El término “cultura” es tan sinuoso y sugerente como pueda serlo la muda de una serpiente; y el símil no es casual ni retórico. Pienso en su transparencia, en sus formas, en la perversidad de su contenido precedente y luego en su vacío. Una imagen, sin duda, que podría dar que pensar a más de uno. Hay imágenes, sin embargo, mucho más elocuentes que ésta; y que sin duda insuflan un concepto de cultura tan turbador, desconcertante, como la piel de la más exótica serpiente. Imágenes que entrañan mucho más que mil palabras.
Podríamos detenernos en el curioso –y significativo– proceso de mutación que implica la transformación en objeto artístico de imágenes que en principio no lo son. Nadie podría dudar que uno de los ejemplos más llamativos ha sido, en los últimos días, el tratamiento de la muerte de Abu Musab al-Zarqawi. Creo recordar que fue Plinio quien dijo que cuando moría un hombre, moría una cara que no se repetirá. Nada más cierto, máxime en este caso. El rostro difunto irrepetible de al-Zarqawi ha dado la vuelta al mundo –como era de esperar– pero lo más insólito ha sido la forma en que lo ha hecho. Convenientemente enmarcado, con su paspartú y todo, Abu Musab al-Zarqawi se ha hecho merecedor de un hueco no ya en las páginas correspondientes de Internacional, sino en las de Cultura y, si me apuran, en las de algún manual de Historia del Arte Contemporáneo. No sabría precisar muy bien si la conversión del rostro de al-Zarqawi en objeto de arte es anterior o posterior a su enmarcación. Es probable que algún marchante destacado de los Estados Unidos de La Cosa haya reparado en la excepcional textura de la piel amortajada del colega de Bin Laden, en su semiológica expresión –si Michel Foucault viviera, se le pondrían los dientes largos con el particular. Tal vez incluso algún galerista cool haya pensado en la posibilidad de montar alguna exposición con ésta y otras muestras similares –verbigracia, las cabezas de los tres recientes y desconsiderados suicidas de Guantánamo; al fin y al cabo la propuesta no sería excesivamente novedosa, pues algo parecido pergeñó ya hace algunos años el “artista” británico Damien Hirsch, fotografiándose junto a la cabeza cercenada de un cadáver. De momento, mientras estas ideas crecen, prosperan y se multiplican –como los panes y los peces– se ha optado por la versión rápida, que es la moldurita apañada. El soldadete americano que orgulloso ha mostrado al orbe la foto ampliada y debidamente orlada del finado –por otra parte execrable terrorista– me ha recordado a aquel personaje que aparecía en el primer artículo de, ¡qué casualidad!, aquella obrita deliciosa de Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes; me refiero al “hombre morbosamente virtuoso” (sic) que presenta sus conclusiones sobre la materia –esmeradas y casi enmarcadas– ante una Sociedad de Expertos en el Asesinato…
Pero no todo el arte es tan refinadamente trascendental. O sí, según se mire. Porque también la reelaboración de la más recia tradición de la Historia del Arte Universal tiene su miga. Pura reconstrucción derridiana, quién lo duda. No otra cosa es el remake del fresco de Leonardo, La Última Cena, convertido hoy en La última cena de Sven por obra y gracia de la televisión británica para promoción del mundial de fútbol. Noble motivo para fazaña semejante. En esta nueva obra maestra del arte de todos los tiempos –muestra impagable del renacimiento cultural y creativo en que nos hallamos inmersos– Jesucristo es Beckham (tal vez por su relación con Magdalena Adams), San Juan tiene el careto del entrenador Sven-Goran Eriksson y el resto de convidados al festín son los apostólicos compañeros de selección del inglesito de oro (no sabemos muy bien a quién le ha tocado hacer de Judas). Increíble pero cierto.
Del avanzado estado de la intelección humana en la actualidad cabe esperar el advenimiento de nuevas producciones artísticas –elocuentes más que mil palabras– que redundarán en el avance de la raza bípeda hacia nuevos territorios. Hacia cuáles en concreto, ya es otra cuestión. Seguiremos informando.
Podríamos detenernos en el curioso –y significativo– proceso de mutación que implica la transformación en objeto artístico de imágenes que en principio no lo son. Nadie podría dudar que uno de los ejemplos más llamativos ha sido, en los últimos días, el tratamiento de la muerte de Abu Musab al-Zarqawi. Creo recordar que fue Plinio quien dijo que cuando moría un hombre, moría una cara que no se repetirá. Nada más cierto, máxime en este caso. El rostro difunto irrepetible de al-Zarqawi ha dado la vuelta al mundo –como era de esperar– pero lo más insólito ha sido la forma en que lo ha hecho. Convenientemente enmarcado, con su paspartú y todo, Abu Musab al-Zarqawi se ha hecho merecedor de un hueco no ya en las páginas correspondientes de Internacional, sino en las de Cultura y, si me apuran, en las de algún manual de Historia del Arte Contemporáneo. No sabría precisar muy bien si la conversión del rostro de al-Zarqawi en objeto de arte es anterior o posterior a su enmarcación. Es probable que algún marchante destacado de los Estados Unidos de La Cosa haya reparado en la excepcional textura de la piel amortajada del colega de Bin Laden, en su semiológica expresión –si Michel Foucault viviera, se le pondrían los dientes largos con el particular. Tal vez incluso algún galerista cool haya pensado en la posibilidad de montar alguna exposición con ésta y otras muestras similares –verbigracia, las cabezas de los tres recientes y desconsiderados suicidas de Guantánamo; al fin y al cabo la propuesta no sería excesivamente novedosa, pues algo parecido pergeñó ya hace algunos años el “artista” británico Damien Hirsch, fotografiándose junto a la cabeza cercenada de un cadáver. De momento, mientras estas ideas crecen, prosperan y se multiplican –como los panes y los peces– se ha optado por la versión rápida, que es la moldurita apañada. El soldadete americano que orgulloso ha mostrado al orbe la foto ampliada y debidamente orlada del finado –por otra parte execrable terrorista– me ha recordado a aquel personaje que aparecía en el primer artículo de, ¡qué casualidad!, aquella obrita deliciosa de Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes; me refiero al “hombre morbosamente virtuoso” (sic) que presenta sus conclusiones sobre la materia –esmeradas y casi enmarcadas– ante una Sociedad de Expertos en el Asesinato…
Pero no todo el arte es tan refinadamente trascendental. O sí, según se mire. Porque también la reelaboración de la más recia tradición de la Historia del Arte Universal tiene su miga. Pura reconstrucción derridiana, quién lo duda. No otra cosa es el remake del fresco de Leonardo, La Última Cena, convertido hoy en La última cena de Sven por obra y gracia de la televisión británica para promoción del mundial de fútbol. Noble motivo para fazaña semejante. En esta nueva obra maestra del arte de todos los tiempos –muestra impagable del renacimiento cultural y creativo en que nos hallamos inmersos– Jesucristo es Beckham (tal vez por su relación con Magdalena Adams), San Juan tiene el careto del entrenador Sven-Goran Eriksson y el resto de convidados al festín son los apostólicos compañeros de selección del inglesito de oro (no sabemos muy bien a quién le ha tocado hacer de Judas). Increíble pero cierto.
Del avanzado estado de la intelección humana en la actualidad cabe esperar el advenimiento de nuevas producciones artísticas –elocuentes más que mil palabras– que redundarán en el avance de la raza bípeda hacia nuevos territorios. Hacia cuáles en concreto, ya es otra cuestión. Seguiremos informando.
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