Poetas y filósofos, 29.08.07

La deuda que mantiene la cultura de Occidente con la herencia de los clásicos es innegable. Decía Dilthey que tres eran los legados que debíamos agradecer los actuales hijos de la Antigüedad: la filosofía griega, el derecho romano y la religión judía. Pero Dilthey, que no obstante era magnífico escritor, se olvidó de la literatura, a no ser que la entendiera como caprichosa veleidad de la filosofía. La literatura encuentra en Grecia y Roma, y en particular en Homero y Virgilio, su bautizo espiritual. Así lo manifestó taxativamente John Dryden, padre de la crítica inglesa, al sentenciar sin rodeos: “Son ellos dos”.
Y, sin embargo, en nuestro tiempo a Virgilio se lo han puesto difícil; sus mayores detractores han sido sus propios colegas, los poetas, más proclives al universo hermosamente bárbaro del vate griego que a las refinadas propuestas éticas del filósofo de Mantua, quizá por la indescriptible crudeza moral del siglo XX –que nada tiene que envidiar al primitivismo más rudo de los peores años de la Edad Oscura, que Homero vivió, y ensalzó sin duda por ser ciego-. Pound se refirió a la obra virgiliana como imitación de la Ilíada nacida a instancias imperiales (acusación incoherente sabiendo que el propio Pound cedió gustoso a las tentaciones imperiales de su tiempo, bajo la fórmula redentora del fascismo). Auden amonestó a Virgilio desde su Épica secundaria, presentando a un mero técnico sin poesía en el corazón: “No, Virgilio, no:/ detrás de tus versos escritos con tanta maestría,/ escuchamos el llanto de una musa traicionada”. Graves se manifestó igualmente en actitud poco elogiosa hacia los versos del poeta retirado. En general, dos aspectos han lastrado en este tiempo la consideración de la obra virgiliana: su supuesto ensalzamiento del totalitarismo, que deriva de una lectura interesada del caudillo Eneas desde determinados regímenes del periodo de entreguerras; y el cristianismo forzoso que se inoculó a posteriori, en propuesta filosófico-teológica, al paganísimo Augusto, convertido en Mesías avant la lettre veinte años antes del nacimiento del auténtico.
En esta lamentable norma hay que admitir, no obstante, una excepción. Porque Virgilio pudo abandonarse sin cuidado en las manos exquisitas de un escritor de Viena: Hermann Broch. En realidad, también otros han sabido percibir la extraña lucidez, la serena asunción respecto al mundo que es la Eneida: Hardy, Eliot, Frost o el mismísimo Machado, Tate, Brodsky, Ungaretti, son algunos de ellos. Pero Broch destaca sobre todos, tal vez por su peculiar identificación intelectual y estética con el latino. Tal vez, también, porque Broch se ha ocupado de la escenografía de los últimos días de Virgilio con tanto esmero como hubiera podido dedicar a la antesala de su propia muerte.
Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer una influencia mejor?”. Así se expresa Broch en La muerte de Virgilio, hablando por boca de su personaje. Hermann Broch, que huyó primero voluntariamente de las comodidades que le ofrecían sus prósperos negocios industriales, y después forzosamente de la persecución ejercida por los nazis, estuvo obsesionado gran parte de su vida por el problema de la vinculación entre obra literaria y ética, por las relaciones entre las letras y el poder, por la verdadera y profunda funcionalidad de la escritura. Siguiendo en ello los pasos que previamente le había marcado ya Virgilio: retirado (¿saturado?) de los fastos de la Corte, cuestionándose en el momento decisivo –el de su muerte– la quema de su Eneida... no por vanidad hiperestética, sino por íntima revolución.
En 1950, cinco años después de la aparición de La muerte de Virgilio, Broch declara en una entrevista: “El escritor, al obedecer en su actividad las órdenes de su gobierno, se convierte en un hombre del aparato, abandonando así su oficio de intelectual”. Lo que traduce al lenguaje de nuestros días la inquietud de Virgilio agonizante ante la interpretación moral que había de darse a su obra magna. Lo que demuestra la vigencia de la filosofía escrituraria del latino en este siglo en que hasta la literatura tiene precio…
Hermann Broch murió en 1951, después de sesenta y cuatro años de acusada actividad literaria, política y amorosa. La misma que le llevó a abandonar su cómodo estado burgués en pos de la escritura, la que le colocó en los límites de la sentimentalidad en cada afecto, la que le obligó a pronunciarse en contra del rearme atómico y a plantear sus exigencias ante las Naciones Unidas en el difícil marco de la “guerra fría”. Lejos de Brindisi, en el pequeño cementerio de Killingworth, una urna cineraria contiene los restos del escritor vienés. Una lápida grabada da testimonio de su identidad material y espiritual: “Hermann Broch. Poeta y filósofo”. Como Virgilio. Lejos, tan lejos de Brindisi en el espacio y en el tiempo, Broch supo distinguir a su remoto hermano en la ética y el arte.

Amor, odio y sinrazón, 15.08.07

Hace exactamente dos siglos y medio se crearon dos vidas para el arte que, aun participando de elementos comunes, con el tiempo han corrido suertes bien distintas. En 1757 nació en Possagno el escultor neoclásico par excellence, Antonio Canova, y también en 1757 nació a la luz el enorme –y peculiar– escritor Samuel Johnson, en los pinceles del principal retratista de la llamada “Gran Manera Inglesa”, Joshua Reynolds.
A día de hoy, puede afirmarse que no hay nadie que no conozca las estilizadas y bellísimas esculturas de Canova, de elegante disposición e inmaculado mármol casi blanco; tal vez el conjunto de Eros y Psique (representación del amor cándido atesorada por el Louvre), las Tres Gracias (conservadas en el espectacular Museo del Hermitage) y la venusina imagen de Paulina Bonaparte (cuyo perfil es emblema inigualable de la Galería Borghese en Roma) sean tres de las más inequívocas e imprescindibles entre las grandes obras del maestro italiano. Con motivo del aniversario del artista, Possagno ha querido recuperar otra de ellas, con una singular historia a sus espaldas: la escultura del joven príncipe Henryk Lubomirski –representado con los atributos y apariencia de Amor–, príncipe por enfermizo empeño de una princesa polaca desequilibrada, cuya belleza efébica era tan del gusto del siglo en que el mancebo vivió. Al parecer, el joven Henryk llegó a convertirse en una obsesión –sin duda estética, tal vez incestuosa– para la princesa viuda, que por su rostro le adoptó, le educó, le hizo viajar y le zambulló en el ambiente del arte más refinado. Conociendo la fama de Canova –no en vano el escultor italiano llegará a retratar al mismísimo Napoleón– la princesa se empeñó en obtener un gesto inmortal de la belleza del joven que la conducía a la sinrazón –tan grave era el caso que llegó a casar al mozo con su hija mayor y así a desheredar a las restantes hermanas. Canova detestaba trabajar por encargo y accedió a la petición de la princesa por motivos crematísticos. La estatua en realidad es un collage, pues sólo la cabeza pertenece a Henryk; el cuerpo hubo de aportarlo un modelo profesional, dado que el efebo, de natural vergonzoso –suponemos–, se negó a posar desnudo. La princesa, en el colmo del trastorno, encargó varias réplicas de la cabeza de la pieza por miedo a su pérdida, y aún en los últimos días de su vida, ya inválida, se hacía llevar hasta la estatua, dispuesta en lugar de honor, donde rozaba sus pies con enfebrecida devoción.

No de un amour fou, sino de un odio irracional, ha sido víctima el célebre retrato que de Samuel Johnson –“gloria nacional” británica, probablemente con más motivo que otras- se conserva en el londinense Museo del Retrato. Un mendigo pertrechado con un martillo se ha liado a golpes con el lienzo del ingenioso lexicógrafo que Reynolds pintó en 1757, haciéndole unos cuantos desgarrones. La duda está en saber si el mendigo era o no consciente de sus actos, es decir, si era un mero vándalo ignorante o un intelectual resentido; eso por no hablar de los niveles de seguridad en ciertos museos, que prohíben el uso de móviles y cámaras fotográficas pero nada tienen que objetar a los martillos. En cualquier caso, no es de extrañar aquello que ya afirmara Johnson, de que cuanto más conocía al género humano, menos esperaba de él.
Reynolds y Canova miraron con insistencia hacia el pasado, y en particular hacia el pasado clásico, para localizar sus obras. Canova se apoyó en los cuerpos grecolatinos y en la técnica de la estatuaria helenística; Reynolds era adicto a la investigación histórica, incorporó los modelos de la Antigüedad Clásica a sus planteamientos de la “Manera Inglesa” y estudió con obsesión a Rafael hasta el extremo de quedarse sordo por una enfermedad contraída a causa del frío en las estancias Vaticanas. Reynolds no sólo quedó sordo, sino ciego también más adelante, y pareja suerte corrió Canova, que murió del mismo modo. Las obras de ambos han sido objeto de pasiones encendidas, bien ajenas a la mesura y la razón antiguas a que sus autores aspiraban.

Conrad y su mano izquierda, 08.08.07

En este año se cumple el 150 aniversario del nacimiento de Józef Teodor Konrad Korzeniowski de Nałęcz, el polaco que se nos hizo a todos más cercano por esa buscada adaptación a la lengua del Imperio, por esa “cortesía con el lector” de que habla Cabrera Infante, que le convirtió desde 1884 y para siempre en Joseph Conrad. Konrad-Conrad estaba acostumbrado a los cambios, a los tránsitos más insólitos: desde su infancia más temprana, en que vio pasar a su padre de escritor aristócrata –por supuesto arruinado– a preso en Siberia; más tarde cuando él mismo pasó de joven comme-il-faut a delirante marinero de aguas peligrosas; y más tarde aún cuando emergió desde la muerte a la vida tras un intento de suicidio, hasta que finalmente terminó por convertirse de ciudadano polaco en británico por obra de viajes y experiencias. La de su nombre constituyó, tal vez, la más sencilla y natural de sus mudanzas.
Es probable que al calor del sesquicentenario –las celebraciones de óbitos y nacimientos son un semillero para las editoriales e incluso, por qué no admitirlo, para los articulistas que nos agazapamos en las secciones de cultura– haya dado a la luz la siempre atenta –con el lector, quiero decir– editorial Funambulista esa novela que no se halla precisamente entre las más conocidas de Conrad: El Regreso (1898), narración corta que su autor completó poco después de haber terminado El negro del Narcissus, y que tal vez se recuerde más por aquella versión cinematográfica que Patrice Chéreau realizó dos años ha (Gabrielle) con Isabelle Huppert como protagonista.
i
Dejando a un lado el obvio tirón comercial que implica recuperar a un autor con la correspondiente fecha conmemorativa de por medio, creo que –como en el amor o la guerra– cualquier excusa es válida si bueno es el propósito. Y en este caso lo es, a pesar de no falte quien haya tildado El Regreso de obra menor. No obstante lo cual, y considerada con la debida atención, hay en El Regreso elementos no sólo literarios, sino también anecdóticos, que le conceden indudable interés per se y en relación con su autor.
Es sabido que Conrad se ufanó en una ocasión de haber escrito El Regreso con la mano izquierda, probablemente por lo mismo que Toscanini elogiaba su propia siniestra, que para él era la “mano natural”: El Regreso únicamente puede escribirse con la mano izquierda porque es la mano menos sujeta a lo convencional (eso sí, sin que se entere la derecha). De ello se deduce que Conrad, según la obra que le tocaba abordar, debía de tener la posibilidad de ejercer de escritor ambidiestro –capacidad que recomienda y defiende Feijoo en su Carta XXXIX– y que en ocasiones… ni lo uno ni lo otro: el enorme y palíndromo escritor británico Ford Madox Ford afirmaba que el polaco (a quien conocía bien no sólo por empinar el codo en las mismas tabernas y por prestarle el dinero que no tenía, sino también por “colaborar” con él en la escritura de la desastrosa Romance y en la más que discreta Los herederos para ayudarle a cumplir con sus contratos descuidados por causa de la gota) no había puesto un solo dedo en su novela Bajo la mirada de Occidente. Lo cierto es que en El Regreso no hay más manos que la mano izquierda de Conrad, y la opinión que ofrece Madox Ford, cuando sostiene que El Regreso narra una historia conyugal obscena “que sólo nos atrevemos a mirar a hurtadillas”, no hace sino confirmar la coherencia de Conrad y su intuición –o sabiduría– manual. Cuando la obscenidad se escribe con la diestra deja de serlo y se convierte en animal doméstico. Por fortuna, la sagaz izquierda de Conrad pone todo en su lugar.