La (mala) fama atribuye a los españoles el vicio de la impuntualidad. Llegamos tarde a las citas y al trabajo, no cumplimos como Dios manda un horario. Sin embargo, hay en nuestro país excepciones para el orgullo, capaces de desmontar tal tópico ante el mundo y, sobre todo, ante nosotros mismos –en definitiva es lo que importa–. Y para quien no se lo crea, dos ejemplos que le fundirían los plomos al más maledicente: la Navidad… y el Doce. Siempre me he preguntado cómo es posible –y soportable- que la orgía de turrones y luces navideñas nos machaque sin piedad las meninges desde el mismísimo octubre con pertinacia y premura sorprendentes. La Navidad llega a España mucho antes que a cualquier otro lugar del planeta, cuando ni siquiera los Reyes han ensillado los camellos. Pero lo del Doce… ha batido su propia marca. Porque según mi calendario, aunque faltan aún cuatro años para la cosa –dejando a un lado la deseable antelación que evite las chapuzas, otro de nuestros pecadillos nacionales–, la publicidad empieza ya a bombardearnos implacablemente; tanto es así que el fervor propagandístico no se ha detenido siquiera ante los edificios oficialmente declarados como patrimonio protegido o bienes de interés cultural, que se han visto agujereados como quesos vulgares con no otro afán –imagino– que el de prevenir nuestro olvido.
De modo que unas cuantas banderolas conmemorativas del Bicentenario ondean ya hace semanas en nuestra memoria y en nuestro casco histórico, aunque nos dicen que se van a retirar rápidamente, ante la polémica suscitada por el deterioro infligido al patrimonio de la ciudad. Más vale que no trascienda el nombre del operario de gatillo fácil que, entusiasta del Black&Decker, ha taladrado medio Cádiz, porque a lo peor le dan garrote al más puro estilo XIX; un cabeza de turco siempre alivia los problemas. Más absurdo parece el anuncio simultáneo de que en el verano van a volver a colocar los cartelillos: ¿aprovecharán los mismos agujeros o harán otros?
En cualquier caso, lo más chusco es que pensando en 2012 no reparamos en lo que pasa en 2008. No afirmaré que sea ese el malévolo propósito de la campaña pero entre tanto, como hace poco dijera Quignard… quién sabe lo que en el día de hoy nos deparará el futuro.
De modo que unas cuantas banderolas conmemorativas del Bicentenario ondean ya hace semanas en nuestra memoria y en nuestro casco histórico, aunque nos dicen que se van a retirar rápidamente, ante la polémica suscitada por el deterioro infligido al patrimonio de la ciudad. Más vale que no trascienda el nombre del operario de gatillo fácil que, entusiasta del Black&Decker, ha taladrado medio Cádiz, porque a lo peor le dan garrote al más puro estilo XIX; un cabeza de turco siempre alivia los problemas. Más absurdo parece el anuncio simultáneo de que en el verano van a volver a colocar los cartelillos: ¿aprovecharán los mismos agujeros o harán otros?
En cualquier caso, lo más chusco es que pensando en 2012 no reparamos en lo que pasa en 2008. No afirmaré que sea ese el malévolo propósito de la campaña pero entre tanto, como hace poco dijera Quignard… quién sabe lo que en el día de hoy nos deparará el futuro.