Coincidencias y Glenn Gould, 06.09.06

Hace no muchos días terminaba de leerme una novela de Thomas Bernhard, El Malogrado, que al margen de su argumento específico, desarrolla la esencia del genio y el brillo y el horror que a su lado se generan, para lo cual Bernhard apela paradigmáticamente a la carismática figura del pianista Glenn Gould. La obra del controvertido escritor austriaco –que en sus líneas maestras guarda cierto parentesco con la también espléndida La Pianista de otra igualmente polémica austriaca, Elfriede Jelinek– acaba de ser recuperada por Alfaguara con propósito tan loable como espeluznante portada. Una semana después de esta lectura le hice una visita a mi librero, que me proporciona al fin un volumen esquivo que tenía pedido hace algún tiempo, un ensayito de Don DeLillo llamado Contrapunto; según lo abro me doy cuenta de que DeLillo estructura su texto en torno a Thelonius Monk, Thomas Bernhard y Glenn Gould. Curioso. Pero no termina aquí la historia. Hace tres días me llama un amigo cinéfilo y además melómano –rara especie– emocionado porque ha logrado hacerse con una copia de Sinfonía en Soledad, película de François Girard, más conocido como director de la irregular El Violín Rojo. La película, no obstante, cuyo título original (no se pierdan la extraordinaria imaginación de nuestros hispánicos traductores) es Thirty-two short films about Glenn Gould (en obvio homenaje a la estructura de las Variaciones Goldberg que Gould bordó en su mítica segunda grabación), no es en realidad nada del otro jueves, y cojea bastante a la hora de retratar la peculiar personalidad de pianista canadiense. Todas estas coincidencias me predisponen hoy a hablar, casi inexorablemente, de Glenn Gould. Gould –nacido Gold en realidad– murió con 50 años, a pesar de sus miedos obsesivos; con ello me refiero a que en su muerte no tuvo arte ni parte el número 13. Este temor atávico le vino heredado de Schoenberg que sentía pavor cada vez que cumplía años que eran múltiplos del más célebre número primo. Al buen Arnold le pilló la Parca por sorpresa cuando, temeroso de morir a los 78 (13x6), no se percató de que tenía 76 años (7+6=13). Gould, en cambio, sintió ese terror a los 49 –el asunto está documentado–, pero es obvio que sus virtudes pianísticas eran más agudas que las visionarias. DeLillo nos cuenta que a Thomas Bernhard, siendo niño, le gustaba hacerse el muerto. A Glenn Gould le ocurrió algo parecido cuando decidió, con sólo 22 años, morirse para el público y tocar el piano únicamente en los estudios de grabación –carácter justamente opuesto al de otro monstruo, Sviatoslav Richter, que detestaba la música en estudio y recorrió los escenarios de medio mundo como un caracol maravilloso, con su piano a cuestas. El hecho de semejar la muerte o de ocultarse, es señalado por Agamben –también por Foucault– como uno de los posibles distintivos del genio, que es como “un niño que tiembla en su escondite”. Glenn Gould aborrecía el contacto con la gente, odiaba comer en público, hacer sociedad pero, por el contrario, adoraba a los animales (en su casa había tortugas, peces, perros, conejos, incluso una mofeta) y era la pesadilla de los pescadores del lago Simcoe, a los que no permitía con sus gritos capturar una sola pieza. A casi 25 años de su muerte, Gould todavía sigue teniendo admiradores –muchísimos– y detractores –pocos, y casi todos ingleses– de su obra. Sus rarezas concertísticas –imposible olvidarse de su imagen al piano con las piernas cruzadas o con la cabeza prácticamente al nivel del teclado, en la peculiar silla que jamás abandonaba–, su obstinación en tararear mientras grababa –para desesperación de los técnicos–, su odio manifiesto a Mozart, su nervioso virtuosismo que exaspera a algunos críticos, su personalísima lectura de Bach… son síntomas de su grandeza y singularidad. Y también, según algunos, del Síndrome de Asperger, padecido por otros genios como Einstein o Newton. En 1977, la versión de Gould del primer preludio del Clave Bien Temperado se incluyó entre los sonidos de la Tierra que albergaba el Voyager en su expedición. Eternamente envuelto en su abrigo y su bufanda, y al pie de su Steinway, Glenn Gould tal vez haya encontrado su lugar en las estrellas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante artículo; me parece que me va a gustar tu blog. Está bastantes peldaños por encima de casi todo lo que leo navegando por la blogsfera.

Anónimo dijo...

Muchas gracias. Bienvenido a este espacio, que ya es un poco tuyo.