Ampollas literarias, 06.12.06

A nadie se le escapa que en estos momentos hay dos poetas en España que están copando todo el muestrario de premios y honores literarios que en nuestro país tienen algo de sustancia: sus nombres son, obviamente, José Manuel Caballero Bonald y Antonio Gamoneda. Me parece bien. Y ya era hora. Caballero y Gamoneda, desde geografías y experiencias bien dispares, han practicado estéticas distintas para un lenguaje común: el de la esencia y el de la resistencia. Algo que siempre es de agradecer en cualquier intelectual, y mucho más en un poeta.
En el caso de Gamoneda, los múltiples reconocimientos que en estos últimos años se le están tributando resultan acaso más llamativos dada su naturaleza de “poeta secreto”, por utilizar aquella bella expresión de Valèry. Gamoneda ha sido secreto hasta ahora no tanto por su poesía, que algunos –me temo que medianos lectores– califican erróneamente de hermética, sino por su propia actitud vital, que con facilidad nos representa en la memoria aquella oda frailuisiana a la vida retirada. Gamoneda ha estado siempre ajeno a los tejemanejes y mafias y pucherazos literarios que envilecen la literatura y la convierten en pasto de actitudes indignas de escritores; Gamoneda siempre ha sido el poeta raro que escribía en una ciudad perdida de Castilla y que hace diez o quince años leíamos muy muy pocos, el poeta que no querían junto a sí otros mucho más glamurosos (dedicados, por ejemplo, al verso homoerótico en los parajes de Esmirna o a coger alejandrinos taxis cuando su querida les llamaba), el poeta que a muchos les chirriaba porque hablaba un lenguaje distinto –paradójicamente, el de una poesía auténtica–, mientras postulaban una experiencia estéticamente banal e insostenible.
Antonio Gamoneda, ahora, recibe el Premio Cervantes tras el Reina Sofía, y esto a muchos les ha fastidiado. Les ha fastidiado a quienes no entienden su poesía porque no entienden de otra literatura que de aquella en la que hay algún pastel que repartir, les ha fastidiado a los conferenciantes y cronistas oficiales de la cosa porque no es un amiguete, a todos aquellos que sistemáticamente son llamados a hacer de jurados en premios literarios amañados porque aquí no han podido hacer el tongo. Es atrevido el viejo Gamoneda, a quién se le ocurre usurpar un premio tal, un premio que debiera haber recaído en “uno de los nuestros”, que para eso controlamos los suplementos literarios y los bolos y gran parte de los libros que publican las mejores editoriales de poesía del país.
Este domingo Jon Juaristi ha publicado en ABC un largo artículo para expresar que personalmente Gamoneda no le gusta, que no le parece buen poeta, que le aburre. Bien está, y además en su derecho, aunque no parece asunto de pública trascendencia. Es extraño que Juaristi –a quien conozco y aprecio sinceramente– haya empleado su, en verdad, magnífica pluma en contarnos que Gamoneda… como que no. A Juaristi le molesta en especial que Gamoneda le guste a Zapatero –algo de lo que Gamoneda, es obvio, no tiene la culpa. Es cierto que allí por donde holla la política no vuelve a crecer la hierba: a Gamoneda Zapatero le va a traer problemas, igual que a Mahler –aun muerto– se los trajo Alfonso Guerra y a Luis Alberto de Cuenca se los endosó Aznar haciéndole Secretario de Estado. Como el asunto arrecie, Zapatero va a ser a Gamoneda como el polonio a Litvinenko; por de pronto, ya se le está cayendo el pelo.
Y sin embargo, no se trata en exclusiva de un problema de políticos. Quizá ni siquiera se trata de esa vieja rencilla literaria entre poetas del silencio y poetas “de lo otro” (además, esa rencilla ya la solucionó –sólo aparentemente, me temo– hace pocos años el gurú Villena diciendo que aquí todos poetas y todos contentos). No. Lo que está sobre el tapete es una querella de antigüedad inmemorial: el enfrentamiento por controlar el lenguaje del mundo. Puesto que nada existe hasta que no se nombra –Barral dixit–, resulta fundamental quién lo nombra y cómo. Detrás está el poder, como lo estaba tras el latín cuando se impuso primero y se destituyó después. Pero los poetas, todos, deberían dar por perdida la contienda: el poder contemporáneo no va por tales derroteros, porque el lenguaje del poder actual es, por desgracia, otro. Y los salivazos de los poetas no producen más que frívolas ampollas literarias.

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