Callada ingravidez del mundo, 21.05.08

Hace escasos días ha iniciado José Luis Mazarío un nuevo viaje pictórico que parece trazado, como en los mapas y en la mente de los hombres antiguos, más allá de los confines conocidos de la Tierra, más allá de la geometría con que escancia su lenguaje el mundo cotidiano. Los nuevos cuadros de Mazarío nos sumergen en un ámbito donde los humanos pierden pie y donde todo está en un lugar distinto a donde se supone que debe encontrarse. O tal vez sea, simplemente, que la distorsión emocional de Mazarío nos hace percibir lo que en el fárrago de los días que con nosotros viajan no solemos percibir; decía Perec en su Especies de espacios que no sabemos mirar, y tal vez debamos asomarnos a nuestras ventanas interiores –esos leves marcos con que José Luis pespuntea sus miradas– para ver mujeres que vuelan o noches de amor sin luna.
En la Galería Siboney y hasta el 10 de junio ha reunido Mazarío una treintena larga de obras, salidas en su mayoría de un intenso proceso de casi aislamiento y absoluta dedicación entre los años 2007 y 2008. Con excepción de algunos lienzos de mayor tamaño –en todo caso no muy grandes, no más allá de un metro–, la exposición “Caos y armonía” se nutre de obras sobre tabla en pequeño, e incluso muy pequeño, formato (pueden encontrarse varias piezas de tan solo 20x20 cms., como por ejemplo una deliciosa vanitas iluminada por un único, humilde e inquietante punto de luz). Es evidente que la media y pequeña distancia constituyen el ámbito en que Mazarío se halla más a gusto, seguramente también en el que más sentido cobra su peculiar lenguaje. Debe señalarse, no obstante, la presencia en esta exposición de una distinción muy marcada entre dos paletas no sé si contrapuestas pero sí distantes. Por un lado, encontramos al Mazarío más habitual de contornos oscilantes y tonos oscuros, plúmbeos y acuáticos, de figuras alígeras y evanescentes como salidas de un cuadro de Chagall, frente a un universo más nuevo y restallante, impregnado de figuras compactas y temas orientalizantes o indígenas, de volutas plenas de colores incendiados –rojos, naranjas, amarillos, turquesas…- y perfiles torturados, que recuerdan ora el más agresivo fauvismo, ora el primitivismo de Gauguin o Matisse.

Quizá en este último camino deba intensificar Mazarío su investigación, desbrozar las orillas y arrancar las malas hierbas para llegar a una esencia que en estos nuevos cuadros, a pesar de algunos apuntes de interés, aún se le escapa. O tal vez es que estemos demasiado acostumbrados a esas escenas suyas en que la serenidad es elocuente y la figura humana un leve hilo de cometa que puede conducir a un estrato insospechado, allí donde la gravedad no existe y las palabras se desparraman por el aire en un discurso alejado de la convencionalidad –algo bastante parecido, en suma, a la umbría caverna de la poesía–. En muchas de estas tablas se sigue apreciando esa maestría en el manejo de los planos tan característica de José Luis, ese misterio en el decir callado –un tanto delvauxiano– de las figuras flotantes o en los paisajes recoletos, esa limpieza en un mantel extendido sobre un velador junto al mar, esa asimetría que cuestiona el corazón de las certezas, esa sorpresa en el ángel incorpóreo que se asoma para anunciar lo inesperado; ángel trasunto, tal vez, del pintor, que a su modo susurra lo inefable: Mazarío en su ventana que es un lienzo.

De Cai, 18.05.08

Hace algunos días leía en una atinada columna publicada en estas mismas páginas que, de algún modo, resultaba lamentable que Cádiz y los gaditanos fueran conocidos esencialmente por el empleo de unas determinadas peculiaridades lingüísticas –en concreto, los apelativos ‘picha’, ‘chocho’ o ‘quillo’. Es bien cierto que, sin tener necesidad de renunciar a determinadas señas de identidad, no es aconsejable que esas señas nos esclavicen hasta el punto de erigirse en único rasgo distintivo, habiendo otros elementos tanto o más exportables que estos. De estas simplificaciones derivan “choteos” y tópicos que en nada nos benefician, y quien crea que afirmar tal cosa sea rematada hipérbole, que se pare a pensar en los pobres habitantes de Lepe, a quien todo quisque toma por el pito de un sereno.
El caso es que andaba yo pensando en estos temas cuando me percato de que los gaditanos no sólo ocupan titulares de prensa por semejantes patochadas, sino también por su contumaz afición a pasarse por las corvas el reglamento de Tráfico. Es de recordar, penosamente, que el primer detenido sin carné de conducir a raíz de las nuevas disposiciones de la DGT al respecto era oriundo de este suelo. En estos días continúa el goteo de infractores “de Cai”, que al parecer ocupan las primeras posiciones en el total hispánico –en proporción, se entiende– por su inobservancia de las reglas. Es cierto que en España tenemos alergia a comportarnos cívica y civilizadamente en relación con la conducción (entre otras cosas): los semáforos están de adorno, las pautas de velocidad son para los otros, las rayas continuas se hacen discontinuas cuando nos conviene… pero conducir sin carné de forma reiterada ya pasa de castaño oscuro. Y lo peor de todo esto es que se entiende que la situación tiene gracia, que se es más machote cuanto más se transgrede la ley, que “mola” comentar con los colegas ante unas cervezas que fíjate, por ahí ando sin carné y no pasa ná de ná, que a los de Cai esas pamplinas nos resbalan, quillo.
Es obvio que los logros de esta hermosa tierra son muchos, muy dignos y muy otros. Lástima que algunos tópicos promovidos por sólo unos pocos “de Cai” los echen por los suelos.

Pájaros urbanos, 12.05.08

El proceso de construcción de las ciudades es uno de los temas más fascinantes que pueden salirle al paso a un arquitecto, economista, historiador o sociólogo. De modo similar a una lengua, o a cualquier otro organismo vivo, la ciudad crece como producto de decisiones humanas –erróneas unas, brillantes otras– y también de condicionantes culturales que van trazando sus formas y que hacen que Karlovy-Vary, Chicago o Cádiz nos presenten caras por fortuna tan distintas.
En estos días se nos echan encima cambios importantes que habrán de alterar la cara de nuestra ciudad, y no precisamente para bien. A algún cráneo privilegiado se le ha metido en la mollera que hay que echar abajo el edificio de Náutica, en una decisión carente del sentido histórico y cultural más evidente. Por aquí semos así. Pero no sólo en eso. Si algo particulariza a las ciudades españolas respecto a las europeas es el odio a la vegetación. El Englischer Garten muniqués, por citar un ejemplo señero, es en España impensable. La fobia a plantas y árboles la demuestran ya los propios ciudadanos con sus actos vandálicos, pero en el caso de los políticos la acción es aún más devastadora: la aversión al verde se traduce en la tala indiscriminada de ejemplares valiosos, en la sustitución de parques por hormigón (más rentable para los bolsillos personales) y en la resistencia manifiesta a proyectar cualquier pulmón dentro de los límites urbanos, por no hablar del abandono que se inflige a los precarios espacios verdes existentes. En Cádiz, el Parque Genovés y los jardines de la Alameda son ejemplo vergonzante de una desidia que debiera abochornarnos cada vez que un turista pone aquí las plantas. Pero no, no hay miedo, que tenemos bien adiestrado el incivismo.
Parte de la configuración de la ciudad son también sus monumentos, quién lo duda. En esta semana, la inauguración del pájaro constitucional con garras dictatoriales (hay que ver qué uñas, por Dios, dan miedo) ha proporcionado buena muestra del desprecio ecológico de nuestros políticos: se arranca para ello un hermoso ficus cuando se supone que el hábitat natural de cualquier pájaro es un árbol. Pero en España los pájaros viven en las instituciones o en los páramos; tal vez por eso todos ellos necesiten de urgente manicura.

Aquí un detalle de las zarpas del monstruo de Frankenstein: garras de buitre, muslos correosos de pollo viejo, cuerpo de huevera y cola-escalera de Jacob. Vean, vean...


Hierro a través, 08.05,08

Hace escasamente una semana cumplió Santander una de las muchas deudas pendientes que mantenía con nuestro poeta más querido. A propósito empleo esta etiqueta, porque si ha habido en esta tierra un poeta apreciado, un poeta conocido, un poeta que no ha dudado en hablar sin protocolos con la gente en cualquier parte, un poeta accesible para los escritores jóvenes, un poeta incansable a la hora de firmar e ilustrar libros, ese ha sido José Hierro. Por si esto fuera poco, por si no le bastara siquiera haber elevado la poesía a género frecuentado (no olvidemos su best-seller, Cuaderno de Nueva York) ni haber recibido todos los premios que recibió en su fecunda trayectoria ni haber emocionado sistemáticamente a auditorios enteros en sus generosos recitales, por si todo esto fuera poco, digo, Pepe hizo siempre tan suyo el nombre de Santander que pocas personas tienen conciencia de que el poeta nació en realidad en Madrid.
Hace escasamente una semana, pues, se decidió al fin Santander a testimoniar su homenaje al poeta mediante una escultura a él dedicada, obra de Gema Soldevilla; un proyecto que llevaba durmiendo largo tiempo y que finalmente ha visto la luz… y el mar. El cubo diseñado por Soldevilla, con una plasticidad e inteligencia muy poco habituales en la escultura urbana no sólo de nuestra ciudad, sino de tantas otras en nuestro país, reproduce en el vacío –y ya es difícil esto– una de las dos señas de identidad de Pepe Hierro: su peculiar, rotundísima cabeza (su otro elemento identificativo lo constituían, sin dudar, sus manos), perfilada en y a través de siete paneles de acero con lograda textura de madera. La cabeza de Pepe, modelada así en el aire, se llena de lírico mar por su situación concreta, en el tramo final del paseo marítimo, ya junto a Puertochico. De este modo se ha querido respetar el deseo del poeta de permanecer junto a las olas, si bien ya se han elevado voces de protesta contra la localización del monumento, que para muchos entorpece la limpia visión que hasta el momento se disfrutaba de esta zona; a mí, por el contrario, la ubicación me genera una sensación de fin de viaje, dado que la escultura se ha situado al término mismo del paseo, casi como si no restara más espacio para colocarla… pero por lo demás no me molesta mirar a través de la cabeza de un poeta; será que yo soy rara.
Más extraño, sin duda, pareció el propio acto de inauguración, en que, por motivos inexplicables –mejor no entrar en semejante tesitura–, apenas hubo presencia de personas del mundo de la cultura, menos aún del mundo de las letras. Lástima. Algo que forma parte del peculiar anecdotario santanderino y de lo que cada quien, en su nivel, debiera extraer su moraleja.
Han pasado ya más de cinco años desde la muerte del añorado Pepe Hierro, y este es uno de los primeros aldabonazos materiales del recuerdo desde entonces. Pepe Hierro no cuenta siquiera con una calle o plaza en esta ciudad que tanto quiso, reconocimiento que en cambio se ha otorgado a personajes infinitamente más irrelevantes. Del asunto de la estancada Fundación Hierro mejor no hablar, que ya lo he hecho en otras ocasiones y no me gusta repetirme; por ende, ya sabemos que hay prioridades “infinitas” en la cultura regional. Así que por el momento conformémonos con el acto poético de soñar Hierro a través, que más gestos no hay en lontananza.

Educación, 02.05.08

Qué difícil es delimitar el ámbito preciso de la educación. En estos días en que asistimos a la penosa batalla (ya sentencia) legal acerca de dónde clavar los postes de la valla, cabe preguntarse por qué continúa siendo la educación un arma arrojadiza y, sobre todo, un instrumento de manipulación de las conciencias con vistas a la formación de ciudadanos que ejecuten órdenes transmitidas a través de un chip instalado allá por donde Descartes situaba la glándula pineal, esa minúscula cosita que ponía en relación el alma con el cuerpo.
Con independencia de que estemos más o menos acordes con la redacción concreta de los textos que integran la polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía, lo que debe hacernos reflexionar es la base ¿jurídica? sobre la que se sustenta la sentencia con que el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía anula determinados contenidos de la asignatura en cuestión: y es que parece ser que plantear el respeto entre hombres y mujeres e intentar educar a los jóvenes en ese ideario obvio “invade la ética, el derecho y la moral”, aparte de suponer una vulneración de la “neutralidad obligada del Estado”. Mientras leo en la prensa estas descabelladas elucubraciones del TSJA, y a punto de caer en la tentación (irresistible, es cierto) de creer que la oligofrenia se ha apoderado de algunos de sus miembros, me pregunto por qué hay jueces que sistemáticamente se pasan por las corvas nuestra ley de leyes, esto es, la Constitución Española, con la mayor de las impunidades. El artículo 27.2 de la CE afirma que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”, artículo que, al parecer, nuestros sesudos jueces ignoran.
Apelar al supuesto derecho de los padres a educar a sus hijos en exclusiva dentro del ámbito doméstico (¿a la manera de Josef Fritzl, por ejemplo?) es una pretensión peligrosa, además de una entelequia en el sistema en que vivimos; por algo firmamos ya hace algunos siglos un Contrato Social con aceptación de áreas comunes y separación de poderes… aunque hace tanto de esto que algunos –en especial nuestros jueces– ya no lo recuerdan.