La trampa del escándalo, 13.09.06

Ambos han sido protagonistas de polémicas en los últimos días y ambos han sido acusados de favorecerlas para estimular el éxito de sus obras en ciernes. Pero cuán distintos los perfiles. Me refiero a Günter Grass y a José Rubianes, que han puesto el corral de la cultura en pura ebullición en estas semanas. Y dirán ustedes, ¿qué tienen que ver estos dos, así juntitos? Desde luego, nada, salvo que comparten el escándalo y las páginas de cultura de un diario de tirada nacional en este mismo domingo.
Como es sabido, ‘skándalon’ significa en griego clásico ‘el resorte de una trampa’. La persona escandalosa es aquella capaz de activar el mecanismo de una trampa –en la que han de caer otros, se entiende. Lo que ocurre es que al final, sabidurías de la lengua, ‘escándalo’ acabó por designar la trampa misma. Las razones son obvias.
Del caso Grass, ya analizado en estas mismas páginas, sólo añadiré que de la entrevista que le realiza El País –cuya lectura recomiendo vivamente- se desprende que el Nobel no necesita recurrir a los resortes de una trampa deleznable para vender libros. Su solvencia intelectual, la coherencia de su discurso y su propia historia personal –compleja y paradigmática acerca de las perversas encrucijadas de la existencia– constituyen la prueba más fehaciente, la respuesta más contundente, contra aquellos que insisten en que el escritor no puede tener dudas, no tiene derecho al cambio, a la reflexión, al silencio y al control sobre su vida, sino que lo suyo ha de ser, por el capricho de unos cuantos, el panel publicitario y la caja registradora. En la entrevista en cuestión, Grass relata la vergüenza que experimentó al conocer los crímenes de las Waffen-SS, pero también el horror al saber de las violaciones sufridas por su propia madre tras la entrada de las tropas soviéticas en Danzig: otro aspecto mantenido también hasta ahora en secreto. Tal vez los detractores del autor alemán –ahora sería polaco– vean en este nuevo hecho desvelado más carnaza en que cebarse; o quizá tengan decencia y no se atrevan.
Caso muy distinto es el del “Demóstenes” José Rubianes, que bien está explotando su escándalo particular en beneficio de una obrita que, de no ser por esta fastuosa campaña gratuita, hubiera pasado sin pena ni gloria; la prueba está en que, después del affaire, la contratación de la cosa se ha producido en ciudades en que no estaba prevista su exhibición, o se ha prolongado allí donde lo estaba. A ver si, con un poco de mala suerte, el mecanismo de la trampa va a fallarle y le pilla los dedos al Pepe o, incluso, esa otra parte que a él sobremanera le encanta nombrar…
En estos días se ha hablado mucho, a raíz del tema Rubianes, acerca de la libertad de expresión, de las presiones políticas, que si los teatros públicos o privados, que si las programaciones subvencionadas con impuestos pagados por esos ciudadanos que a estas horas tienen los mismísimos “colgados del campanario” –según feliz expresión del interfecto. Y sin embargo todo ello, con independencia de que nos pongamos de un lado o del otro, se me antoja que no es la materia esencial. De modo que no voy a incidir en las opiniones que se han vertido repetidamente en todos los periódicos de nuestro país a favor o en contra del “makinavajero” en cuestión.

Lo que a mí me parece realmente grave en todo este asunto –algo en lo que creo que nadie ha reparado– es en la absoluta zafiedad del personaje; una zafiedad que le acompaña doquiera que está, en el escenario y fuera de él, y que no resultaría de nuestra particular incumbencia si no fuese porque representa esa inmundicia que, por desgracia, está haciendo presa en un sector –el cultural– que en España se encuentra al borde del suicidio. Cada vez predomina más el espectáculo vulgar, la broma burda, el lenguaje soez, la ausencia de elegancia, lo mismo en la televisión, que en el cine, que en el teatro, que en la literatura. Así que, por ponernos en los extremos de lo cutre: entre los letales ronquidos que generaba el pastoso Muñoz Seca o los exabruptos de cloaca de Rubianes… pues no sé con cuál quedarme: tristísimo dilema; aunque, al menos, el primero no insultaba a nadie en público. Entre tanto, la cultura española contemporánea tirita estupefacta al fondo del Callejón del Gato.

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