Amor y Filosofía, 14.02.07

Hoy es 14 de febrero, y la fecha invita a hablar de amor, incluso de amores tortuosos o hasta mezquinos. Y ello al calor de un libro que ha caído ahora en mis manos, a pesar de haberse publicado ya en 2000; me refiero al volumen que ha editado Herder con la correspondencia entre dos de los grandes de la Filosofía del siglo XX: el enorme y polémico Martin Heidegger y la tan influyente como mediática Hannah Arendt. El volumen recoge 50 años de cartas (de 1925 a 1975), de las cuales una gran cantidad da evidente testimonio de un amor arrollador sostenido de modo intermitente a través de varias décadas, un amor interesadamente oculto por algunos de los administradores del legado de Heidegger, y que finalmente vio la luz gracias a la buena disposición de su descendiente Herman.
A través de las cartas entre ambos filósofos, puede apreciarse el invariable derrotero seguido por la relación. Y cuando digo invariable me refiero al tópico –tópico por repetido, claro, en tantas y tantas parejas de “genios”– del egoísmo kilométrico de Heidegger y la sufrida honestidad de Arendt. Cuando Hannah encontró a Martin (al revés que en la relamida peli de Reiner), ella tenía 19 años y él 36. No tardó en convertirse no sólo en su alumna, sino también en su amante. Martin la citaba furtiva y puerilmente: “Si no te visito entre las dos y las cuatro, espérame por favor a las diez de la noche frente a la biblioteca de la universidad. Tu Martin”. Cuatro años más tarde, la esposa de Heidegger ya se había percatado de las incursiones adúlteras de su esposo filósofo, y Hannah Arendt había contraído matrimonio. La sinuosa relación acabó por implicar a los esposos engañados en actos cotidianos; así, en un viaje que Arendt realiza desde Friburgo, dos son los hombres que la despiden en la estación: Heidegger y también su marido, Günter Stern. “Y luego, cuando el tren ya casi se puso en marcha, todo ocurrió tal como, de hecho, yo había querido. Ustedes dos arriba y yo sola y totalmente inerme ante la situación. Como siempre me sucede, no me quedó más remedio que consentir, esperar, esperar, esperar”. Las misivas entre Heidegger y Arendt se interrumpen en 1932, de forma paralela al aplazamiento de sus amoríos. En 1933 Hannah Arendt parte hacia París, empujada por la presión nazi, y después hacia Estados Unidos.
Diecisiete años más tarde, Hannah regresa a Friburgo. Hospedada en un hotel, le envía a Heidegger una escueta nota en el papel timbrado del establecimiento donde sólo escribe: “Estoy aquí”. El filósofo atiende al llamado de la campanilla como un perro de Paulov, y al día siguiente es él quien “esta allí”. Es el 8 de febrero de 1950. Como Heidegger confiesa por escrito, necesita recuperar “el cuarto de siglo perdido de nuestras vidas”; aunque sus métodos continúan siendo bastante peregrinos: “Hannah, quédate próxima a Elfriede [la esposa de Heidegger]. Necesito su amor que ha soportado en silencio durante los años y que ha seguido dispuesto a crecer. Necesito tu amor, guardado en secreto en sus primeros brotes, extrae lo suyo de su profundidad”. Ahí queda eso.
Por el contrario, la abierta y limpia pasión de Hannah la estaba colocando en una senda ciertamente desaconsejable. A su propia situación comprometida por su relación, como judía, con un ex-nazi, había que añadir la insostenible cobardía moral de Martin Heidegger y, para colmo, los celos que éste sentía por los logros intelectuales de “su amada”, que se traducían en comentarios despectivos hacia sus libros más recientes. Vamos, una prenda. A pesar del incalificable comportamiento de Heidegger, Arendt se encarga de “lavar” la imagen, cuidar y difundir la obra del filósofo en Estados Unidos, no precisamente bien visto por aquellos pagos. Mientras tanto, éste purga su mala conciencia escribiéndole poemas que no pasarán a la Historia de la Literatura. Poco tiempo después, le ruega a Hannah que desaparezca de su vida: “debemos soportarlo”, le escribe.
En 1967 se produce un reencuentro inesperado, en una conferencia de Arendt en que Heidegger se presenta por sorpresa. Hannah le saluda expresamente desde la tarima. Ella tiene 61 años y él 78. Ambos reanudan una relación calmada, de colegas recíprocamente admirados, que dura nueve años, hasta la muerte de ella. Sólo unos meses más tarde muere Martin Heidegger, el filósofo que indagó en el Ser y el Tiempo pero no supo explorar el Amor.

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