Adiós, muchachos (26.10.2008)

Han transcurrido ya muchas semanas desde aquel agosto de 2005 en que este viaje comenzó. Y siento quizá que ha llegado el momento de abrir la puerta y despedirse. Incluso la multiplicación de los panes y los peces debe tener un final... o el milagro dejará de serlo. Quienes por aquí han pasado seguirán siendo compañeros de aventuras.
Por el momento migro hacia otra casa. Allí serán todos bienvenidos. Mientras hago las maletas y me marcho suavemente, procurando no hacer ruido, les dejo en buena compañía.
Hasta siempre.




Lo prometido es deuda...

Prometí que escribiría más exhaustivamente sobre la exposición de Adriano en el Museo Británico. Quienes estén interesados pueden leer mi promesa aquí.
Ave.

Crestas y vaguadas, 04.10.08

El gran historiador del arte y de las ideas Erwin Panofsky escribió allá por los años 60 del pasado siglo un libro irrepetible llamado Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. La cosa iba de que, si bien todos estamos al tanto de la existencia y caracteres de ese periodo de esplendor que se ha dado en llamar Renacimiento, existen además otros periodos, más o menos sistemáticos a lo largo de la Historia, a los que también cabe apelar con ese nombre, siquiera con minúscula (por ejemplo, el renacimiento carolingio del año 1000). A la par que esta teoría, o en realidad sustentándola, argumenta Panofsky que nuestra Historia es como una cinta que describe ondulaciones –crestas y vaguadas– que determinan de modo ineludible la brillantez o zafiedad respectivamente de los diferentes periodos cronológicos que atraviesa el Hombre en su carrera (ya sea con Bonos del Estado o en la compaña de la Puri), de forma que a una etapa de magnificencia cultural antecede necesariamente una ciénaga intelectual.
Y todo esto me viene a la cabeza cuando pienso en el paso por el Teatro de Falla de Cádiz en esta semana de ese grupo británico de… individuos (músicos no son, artistas tampoco, en todo caso acróbatas) llamado Stomp –gráfica onomatopeya–, al parecer avalados por un éxito arrollador cosechado en lugares múltiples del mundo, que les han granjeado no sé cuántos millones de espectadores. El espectáculo de Stomp es plenamente contemporáneo. Quiero decir que encaja en la estética y en las necesidades intelectuales (o más bien en la carencia de ellas) propias del Hombre de hoy. Lo que por parte de Stomp es, no sé si inteligente, pero sí decididamente avispado. Ahora bien, lo que a mí me incomoda sobremanera es detenerme a pensar que unos individuos que sólo hacen ruido –un ruido infernal, por cierto– durante más de una hora, valiéndose de todo tipo de trebejos, despojos y cachivaches derelictos, puedan arrastrar el aplauso de los espectadores del modo en que lo hacen. El espectáculo de Stomp es intencionadamente chirriante, residual, de vertedero. A tono con los tiempos, repito. Pero no se me vaya a entender mal. La culpa no es de Stomp, sino de esta maldita vaguada en la que chapoteamos torpemente. Si Mozart desde su cima levantara la cabeza... y viera esto: