Los nuevos académicos, 05.07.06

Acaba de integrarse en la Real Academia Española de la Lengua y ha sido elegido para ocupar, en concreto, el sillón R, que había dejado vacante el gran filólogo Fernando Lázaro Carreter, bien conocido no sólo por su labor profesoral, sino también por sus agudos comentarios semanales sobre el deterioro y malos usos de nuestro idioma, recopilados en El dardo en la palabra. No es poca la responsabilidad ni la importancia de la herencia recibida por el flamante académico. Javier Marías, uno de nuestros pocos novelistas verdaderamente interesantes en el actual panorama de las letras españolas –panorama tan de capa caída a pesar de los esfuerzos del marketing, o quizá precisamente a causa de ellos–, en llegando se ha mostrado contundente y pesimista como sólo el profesor Lázaro lo hubiera hecho. “Veo un mal futuro para el español”, ha dicho. Y razón no le falta. Menos complaciente, quizá, que algunos de sus colegas de la Academia –en particular, Víctor García de la Concha ha manifestado hace no mucho su tranquilidad respecto a las iletradas sendas por las que transita el español/castellano contemporáneo–, Marías ha puesto sin dudarlo el dedo en la llaga de algunos de los males que aquejan a nuestra lengua: la depauperación del léxico, el desembarco de barbarismos de oscura procedencia, el nefasto influjo de los nacionalismos lingüísticos en determinados lugares de nuestra península, la injerencia de los políticos en asuntos que debieran ser de estricta competencia filológica mediante la imposición de expresiones políticamente correctas –tan correctas en lo político como incorrectas en lo lingüístico– del tipo “ciudadanos y ciudadanas”, la vacuidad y pomposidad en el discurso de ciertos personajes públicos que se malentiende como sinónimo de éxito social. “Esto es una plaga insoportable, me pone de los nervios”, dice literalmente Javier Marías en entrevista concedida al periódico El País. Y añade que quienes así hablan son personas a las que es mejor no tratar, porque no son de fiar, porque se les ve el “plumero” de la hipocresía. Radical el hombre, pensarán algunos. Por eso le habrán asignado el sillón R…
Pero todo es susceptible de empeorar. La plaga que denuncia el novelista se ha extendido por diferentes ámbitos, en los que proliferan los nuevos aspirantes a académicos, y además a académicos activos, de una Academia Paralela. Es el caso de algunas asociaciones de gitanos, judíos, homosexuales y mujeres, y también de algún partido político –específicamente, el Bloque Nacionalista Gallego–, que la han emprendido con el Diccionario de la Real Academia, con decidida intención de revolverlo de arriba abajo. Todos ellos, indiscutibles maestros del idioma, filólogos en potencia y déspotas en acto, exigen que se eliminen acepciones o que se pongan a pie de página notas políticamente correctas como “este es un uso sexista”. Si es necesario, se llega a afirmar –como ha hecho el BNG– que Costa Rica o El Salvador son países “intrascendentes” (¡!) porque el uso que en ellos se hace del vocablo ‘gallego’ no es –supuestamente- del agrado del pueblo idem. Increíble pero cierto.
Sin poner en duda que exista alguna acepción discutible en el Diccionario de la Real Academia, causa auténtico pavor pensar en un diccionario confeccionado a la medida de las expectativas de ciertos colectivos: un diccionario empobrecido, encorsetado y amordazado, ajeno a los usos reales, por las pretensiones de unos pocos. Lo que, por otra parte, es una completa utopía, pues no hay que echarle mucha imaginación para pensar que a los mencionados grupos pronto se añadirían –por ejemplo– los actores, los policías, las amas de casa, los catalanes, las canguros, los farmacéuticos, los deportistas, los funcionarios, los profesores, los periodistas, los sacerdotes y hasta los ladrones –que también tienen su corazoncito y el diccionario no les trata demasiado bien–, con las correspondientes modificaciones impuestas por cada cual. El DRAE se convertiría entonces en un Diccionario de Babel, y el español en una lengua muerta, asesinada por y “en el marco” de la multidisciplinariedad –otra de las palabras aborrecidas por Marías–, la sostenibilidad o la transversalidad. Corren malos tiempos para el español, en efecto. Y no parece que la Academia Paralela, con sus nuevos académicos profetas, vaya a sacarnos de esta ciénaga.

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