases contaminantes. Eso al menos es lo que nos cuenta Al Gore, que es quien ha impulsado todo el montaje. Estemos atentos, que con toda esa “pasta” recaudada deberíamos ver, no más allá de seis meses, cómo se nos solucionan los problemas medioambientales y el aire se despeja. En el peor de los casos, si seguimos tan ahumados como hasta ahora –lo más previsible, me temo–, ya sólo nos quedará preguntarnos si las resmas de billetes se las tragó el agujero de la capa de ozono –ese que, por cierto, se está cerrando él solito, según aseguran los expertos en estos temas.
Lo de Al Gore per se también tiene su tela. Mientras ocupó una vicepresidencia desde la que era factible adoptar medidas preventivas o resolutivas, no sólo no movió un dedo en tal sentido, sino que además se dedicó a firmar el tristemente célebre Plan Colombia, que estimula la fumigación indiscriminada con herbicidas tóxicos de múltiples cultivos legales y núcleos de población de Colombia y que además supuestamente desvía fondos para colectivos paramilitares de índole fascista. Sin embargo, una vez botado de su espinoso cargo, Gore cae del caballo cual Saulo y se dedica a dar conferencias por todo el mundo para descubrirnos la pólvora: es decir, explicarnos que nos estamos cargando el planeta (algo de lo que nadie se había percatado), y de paso cobrar buen parné por abrirnos los ojos. Todo empezó haciendo una peli y dando unas charlas, pero burla burlando, ya le han concedido dos Oscar y el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional (los del Príncipe de Asturias últimamente están poco inspirados) y tiene una agenda de morirse (no sé por qué sospecho que Gore imparte más conferencias que yo y hasta se las pagan mejor), sin contar con que cada puerta institucional a la que llama se le abre de par en par sin rechistar.
Ya que se lo monta tan bien, tal vez podría Gore dedicarse a visitar de forma altruista los consejos de administración de los grandes bancos para pedirles fondos, justamente cuando estos anuncian a bombo y platillo, como cada año, que han tenido X (X por pornográficos) miles de millones de dólares de beneficios; también podría hacer otra visita para contarles su “verdad incómoda” a los responsables de las cien empresas más contaminantes del mundo, por ejemplo, en lugar de decirnos que no usemos laca para el pelo. Mientras tanto, es muy aparente augurar, como el interfecto hizo en febrero en Madrid, que “seremos recordados como la generación que destruyó el planeta tierra”. Todavía sigo rumiando quién nos recordará cuando ya no exista nadie. Pero hay que admitir que la frase, si no la piensas, impacta.
Por si esto no era suficiente, recibo ayer en mi correo electrónico una oferta de la Casa del Libro, que me da la oportunidad de leer antes que nadie el Informe Stern: un informe que promete “la verdad sobre el cambio climático”. Es evidente que todos tienen su verdad, y que todos quieren colocárnosla a buen precio. Y mientras tanto, el planeta se nos muere. Lo malo es que, contra los pronósticos de Gore y los demás rappelles que pululan por ahí, si seguimos en estas no quedará nadie para recordarlo.