Las máscaras del arte, 20.09.06

Igual que uno no termina de entender por qué si en el artículo 14 de la Constitución se declara la igualdad de los españoles ante la ley y luego unos pocos gozan de la prebenda de saltarse la estipulación a la torera, en virtud de inviolabilidades e inmunidades inadmisibles, más propias del Antiguo Régimen o de repúblicas bananeras que de un Estado Social de Derecho, tampoco acaba de entenderse por qué se acepta que el arte pueda manipularse en circunstancias específicas, siendo empleado como máscara indecente para atenuar las tropelías de algunos.
A las mientes me viene el caso más reciente, que es el del célebre Farruquito. Del arte del bailaor –que yo no pongo en duda, Dios me libre– hay quien espera que le conmuten la pena de tres años de prisión por una multa y unas palmaditas en el hombro. Porque, quién se atreve a discutirlo, el arte de Farruquito es lo más grande que se ha visto en el flamenco en, por lo menos, el último siglo. Farruquito, estrella rutilante en España y allende los mares, no debe en verdad ir a la cárcel por haber conducido sin carné a una velocidad desmesurada, haber atropellado a una persona y haberla abandonado en la calzada hasta morir, y haberle endosado posteriormente los hechos a su hermano, menor de edad y a la sazón irresponsable penalmente. El deslumbrante zapateado de Farruquito bien merece que se olviden estos intrascendentes sucesos, que además es probable que no se vuelvan a repetir –ya sería mala suerte. Como muestra, sólo hay que ver que el bailaor no para de “girar” por el extranjero, máxime –pura casualidad– desde que el muerto de Málaga tuvo la desconsideración de cruzarse en el camino del divino. Y es que, privados del genio artístico de Farruquito, estaríamos como a oscuras. Imaginen un apagón perpetuo: pues eso mismo. Por ello se impone buscar medidas de conciliación entre el homicidio y el arte: que el bailaor ingrese en prisión y pueda al tiempo dedicarse a un “palo” distinto. Seguro que el Rock de la Cárcel le cae que ni pintado.
Otro que viste y calza es el poeta Ted Hughes, que aunque ya se encuentra criando malvas desde hace siete años no deja de darnos sorpresas. Sobradamente conocido es su azaroso matrimonio con la poeta estadounidense Sylvia Plath, relación que acabó en un suicidio muy normal: Sylvia metió la cabeza en el horno de su familiar y entrañable cocina de gas. Como albacea de un legado literario un tanto siniestro, y no contento con haber sido el probable inductor del suicidio de su esposa, Hughes se dedicó a escamotear varios de los cuadernos de notas de la Plath en cuyo contenido, tal vez, no se veía favorecido; aunque no renunció a beneficiarse crematísticamente de las superventas de los versitos de Sylvia que sí entregó para la imprenta. Lo que tal vez no muchos sepan es que Hughes se amancebó con una mujer, la hermosa Assia Wevill –poeta y publicista–, dos años antes de que Sylvia acabara con su vida. Wevill terminó sus días en idénticas circunstancias que su predecesora en el cargo, suicidándose junto a su hija en la cocina en que Hughes la obligaba a inventar una receta nueva por semana. El pobre Hughes tenía la negra: todas se le gaseaban. Estas y otras lindezas –entre ellas, las diversas tiranías con que Hughes torturaba la vida cotidiana de Assia Wevill– acaban de ver la luz en un libro que acaba de publicarse en la editorial Robson. La fama literaria de Hughes ha ido creciendo con los años, al calor de su oscura biografía. Es probable que las revelaciones acerca del caso Wevill disparen las ventas de Cuervo, ese gran libro de ese gran poeta que es Ted Hughes. Porque, como se dice en estos casos, “hay que diferenciar la persona y la obra”. Naturalmente. Se puede ser un personaje deleznable como Hughes –o T.S.Eliot o muchos otros–, pero el arte te redime. Noble cometido para el arte, a falta de uno mejor en estos tiempos en que el latín se ignora. Con lo bien que les marchaba a los romanos aquello de la damnatio memoriae
Ahora ya sólo resta que los chamanes de la cosa nos expliquen por qué la pomada del arte sirve para unos y para otros no. Que se lo pregunten si no a Grass. Y ya de paso, otra cuestión. ¿Sirve la misma pomada para los escritores apócrifos? Pienso en un valioso ejemplar: Lucía Echevarría. Toda ella rimas y leyendas.

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