
Es probable que la zarabanda de la quinta suite para cello de Bach sea la más hermosa de cuantas jamás se han compuesto. En esto coincide la mayoría de los buenos aficionados a la música. Su desmesurada parsimonia, junto a la presencia de la scordatura a lo largo de la suite, la convierten en una pieza excepcionalmente difícil de interpretar, majestuosa, intensa y… al mismo tiempo, misteriosa e inquietante. No es extraño que Ingmar Bergman la convirtiera en protagonista absoluta de su última película, de sus últimas palabras en el cine. La zarabanda de Bach-Bergman fue una suerte de peculiar danza macabra, fue una reflexión aterradora sobre la vida y el tiempo, fue un ajuste de cuentas con los fantasmas del pasado y los miedos del futuro, fue un testamento en toda regla que participó de lo grotesco y lo solemne, pues sólo desde ambas perspectivas es posible abordar la auténtica naturaleza de la existencia, y así mismo del viaje final: los pasos desmadejados de la muerte con el vivo ya de tránsito componen un baile tan ridículo como trascendente al que Bergman no quiso sustraerse. Esa implacable lucidez, esa mirada terrible del maestro.
Cuando vi Saraband en el cine hubo una escena que, entre todas las posibles –y en la película son muchas–, me conmovió: la figura en un contraluz brutal, árido, reseco, como un Jerónimo cincelado por Ribera, del cuerpo desnudo del anciano de más de ochenta años Erland Josephson, evidente trasunto de Ingmar Bergman, en el dintel de la puerta del dormitorio de Liv Ulmann. Son muchos los íntimos terrores que Bergman nos ha mostrado en la pantalla a lo largo de su vida creadora, pero me atrevería a decir que esa escena frágil, indefensa, del desnudo consciente de su invencible decadencia es el más personal y escalofriante alarido proferido por el sueco. Ante esa escena pensé, a pesar de que Bergman había amenazado otras muchas veces con retirarse del cine, que esa era por fuerza su última película, su monstruosa despedida intelectual y emocional. La zarabanda dispuesta para Josephson y Ulmann es en realidad un baile cortés entre Bergman y el tiempo; el tiempo que actúa como apremiante antesala de la muerte. Bach cobra entonces su más pleno y estremecedor sentido: el cello invita a la danza, y en ese horror acompasado, llora.
Con Bergman no sólo ha desaparecido un maestro: con Bergman desaparece una forma de hacer y entender el cine. Bergman ha sido el gran eje entre otros dos nombres muy grandes: Dreyer como mágico referente y Tarkovski como deslumbrante seguidor. Pero no cabe duda de que, entre la belleza ática de Dreyer y la poesía embriagadora de Tarkovski, Bergman es el más violentamente próximo, el que ha tocado temas más contemporáneos y al tiempo más eternos, el que es capaz de impactarnos sólo con ese pie que avanza sobre un cristal, con esa hora exacta de la medianoche que deja al hombre expuesto y vulnerable.
Ingmar Bergman se encuentra ahora, al fin, ante su propio tablero de ajedrez. Es más que probable que pierda su rey, pero seguro que juega su partida con pasión.