La poeta silenciosa cumple en 2006 ochenta años. Creció al abrigo de libros y valses criollos, y siempre fue menuda como el lápiz pequeño que en cada rincón la asiste. Hoy su figura no ha variado demasiado, sigue siendo tímida y discreta, pero su nombre –el nombre de Blanca Varela, la recia dama de Lima– ha adquirido enorme dimensión.
Su conocimiento en España ha sido tardío. Se insinuó hacia 1999, con la publicación en Visor de la antología Como Dios en la nada, que pasó relativamente inadvertida; será en 2001 cuando realmente se tenga conciencia de la escritura de la poeta peruana, con la aparición de su poesía reunida (en concreto, su producción entre 1949 y 2000) publicada por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores con el título Donde todo termina abre las alas. El libro fue un rarísimo acierto, desde la portada de Fernando de Szyszlo, siguiendo con un atinado y minucioso prólogo de Adolfo Castañón y terminando al fin con un epílogo que no era epílogo sino pura poesía: una serie de personalísimas anotaciones dialogadas firmadas por Antonio Gamoneda. El volumen incluía además el último libro de la poeta, inédito hasta ese momento: El falso teclado, dedicado a José Ángel Valente. Hace pocos meses, el Instituto Nacional de Cultura de Perú, en su propósito de recuperar a autores de la Generación de los 50, ha publicado en Lima una antología no muy bien resuelta de Varela con el nombre El libro de barro y otros poemas; inserto en esa antología, El falso teclado se publica en Perú por vez primera.
La obra poética de Blanca Varela se ha vinculado en ocasiones con la de la argentina Alejandra Pizarnik, uno de los grandes mitos de la poesía hispanoamericana contemporánea. Poetas ambas comprometidas en el durísimo ejercicio de la palabra desnuda –más que desnuda descarnada–, exacerbada en su más cortante exactitud; poetas ambas de una oscura perfección, casi simbólica del ancestral enigma del lenguaje femenino. Sin embargo, a mí se me antoja que Pizarnik practica una hondura y una severidad poéticas cercanas casi a lo instintivo, a lo animal, y entonces al terror (como diría Mandiargues), mientras que Varela es intelectualmente cruel, solitaria y tácita, no por ello menos contundente. Octavio Paz ha señalado esta distancia entre las dos, diciendo de Alejandra que su obra es “una amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana”, en tanto que Varela es “una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad”.
En el quehacer de Blanca Varela tendrá un influjo importante el poeta peruano Adolfo Westphalen, director de la revista Las moradas, de quien toma quizá la postura de permanente crítica intelectual de lo lingüístico. Fuera de Perú, mirará Varela hacia Lezama Lima y Paz; y en España, Valente, Gamoneda, Claudio Rodríguez incluso, serán también referentes esenciales. A la vista de esta elección estética cobra sentido pleno, por ejemplo, el exquisito recuerdo hacia Malevitch, que responde al mismo ideal de persecución de la pureza destilada y progresiva que obsesionaba al pintor ruso (sólo el blanco y el negro, sólo la cruz o el círculo): “de lo inexacto me alimento/ y toda el agua de los cielos es incapaz de lavar/ esta ínfima y rebelde herida de tiempo que soy/ (...)/ suave violencia del sueño/ palabra escrita palabra borrada/ palabra desterrada/ voz arrojada del paraíso/ catástrofe en el cielo de la página/ hinchada de silencios/ (...)/ el otro lado sigue igual/ nada que la luz no atraviese y oculte/ nada que no sea la antigua y sagrada inexactitud/ que golpea maderos bate alas/ e incendia gargantas y corazones”.
De una temprana etapa parisina, de los contactos con Cortázar y Breton, con Sartre y Beauvoir, con Giacometti y Tamayo, con Michaux y Léger, asumirá Blanca Varela una postura paradójicamente escéptica hacia el arte y la hojarasca del mercado cultural (que aún sigue detestando), y sin embargo adquirirá una fe absoluta en el valor del signo, en ese acto de legítima defensa que es la significación más esencial contra la vacuidad de un entorno pretenciosa y pretendidamente culto. El signo que contra el garabato inmortalizaría años más tarde Octavio Paz. Es en ese despojado código donde se identifica la poesía de Blanca Varela: poesía incesante en pos de un momento de silencio preñado de prístino sentido, “momento como tumba o nacimiento,/ lugar de encuentro”.
Su conocimiento en España ha sido tardío. Se insinuó hacia 1999, con la publicación en Visor de la antología Como Dios en la nada, que pasó relativamente inadvertida; será en 2001 cuando realmente se tenga conciencia de la escritura de la poeta peruana, con la aparición de su poesía reunida (en concreto, su producción entre 1949 y 2000) publicada por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores con el título Donde todo termina abre las alas. El libro fue un rarísimo acierto, desde la portada de Fernando de Szyszlo, siguiendo con un atinado y minucioso prólogo de Adolfo Castañón y terminando al fin con un epílogo que no era epílogo sino pura poesía: una serie de personalísimas anotaciones dialogadas firmadas por Antonio Gamoneda. El volumen incluía además el último libro de la poeta, inédito hasta ese momento: El falso teclado, dedicado a José Ángel Valente. Hace pocos meses, el Instituto Nacional de Cultura de Perú, en su propósito de recuperar a autores de la Generación de los 50, ha publicado en Lima una antología no muy bien resuelta de Varela con el nombre El libro de barro y otros poemas; inserto en esa antología, El falso teclado se publica en Perú por vez primera.
La obra poética de Blanca Varela se ha vinculado en ocasiones con la de la argentina Alejandra Pizarnik, uno de los grandes mitos de la poesía hispanoamericana contemporánea. Poetas ambas comprometidas en el durísimo ejercicio de la palabra desnuda –más que desnuda descarnada–, exacerbada en su más cortante exactitud; poetas ambas de una oscura perfección, casi simbólica del ancestral enigma del lenguaje femenino. Sin embargo, a mí se me antoja que Pizarnik practica una hondura y una severidad poéticas cercanas casi a lo instintivo, a lo animal, y entonces al terror (como diría Mandiargues), mientras que Varela es intelectualmente cruel, solitaria y tácita, no por ello menos contundente. Octavio Paz ha señalado esta distancia entre las dos, diciendo de Alejandra que su obra es “una amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana”, en tanto que Varela es “una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad”.
En el quehacer de Blanca Varela tendrá un influjo importante el poeta peruano Adolfo Westphalen, director de la revista Las moradas, de quien toma quizá la postura de permanente crítica intelectual de lo lingüístico. Fuera de Perú, mirará Varela hacia Lezama Lima y Paz; y en España, Valente, Gamoneda, Claudio Rodríguez incluso, serán también referentes esenciales. A la vista de esta elección estética cobra sentido pleno, por ejemplo, el exquisito recuerdo hacia Malevitch, que responde al mismo ideal de persecución de la pureza destilada y progresiva que obsesionaba al pintor ruso (sólo el blanco y el negro, sólo la cruz o el círculo): “de lo inexacto me alimento/ y toda el agua de los cielos es incapaz de lavar/ esta ínfima y rebelde herida de tiempo que soy/ (...)/ suave violencia del sueño/ palabra escrita palabra borrada/ palabra desterrada/ voz arrojada del paraíso/ catástrofe en el cielo de la página/ hinchada de silencios/ (...)/ el otro lado sigue igual/ nada que la luz no atraviese y oculte/ nada que no sea la antigua y sagrada inexactitud/ que golpea maderos bate alas/ e incendia gargantas y corazones”.
De una temprana etapa parisina, de los contactos con Cortázar y Breton, con Sartre y Beauvoir, con Giacometti y Tamayo, con Michaux y Léger, asumirá Blanca Varela una postura paradójicamente escéptica hacia el arte y la hojarasca del mercado cultural (que aún sigue detestando), y sin embargo adquirirá una fe absoluta en el valor del signo, en ese acto de legítima defensa que es la significación más esencial contra la vacuidad de un entorno pretenciosa y pretendidamente culto. El signo que contra el garabato inmortalizaría años más tarde Octavio Paz. Es en ese despojado código donde se identifica la poesía de Blanca Varela: poesía incesante en pos de un momento de silencio preñado de prístino sentido, “momento como tumba o nacimiento,/ lugar de encuentro”.
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