Feliz Año Nuevo


¿Experiencia?, 30.12.07

Con fecha 29.12.07, D. Fernando de Vierna publicaba en El Diario Montañés una nota (“Desmemoria no, experiencia”) con consideraciones y comparaciones varias acerca de la Fundación Gerardo Diego y la hipotética de José Hierro, haciendo además algunas menciones a mi artículo “Cuestión de desmemoria” aparecido en estas mismas páginas (23.12.07). Me gustaría realizar, por necesarias, un par de precisiones a las palabras del señor De Vierna.
Respecto a su observación, entiendo que no malintencionada, de que yo formaba parte de la Junta de Gobierno de la Sociedad Menéndez Pelayo cuando se realizó la cesión del edificio de la calle Gravina a la Fundación Diego, he de clarificar que esto no es en absoluto cierto. Si bien es verdad que el proceso, el larguísimo proceso de esa cesión, se remató formalmente en aquellos momentos, el asunto ya se había ventilado con bastante antelación por parte del presidente de la citada Junta, D. Benito Madariaga, en lo que se refiere a compromiso, redacción de contrato, confección de planos, elección de arquitectos, etc. De hecho, la mencionada cesión provocó graves conflictos dentro del seno de la Junta, que por razones obvias de respeto, elegancia y discreción no voy a desgranar aquí. Indico esto porque parece inferirse de las palabras del señor De Vierna que yo me hallé en algún modo implicada en semejante decisión, y me parece esencial clarificar que ni yo ni nadie de los que recién formábamos parte de la Junta en aquellos momentos tuvimos capacidad de intervenir en un proceso que ya estaba más que encauzado con anterioridad. No se encontrará mi firma en un solo papel, ni tampoco nadie me la requirió, porque en tal asunto yo no pintaba nada. No es infrecuente la emisión de opiniones sobre temas que conocemos de manera sesgada; ese es un pecadillo en el que seguramente todos hemos incurrido alguna vez, pero hay que ser muy cautos a la hora de citar nombres y apellidos cuando se desconocen hechos relevantes, porque entonces el pecadillo deviene pecado, o incluso delito, más grave.
En cuanto a la posibilidad de que la Fundación Hierro se convierta en un almacén de restos bibliográficos sufragado por las instituciones cántabras, creo que de mis palabras no cabe deducirse semejante despropósito. Lo que yo sugería explícitamente era la puesta en común del Centro de Poesía de Getafe con la hipotética Fundación Hierro para realizar una adecuada distribución de funciones y fondos, con criterios académicos y objetivos. Además, la Fundación no debería limitar su función a la de mero contenedor, algo tan decididamente paupérrimo como innecesario, sino que debería convertirse principalmente en centro instigador de difusión, investigación y reflexión en torno al legado de Hierro, dado que este legado no se encuentra en la situación idónea en la actualidad –en mi texto me permitía apuntar la carencia de una edición de la obra de Hierro y de estudios serios al respecto–, y de forma subsidiaria en torno a la poesía española contemporánea.
Por último, el señor De Vierna parece establecer una comparación entre la Fundación Diego y la de Hierro que no resulta adecuada. Las instituciones implicadas no son las mismas, los poetas no son los mismos, sus familiares y circunstancias no son los mismos, los fondos no son los mismos, la situación, en definitiva, no es la misma. No estoy en condiciones de afirmar si la situación es mejor o peor, pero por supuesto no es la misma. Por lo demás, que una fundación ya existente funcione bien o mal no presupone necesariamente que otra aún en proyecto deba funcionar del mismo modo.

Perros de Paulov, 24.12.07

Después de años y años –ni sabemos cuándo empezó todo– atendiendo, cual perros de Paulov, al soniquete de la primaria campanilla de los fastos navideños, por vez primera no acudimos al llamado. Tan fea está la cosa que es probable que ya no vuelva a casa en estos días ni el Almendro, colapsado en alguna huelga de transporte o simplemente deprimido por el inabordable aumento en la hipoteca. Los exiguos sueldos se someten al tormento de Procusto, a ver si a fuerza de estirarlos y desollarlos en el potro se logra que alcancen para sobrevivir con dignidad en esta Europa nuestra de las desigualdades, que se ha convertido en referente sólo para lo que nos esquilma la cartera, dejando de lado los salarios y las prestaciones sociales y algunas otras cosas.
Lejanos están aquellos tiempos en que era costumbre sentar a un pobre en la mesa navideña para compartir el pavo o el besugo y, de paso, lavar un poco la conciencia que, aunque muy maltrecha, se tenía. Aquella película genial llamada Plácido, otra más de las muestras corrosivas del Berlanga que retrató como nadie en el cine la durísima posguerra española, resultaría en estos tiempos un ejercicio de estilo, una entelequia. A día de hoy –como se dice en torpe y redundante retórica política, la única viable en estos tiempos– el sentimiento navideño, incluyendo el más hipócrita, no existe apenas; los pobres son demasiados como para invitarlos a cenar, y muchos de ellos ni siquiera hablan nuestro idioma; las angulas están a más de mil euros el kilo y, por otra parte, es fácil que en muchas casas se coma o se cene pizza y coca-cola en tales días. Los comerciantes de Cádiz manifestaban recientemente que las navidades de este año marchan mal porque la gente no compra: una curiosa ecuación en que el mero consumo parece haber fagocitado otro género de consideraciones.
Así que los perros de Paulov ya no acuden cuando suena la campana: jingle bells, jingle bells, jingle all the way. Esperemos que el responsable del laboratorio del estímulo-respuesta no se haya enterado de la invención de la electricidad, mucho más eficaz para meternos en cintura…
Por cierto, casi lo olvidaba: feliz navidad.

Cuestión de desmemoria, 21.12.07

Parece que hubiera transcurrido menos tiempo, pero lo cierto es que desde aquel 21 de diciembre de 2002 en que José –Pepe– Hierro se marchó, han pasado ya cinco años. En el recuerdo están aquellas palabras que se escribieron en la prensa con motivo de la triste ocasión, y la resma de amigos súbitamente aparecidos a la sombra del poeta que ya no tenía oportunidad de protestar por semejante indecoro, y también la precipitación en la formación de comisiones y recomisiones que, a la postre, poco hicieron. Pues, más allá del par de precarias lecturas y de la desastrosa exposición que promovieron unos pocos, arrogándose arbitrariamente el papel de legatarios intelectuales del poeta en esta tierra, nada de interés se hizo ni quedó en torno a la figura de Hierro. Con el paso del tiempo y su acción inexorable, los buenos propósitos –si es que alguna vez los hubo– naufragaron, y el resto de ruidosas manifestaciones han venido resultando cada vez más espaciadas, menos asiduas, menos grandilocuentes: menos presentes, en suma. De modo que los innúmeros amigos, estudiosos, conocedores y plañideros de Pepe Hierro han ido diluyéndose poco a poco… y no queda sino un erial desolador y desolado. Ya nadie rememora anécdotas y, por supuesto, nadie piensa en llevar a cabo ningún proyecto con visos de permanencia y, sobre todo, de respeto y auténtica enjundia académica o editorial. En este país nuestro en que la cultura es con mucho la más pobre de entre todas las hermanas pobres, ningún proyecto serio merece la menor consideración; es más rentable vivir al día del óbito con su correspondiente jarana inmediata que planificar actuaciones patrimoniales que en un futuro puedan devenir auténticamente interesantes, que es como decir no efímeras; y es que desde determinadas instituciones se sigue pensando que con cuatro panderetazos y aguardiente infinito se celebra mejor la memoria de un muerto ilustre que con un trabajo serio encomendado a profesionales solventes, trabajo que a la vez, puestos a soñar, bien pudiera haberse combinado con un programa responsable –no digamos inteligente– de promoción y difusión, siquiera a nivel local, de la figura en cuestión. Con lo que entre hipido e hipido, así nos va...
En resumen: cinco años después de la partida del que posiblemente ha sido nuestro poeta popularmente más reconocido, más leído y más “poeta” –no olvidemos esa estadística abrumadora del Cuaderno de Nueva York: un libro de poesía por vez primera en las listas de los libros más vendidos durante numerosas semanas–, las obras completas de José Hierro siguen durmiendo un sueño plácido en ese etéreo limbo que ni siquiera para el Vaticano existe ya; no contamos con un solo estudio, extenso e intenso, a la par que riguroso, de auténtica referencia, sobre la obra del poeta; y la Fundación José Hierro en Cantabria, entendida como activo centro de aglutinación cultural, poético-literaria, documental, académica y de investigación, es una entelequia. En tal sentido, la Fundación Gerardo Diego, afincada en nuestra ciudad en la que antaño fuera casa de Don Marcelino Menéndez Pelayo, supone el ejemplo más cercano de una institución que, animada por un espíritu que en principio pudiera y debiera ser bastante similar, se ha consagrado a conservar, difundir y ensalzar el legado del poeta que con fervor custodia. Si bien es cierto que en el caso de Hierro existe el llamado Centro para la Poesía que, ubicado en Getafe, lleva ya su nombre y es dirigido por su nieta –tras la muerte de Margarita Hierro–, no parece que Getafe y Santander deban ser iniciativas excluyentes si se perfila –tan difícil no parece– una adecuada distribución de funciones.
Lo escrito permanece, decían los latinos. Por fortuna, la obra de Pepe Hierro es permanente, indestructible. La única realidad indestructible, a pesar de la desmemoria que aqueja al tiempo y las personas.

Mos maiorum, 16.12.07

Hace pocos días leíamos en las páginas del Diario de Cádiz acerca del mal estado, por falta de higiene, de los alimentos servidos a los residentes de un geriátrico de San Fernando. En esta sociedad nuestra en la que van proliferando los lugares donde aparcar todo aquello que nos estorba –desperdicios, animales, niños y viejos, que para algunos vienen a ser uno y lo mismo– ni siquiera se impone el decoro –ese sentimiento ético ya tan desdibujado– de alumbrar centros de depósito de mercancías humanas que respeten unas condiciones mínimas de dignidad y salubridad.
No me parece mal la alternativa de la residencia cuando ésta constituye una opción escogida individualmente por el residente; tampoco cuando dificultades familiares, que las hay, imposibilitan otra salida. El problema radica en los ancianos aparcados por hijos que no sólo prefieren deshacerse de sus padres para llevar una vida más cómoda, sino que son incapaces de realizar un seguimiento del estado y circunstancias de sus ascendientes, arguyendo viajes, ocupaciones y ridículas ficciones para no visitar jamás a sus progenitores. De este instinto inhumano derivan muchas de las aberraciones tácitamente admitidas –que abarcan desde la estricta indiferencia hasta el más denigrante maltrato– que se cometen con los ancianos en algunos de estos centros de aparcamiento. Las altísimas cuotas mensuales, que oscilan como media entre 1000 y 2000 euros, y que bajo ningún concepto se corresponden con el gasto real realizado por el residente, suponen en realidad un caro visado para la buena conciencia del hijo que desdeña la presencia de sus padres; un visado indecente que, por otra parte, el anciano se ve obligado a sufragar siquiera en parte, aportando íntegra su propia pensión, con lo que la ignominia del vástago –que sólo aparece en Navidad con una camisa de saldo o una colonia barata por regalo– es más flagrante aún.
Sabido es que el mos maiorum lleva tiempo abolido de nuestra “ética” de goce inmediato y egoísta. Pero no estaría de más que las instituciones correspondientes (Salud, Bienestar Social) velaran sin tregua y con mano dura por la profesionalidad de los geriátricos, si no por humanidad, al menos por vergüenza social.

¿Candidez?, 09.12.07

Lo que tenía que pasar ha pasado: los del PISA nos han “pisao” el callo y nos han dejado a la altura del betún; según parece, los infantes andaluces en torno a los 15 años son los más torpes de España en el ámbito académico, o al menos los más torpes de entre las diez comunidades que se han sometido al examen de grado en estulticia educativa; no contentos con la medallita, se han posicionado incluso por detrás de los alumnos turcos. Bravo.
A quien semejante estadística le asombre será porque su reino no es de este mundo. Llevamos trabajándonos el título durante varios años –un par de décadas, por ser más precisos– ante la alarmante indiferencia de padres apátridas, pedabobos y politicastros. De los indocentes no hablo, que ya tienen lo suyo con ver crecer cada día la cosecha. La autoridad del profesor se ha volatilizado, el incentivo al esfuerzo no existe y los alumnos pueden pasar curso con el morral cargado de suspensos. Estos males, propios del común de los alumnos hispánicos, se acentúan en Andalucía, donde se persiguen las enseñanzas humanísticas con ensañamiento criminal. La última defenestración, como sabemos, atañe a la música: una asignatura que en sí misma prácticamente no existía ha sido barrida de la ESO por Asturias… y Andalucía.
La Consejera de Educación, Cándida Martínez –quizá rindiendo honor a su nombre de pila– atribuye la catástrofe “al retraso histórico de la comunidad autónoma”. ¿A qué retraso se refiere? El PSOE ya lleva 25 años en el ruedo político andaluz, tiempo que no ha resultado suficiente para paliar el retraso jurásico pero sí para atontar a los chicos a base de bien. A no ser que doña Cándida esté pensando en el retraso intelectual derivado de la implantación socialista de la LOGSE (y que el PP no ha enderezado en sus dos legislaturas, dicho sea de paso), allá por las mismas fechas. Asegura doña Cándida que será necesario que pasen –o sea, que la diñen, pero dicho finamente– “algunas generaciones” (¿cuántas, Dios mío?) para subir el “listón” –palabrita como anillo al dedo–. Cuán largo me lo fiáis.
Semejantes declaraciones subrayan el penoso nivel en que nos encontramos en lo académico… y en lo político. Aunque prefiero no dilucidar si se trata de candidez, ¿o de perversidad, tal vez?

Islas, 02.12.07

“Islas” es el título de la última exposición de Guillermo Pérez Villalta. El artista gaditano se ha acercado a la ciudad de Santander a presentar una colección de acuarelas alumbradas entre 2006 y 2007. La muestra se exhibe en la Galería Siboney, espacio habitual de eventos como la Feria Internacional de Arte Contemporáneo ARCO. Otros artistas pertenecientes al entorno de esta galería han expuesto ya en Cádiz; recuerdo, por ejemplo, la delicada exposición que Emilio González Saiz mantuvo en la Sala Rivadavia hace escasamente dos años.
No es la primera vez que Pérez Villalta visita Santander: ya en 1999 realizó una importante exposición en la Fundación Botín, y posteriormente impartió un taller en el palacete de Villa Iris, una de las sedes de la Fundación santanderina. En la Galería Siboney se ha decantado Villalta por un soporte diferente y recoleto, que entra un tanto en liza con los grandes óleos de marcado carácter narrativo y mitológico a que nos tiene acostumbrados: la acuarela es por fuerza más íntima, más silenciosa, más próxima al espectador, y el artista lo ha subrayado precisamente con ese motivo alegórico a que alude en su título; islas que no son sino fabulaciones arquitectónicas del intelecto y del sentimiento que acogen estados de ánimo distintos, oscilantes entre la melancolía, el juego, el naufragio, la escapada. Es preciso echarse al mar y dejarse arrastrar entre los despuntes de semejante archipiélago, que se alimentan de juegos de perspectivas y fugas, ficciones estructurales, ensoñaciones orientales, fantásticos delirios románticos, evocaciones arquitectónicas que van desde lo clásico a lo más contemporáneo.
Liviano barroquismo, lúdica reflexión, densa transparencia, son algunos de los oxímoros a los que Pérez Villalta se entrega en su nueva aventura, provisto de cromatismos delicados, mares traslúcidos, aéreas construcciones que recuerdan vagamente aquel frágil universo cuyo equilibrio supo apresar Calder. Y todo impregnado de esa leve poesía de antiguo manuscrito descubierto, falsificado incluso, como aquellas entelequias que alumbraban soñadores arqueólogos frustrados en el siglo XIX. Islas de papel. O no tan sólo.