Ópera, tiempo y Orfeo, 28.02.07

En estos tiempos en que la Cultura, a falta de mejor ocupación, se pavonea de onomástica en onomástica, asistimos a una nueva efemérides: la de los cuatro siglos del nacimiento de la ópera. La cosa vino de la mano de uno de los grandes: Claudio Monteverdi, que compuso en 1607 una extraordinaria favola in musica –así llamada– a partir de un peculiar libreto de Alessandro Striggio. Lo de la favola in musica ya daba que pensar que aquel invento tenía visos de ser diferente: la incorporación de la teatralidad y la rogativa por parte del compositor, a través del personaje alegórico de la Música, de que se no se hablara y se prestara atención a la historia que allí se narraba, ciertamente eran materia nueva. En realidad, la “ópera” de Monteverdi no fue propiamente la primera: otras la precedieron en semejante honor; en concreto, se ha señalado la existencia de una Eurídice y una Dafne previas (debidas ambas a Jacopo Peri) que, no obstante, se han perdido. Dado que el Orfeo de Monteverdi sí pervive aún, y que además el genio delicadísimo del músico de Cremona ha transcendido con mucho su propia época, parece haber acuerdo –técnico y estético– en admitir de buen grado el carácter iniciático de la obra del enorme Claudio.
En todo caso, cumpleaños y óperas aparte, si algo llama la atención todavía hoy es la persistencia del mito de Orfeo, con ramificaciones fuertemente ancladas en el amor, en la música y en la poesía, lo mismo cultas que populares. Orfeo encarna el amor fiel más allá de la muerte, que cuajará literariamente sobre todo a partir de la época helenística; Orfeo, inventor de la cítara, representa también el cantar benéfico, por contra al pérfido de las sirenas. En su vertiente más culta, Orfeo está en el origen del fructífero tópico del descenso a los infiernos, que a su vez está en la base de la popular religión órfica de salvación. El canto de Orfeo se halla en múltiples pasajes del Cancionero de Petrarca y su conmovedora voz ha quedado inmortalizada como “la voz a ti debida” en Garcilaso (verso tomado luego por Salinas en uno de los más célebres poemarios de amor de la literatura española).
La suerte de Eurídice en esta historia ha sido menos afortunada. Eurídice es una ninfa, y como tal, por etimología, es un ‘venero de agua’, esa materia de que están hechos los ‘eidola’: es decir, etimológicamente también, los simulacros. Ese carácter de sombra es bastante premonitorio de la suerte que le ha sido destinada, a pesar de que Monteverdi se saque de la manga un deus ex machina para aliviar un poco la situación y de que Gluck se empeñe en dar a la historia un happy end con requeteboda incluida que en ningún caso el mito acepta. Porque el mito no sólo explica el mundo, el mito ha de ser también cruel como la vida misma, para que los hombres tengan conciencia de su precaria humanidad y no se ilusionen, y por ello Eurídice muere definitivamente y Orfeo es descuartizado por mujeres (al final, algo malo haría el buen poeta).
Pero hablaba antes de la contemporaneidad de Orfeo, y para ello sólo nos hace falta echarle un vistazo al cine o la literatura. La contemporaneidad, que además tiende a la desmitificación caníbal de los mitos, acoge con cierta displicencia la tragedia de Orfeo en su vertiente amorosa, para centrarse más en sus flecos intelectualoides y hasta oscuros. De este modo, Eurídice suele aparecer como una vana distracción en la vida de un Orfeo entregado a la música o la poesía. Así lo presenta Tennessee Williams en Orpheus descending, donde Orfeo es un guitarrista que prefiere su instrumento a su mujer; por su lado, Cocteau muestra a un Orfeo aburrido de su gris esposa y que prefiere el ideal de bella dama que es la muerte. En el cine, el Orfeo negro de Marcel Camus o Parking de Jacques Demy sugieren visiones turbias del mito relacionadas con el carnaval de Río y con las drogas respectivamente (Eurídice muere en Parking por sobredosis). La venganza de esta Eurídice habitualmente menospreciada o cosificada viene traída por la coqueta de Offenbach hastiada de la música de su esposo o por la infiel de Anouilh, que echa por tierra la edulcorada sentimentalidad del mito.
Según parece, la manifestación de los mitos responde a aquellas expansiones y reflujos que Amy Warburg llamaba “ola mnémica”. Silenciosos y radiantes desde las pinacotecas o los libros o los retirados gabinetes, que son su nuevo Olimpo, los mitos lamen las orillas memoriosas de nuestra civilización contemporánea y se lanzan a la calle y nos recuerdan que nada somos o sentimos que no haya sido antes su carne.

Eterno femenino, 21.02.07

Autores como Lipovetsky o Gil Calvo han escrito, y mucho, sobre ello: el eterno femenino, ese ectoplasma que todavía hoy obsesiona a los hombres y que ha condicionado secularmente la vida de las mujeres, sigue vivo. En esta semana, desde los ámbitos de la historia, la música y la moda vienen noticias que debieran hacer que muchos se replantearan los tópicos más cavernarios del eterno femenino… pero lo cierto es que “muchos son los llamados y pocos los elegidos” en la loto de la inteligencia.
La primera que ha bajado el banderín es la mismísima Cleopatra, de quien hemos descubierto un dato trascendental: que era más fea que Picio. Al parecer, de la efigie presente en una moneda del año 32 a.C., expuesta recientemente por la Universidad de Newcastle, cabe deducirse que Cleopatra tenía cara de bruja, con el mentón y la nariz bien afilados; Marco Antonio, a su vera, encaja en la tipología del hombre sapo –ojos saltones y cuello más que grueso–, pero esto nos importa menos. En realidad, se me ocurre que los dos reyes fugacérrimos de Egipto no tenían bien controlado al personal de su ceca, o les debían sueldos atrasados, porque de otro modo tanta mala leche no se explica. También es cierto que precisamente en este año 32 es cuando a Octavio –el futuro emperador Augusto– se le mete en la cabeza declarar la guerra a ambos, y tal vez el funcionario de turno, que se olía la derrota de Actium del 31, quiso quedar bien por adelantado y ganarse un ascenso. No sería la primera vez: la ilustre figura del tránsfuga existe ab illo tempore. De Cleopatra, incestuosa a los 16 por razón de Estado y muerta por idéntico motivo a los 39, la Historia nos transmite que hablaba egipcio, sirio, griego, latín y arameo, y que le interesaban las ciencias, la música y la literatura; talentos ciertamente irrelevantes frente a los ojos de color violeta de Liz Taylor y su glamurosísimo Cruzado Mágico de talla 100.
La siguiente en dar la campanada ha sido la Madama par excellence, la vaporosa Butterfly, que ahora se ha visto envuelta en un escándalo de racismo y deconstrucción a partes iguales: un profe del King’s College de Londres ha descubierto que la delicada japonesita sumisa con la que muchos hombres de bien aún hoy sueñan está “pasada de moda”, y que protagoniza una historia xenófoba poco edificante que, según el profesor Parker –defensor del pueblo en ratos libres–, debería censurarse y retocarse para hacerla políticamente correcta. Qué bien. Menos mal que Parker se desvela por nosotras: no vayamos a caer en el maltrato y el racismo por escuchar óperas de Puccini, sobre todo si los malos y los tontos son los americanos y los japoneses respectivamente. Con las brillantes ideas de Parker, aparte de cargarnos la mayor parte de la producción artística de Occidente desde ni se sabe cuándo, seguro que nuestra sociedad avanza de lo lindo en la postulación del matriarcado. Tiempo al tiempo: “cosas veredes, amigo Sancho”.
Pero no en la historia ni en la música: es en la moda, jóvenes y jóvenas, donde con más virulencia se mascan los instintos atávicos del macho. Esto, que así formulado le encantaría a cualquier feminista de pro, es lo que parece sugerir el último y polémico anuncio de Dolce&Gabbana. En la escena se exalta la figura femenina en sus estereotipos más habituales: labios muy rojos, ojos muy maquillados, pelo muy largo, tacones tan altos que dan miedo. La moza, con su agresivo look Tamara de Lempicka, se encuentra en el suelo, aparentemente sujeta por un mozo un poco grasiento que promete escasa dotación; alrededor, cuatro pandilleros un tanto anacrónicos contemplan la escena como salidos de una película de James Dean: sólo les faltan los calcetines blancos. Los múltiples vigilantes de nuestro bienestar ya se han rasgado las vestiduras –de otro modista, suponemos– y han pedido la retirada del anuncio. En nuestra sociedad bienpensante se tolera matar a una o dos señoras todas las semanas sin que pase nada, pero una foto provocadora -¿qué es la publicidad sino provocación?– nos revoluciona las meninges. Retirando el anuncio de D&G no morirán menos mujeres, pero el gesto es el gesto, sobre todo si es mediático.
Visto lo visto… la pervivencia del apolillado eterno femenino está más que asegurada.

Amor y Filosofía, 14.02.07

Hoy es 14 de febrero, y la fecha invita a hablar de amor, incluso de amores tortuosos o hasta mezquinos. Y ello al calor de un libro que ha caído ahora en mis manos, a pesar de haberse publicado ya en 2000; me refiero al volumen que ha editado Herder con la correspondencia entre dos de los grandes de la Filosofía del siglo XX: el enorme y polémico Martin Heidegger y la tan influyente como mediática Hannah Arendt. El volumen recoge 50 años de cartas (de 1925 a 1975), de las cuales una gran cantidad da evidente testimonio de un amor arrollador sostenido de modo intermitente a través de varias décadas, un amor interesadamente oculto por algunos de los administradores del legado de Heidegger, y que finalmente vio la luz gracias a la buena disposición de su descendiente Herman.
A través de las cartas entre ambos filósofos, puede apreciarse el invariable derrotero seguido por la relación. Y cuando digo invariable me refiero al tópico –tópico por repetido, claro, en tantas y tantas parejas de “genios”– del egoísmo kilométrico de Heidegger y la sufrida honestidad de Arendt. Cuando Hannah encontró a Martin (al revés que en la relamida peli de Reiner), ella tenía 19 años y él 36. No tardó en convertirse no sólo en su alumna, sino también en su amante. Martin la citaba furtiva y puerilmente: “Si no te visito entre las dos y las cuatro, espérame por favor a las diez de la noche frente a la biblioteca de la universidad. Tu Martin”. Cuatro años más tarde, la esposa de Heidegger ya se había percatado de las incursiones adúlteras de su esposo filósofo, y Hannah Arendt había contraído matrimonio. La sinuosa relación acabó por implicar a los esposos engañados en actos cotidianos; así, en un viaje que Arendt realiza desde Friburgo, dos son los hombres que la despiden en la estación: Heidegger y también su marido, Günter Stern. “Y luego, cuando el tren ya casi se puso en marcha, todo ocurrió tal como, de hecho, yo había querido. Ustedes dos arriba y yo sola y totalmente inerme ante la situación. Como siempre me sucede, no me quedó más remedio que consentir, esperar, esperar, esperar”. Las misivas entre Heidegger y Arendt se interrumpen en 1932, de forma paralela al aplazamiento de sus amoríos. En 1933 Hannah Arendt parte hacia París, empujada por la presión nazi, y después hacia Estados Unidos.
Diecisiete años más tarde, Hannah regresa a Friburgo. Hospedada en un hotel, le envía a Heidegger una escueta nota en el papel timbrado del establecimiento donde sólo escribe: “Estoy aquí”. El filósofo atiende al llamado de la campanilla como un perro de Paulov, y al día siguiente es él quien “esta allí”. Es el 8 de febrero de 1950. Como Heidegger confiesa por escrito, necesita recuperar “el cuarto de siglo perdido de nuestras vidas”; aunque sus métodos continúan siendo bastante peregrinos: “Hannah, quédate próxima a Elfriede [la esposa de Heidegger]. Necesito su amor que ha soportado en silencio durante los años y que ha seguido dispuesto a crecer. Necesito tu amor, guardado en secreto en sus primeros brotes, extrae lo suyo de su profundidad”. Ahí queda eso.
Por el contrario, la abierta y limpia pasión de Hannah la estaba colocando en una senda ciertamente desaconsejable. A su propia situación comprometida por su relación, como judía, con un ex-nazi, había que añadir la insostenible cobardía moral de Martin Heidegger y, para colmo, los celos que éste sentía por los logros intelectuales de “su amada”, que se traducían en comentarios despectivos hacia sus libros más recientes. Vamos, una prenda. A pesar del incalificable comportamiento de Heidegger, Arendt se encarga de “lavar” la imagen, cuidar y difundir la obra del filósofo en Estados Unidos, no precisamente bien visto por aquellos pagos. Mientras tanto, éste purga su mala conciencia escribiéndole poemas que no pasarán a la Historia de la Literatura. Poco tiempo después, le ruega a Hannah que desaparezca de su vida: “debemos soportarlo”, le escribe.
En 1967 se produce un reencuentro inesperado, en una conferencia de Arendt en que Heidegger se presenta por sorpresa. Hannah le saluda expresamente desde la tarima. Ella tiene 61 años y él 78. Ambos reanudan una relación calmada, de colegas recíprocamente admirados, que dura nueve años, hasta la muerte de ella. Sólo unos meses más tarde muere Martin Heidegger, el filósofo que indagó en el Ser y el Tiempo pero no supo explorar el Amor.

El Gato de Schrödinger, 07.02.07

El Gato de Schrödinger, como sabrán, es la paradoja científica que traduce el dilema literario del ser o no ser. Un gato encerrado en una caja con un veneno letal, que puede estar vivo o muerto mientras la caja no se abre, y que al abrirse implica una transformación por cuanto el escenario previo de la prueba se modifica. Aunque en origen la cosa va de mecánica cuántica, creo que bien puede aplicarse a todo aquello que admite varias posibilidades de existencia al mismo tiempo, y más aún, a aquello que puede variar su estado según quién ejerza la facultad de la mirada.
Si me marco este galimatías no es por otra cosa que por hablarles de un cuadro excepcional, un cuadro que forma parte de la experiencia estética de todos nosotros, y que por este tiempo cumple cien años de vida: me refiero a las celebérrimas Demoiselles d’Avignon, que nacieron a la luz del arte occidental en 1907 y que, con el tiempo, han pasado a encarnar uno de los iconos indispensables de nuestro ideario cultural. Cien años más tarde, ese carácter persiste, y las peculiares “señoritas” representan, si no el cuadro más logrado de Picasso, sí uno de los más revolucionarios e influyentes en la Historia del Arte Universal. Pues bien, el caso es que las Demoiselles d’Avignon atravesaron varias etapas en que bien pudieron ser otra cosa, desde su concepción hasta su propio nombre, pasando por su propia presencia: como el Gato de Schrödinger, las “señoritas” pudieron ser señoritas y señores, su espacio vital cambió de modo insospechado y además su lugar de nacimiento osciló entre París, Barcelona y Avignon, por no hablar de que el título del cuadro no fue propuesto por Picasso en absoluto, por lo que toda la parafernalia habida en torno a la tela bien pudiera quedarse en agua de borrajas; igual que el propio experimento gatuno, del que el pobre Schrödinger quedó tan harto que amenazaba con sacarle una pistola –literalmente– a todo aquel que se lo mentara. Pero volvamos a las enigmáticas damas de Picasso.
Como todos sabemos, cinco son las féminas que Picasso inmortalizó en su polémico cuadro –pues polémico fue, ya que hubo de esperar nueve años hasta que el pintor se decidió a exponerlo, y aún así la crítica lo recibió con desagrado–, cinco féminas bien distintas entre sí. Dos de ellas son absolutamente blancas, dos parecen llevar una máscara africana –los críticos insisten en el influjo del arte africano, aunque Picasso siempre lo negó– y la quinta aparece en un escorzo absolutamente imposible, de espaldas y con el rostro vuelto hacia el espectador. Del desorden de sábanas y de la insinuante disposición de las frutas presentes en el cuadro cabe inferir que es una escena de burdel, aunque también podría no serlo. En todo caso, a Apollinaire eso le pareció, pues fue él quien primero bautizó a la tela con el estrambótico nombre de El burdel filosófico. André Salmon, otro amigo de Picasso, reparó en que en Barcelona existían varios prostíbulos en la calle de Avinyó, y propuso entonces como título Las señoritas de Avinyó. Pero de Avinyó a Avignon mediaba poco, y de hecho, cuando las descocadas damas fueron expuestas por Picasso en 1916, su dni ya rezaba Avignon y no Avinyó; eso sí, a Picasso lo de demoiselles no le gustaba un pelo. Tal vez porque, en su inicio, Picasso había previsto que en el cuadro las mujeres aparecieran acompañadas de un marinero y un joven con una calavera (¿un estudiante de medicina?), con lo que el costumbrismo de la escena se hubiera reforzado y a la vez enrarecido: más paradojas e hipótesis más bien propias de Schrödinger y su afamado gato. Así lo atestiguan los bocetos conservados, que son varios y que se encuentran convenientemente explicados y diseccionados por los conservadores del MOMA, museo que actualmente posee Las señoritas de Avignon, tras su venta sucesiva por varios coleccionistas particulares.
El cuadro, que gozó de escaso éxito en su primera exposición en el Salon D’Antin, se vendió muy barato. Pero el reinado de la pintura estrictamente representativa había terminado. A cambio de un precario puñado de monedas en su bolsillo, Picasso había iniciado el arte contemporáneo.

Adiós a Claudio Guillén, 31.01.07

Se nos ha muerto Claudio Guillén, académico y universitario realmente relevante, de los ya poquísimos que todavía nos quedan. Su labor como filólogo, investigador y humanista fue callada y discreta, a la vez que intensa y plena, como lo es siempre la labor de los hombres grandes, aquellos que de verdad merecen la pena y perduran con el paso de los tiempos.
De su discreción y aislamiento mediático han dado fe sin percibirlo los diferentes diarios de prensa, enfatizando mucho aquello de su genealogía, o sea, el hecho de ser hijo del profesor y poeta de la Generación del 27, Jorge Guillén. Sin embargo, aun con semejante pedigrí en su ascendencia, Claudio, don Claudio, no necesita –no debería necesitar– de referencias de apoyo. Claudio Guillén era, sin él sentirlo de ese modo, elegante en su exquisita inteligencia, sabio de profesión –en estos tiempos en que proliferan los sabihondos de tres al cuarto– y un ejemplo en el entorno universitario actual, no siempre tan brillante ni honesto como debiera.
Puedo afirmar sin incurrir en exageración que el libro de don Claudio Entre lo uno y lo diverso fue una de las lecturas reveladoras, especialísimas, imprescindibles, que tuve la oportunidad de abordar en mis años de estudiante de Filología. Lo leí por primera vez hace ya bastantes años, en el texto original publicado por la espléndida editorial Crítica en 1985 (revisado y retomado en la editorial Tusquets dos décadas más tarde). En aquel momento formaba parte, extrañamente, del programa de una asignatura con la que no guardaba excesiva relación, y constituía una flor rara en mitad del resto de lecturas. Más tarde volví a él, en otros momentos de mi vida académica y también como lectura de mero disfrute, porque Entre lo uno y lo diverso es un libro que no se agota nunca, tantas son las ventanas al mundo que se abren en sus páginas: el amor, la muerte, la belleza, el pensamiento, la naturaleza, la palabra… “el río y la flor”, como don Claudio sintetizaba; todo eso y mucho más desfilando entre sus líneas. Hoy es un ejemplar que en mi biblioteca muestra marcas profundas en el lomo –hay arrugas que, en efecto, sí son bellas– y multitud de subrayados y anotaciones manuscritas a lápiz.
Precisamente con motivo de su obra Entre lo uno y lo diverso fue Claudio Guillén muy recientemente homenajeado en Cádiz, y más en concreto en Jerez de la Frontera, donde el profesor recibió el Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en su edición de 2005, en la Fundación que lleva el nombre del poeta jerezano. En aquel momento aprovechó para hablar de la enseñanza profunda que se obtiene del exilio, de la alarmante depreciación de la cultura, de la imperiosa necesidad de dialogar, del largo camino que aún nos queda hacia una democracia auténtica, una democracia menos política que ética.
Claudio Guillén hizo de la Literatura Comparada –la disciplina que dominó, engrandeció, difundió y amó– un estandarte en pro de la belleza de la vida. En su afán de mostrar una “aldea global” de la literatura universal (la Weltliteratur de que Goethe hablaba), el profesor Guillén perseguía el disfrute del mundo y de sus sentimientos también universales. Algo que, como él mismo admitía, no se encuentra muy en boga: “ahora está de moda la náusea, la indiferencia, la soledad”. La Literatura Comparada no era para don Claudio, entonces, un objeto estricto de estudio, sino un camino sugerido hacia el Hombre: “La historia social, la económica y la política vienen a unirse a la meramente literaria, haciéndola así más completa, acaso más real. No añoremos la pureza del análisis poético in vitro, la soledad del despacho donde sólo se admiten los textos. El estudio de la literatura vuelve a la calle, al cruce del azar con la idea, a la confusión y diversidad de los acontecimientos”.
En esa búsqueda se nos ha ido. Claudio Guillén. En sus libros late el atisbo de otro mundo: más culto, más humano, más hermoso.