El desembarco de Klimt, 11.10.06

Parece que la obra de Gustav Klimt en España está pasando por un momento tan dorado como los fondos de sus cuadros más celebrados –los plenamente Jugendstil. Cuando todavía guardamos en el recuerdo la espléndida y bella exposición que de sus dibujos de mujeres realizó en Madrid la Fundación Mapfre durante el mes de junio, la Fundación Juan March contraataca con otra gran exposición, que en este caso lleva por paradójico título “La destrucción creadora”, y que prolongará la permanencia de Klimt en España por espacio de algo más de tres meses.
La nueva muestra madrileña aborda la personalidad artística del pintor austriaco desde una perspectiva singular, que es la de la reconstrucción personal (creativo-personal, más bien) a partir de la destrucción social. Un proceso que no resulta demasiado extraño a ningún creador que lo haya sido verdaderamente –el arte auténtico pocas veces descuella ajeno a los conflictos con su entorno–, pero que en el caso de Klimt parece específicamente notorio. De este modo, la exposición de la Juan March se apoya asombrosa y esencialmente en dos hitos tan significativos como intangibles de la producción de Gustav Klimt: por una parte, los bocetos para los murales de las facultades vienesas de Medicina, Filosofía y Jurisprudencia –detonantes inmediatos, por su patente sensualidad y heterodoxia, del rechazo social, del ostracismo que Klimt comenzó a padecer a comienzos del siglo XX– y por otra el conocido y también controvertido friso de Beethoven que se encuentra en el Edificio de la Secesión (artística, especifiquemos) de Viena. Si lo significativo de las obras mencionadas es evidente, no lo es menos, como hemos dicho, su intangibilidad, dado que en el primer caso se trata de obras destruidas durante la Segunda Guerra Mundial –lo que se expone en la Fundación March es en realidad una enorme reproducción en cajas de luz a partir de bocetos e ilustraciones de la época–, mientras que en el segundo, el carácter mural del Friso impide lógicamente la exposición de los originales, con lo que en Madrid no nos encontramos más que ante una copia. El asombro, pues, se instala entre nosotros cuando pensamos una exposición cuyos ejes principales –o mejor, las piezas que los sustentan– son de alguna manera “ficticios”, con lo que la aproximación correcta a la muestra pasa tanto o más por un acto intelectual que por una percepción estrictamente artística –por otra parte no excluida, pues son varios los óleos de Klimt que se exponen, aunque no los más “espectaculares”, y también algunos otros de artistas coetáneos. Una apuesta tan osada como interesante.
Y sin embargo, tal vez no haya nada mejor para entender la destrucción y reconstrucción de Klimt que pasear, aún hoy, por Viena, por la imponente y soberbia Ringtrasse, con su altanero espíritu aún intacto. Hace muy pocos días crucé la plaza Michaelerplatz, a pocos pasos del Palacio Imperial de Hofburg y de la mítica Heldenplatz, y me senté en el Café de Grienteidsl. Mientras me tomaba un Maria Theresia pensaba que en aquel mismo lugar, en aquel mismo asiento tapizado en rojo, se habían sentado Hoffmannsthal o Schnitzler, hablando de la decadencia de Viena, de la extinción de un mundo que boqueaba de asfixia, que no encontraba relación entre sus palabras y sus hechos. El edificio del chaflán contiguo había sido diseñado, en aquellos glamurosos tiempos de la Viena fin de siècle, por Adolf Loos –quien también en su momento cayó en la ceguera de excomulgar y tildar de pronográfico a Gustav Klimt en su artículo “Ornamento y delito”–, un edificio que por su desnuda austeridad horrorizó al Emperador. Grotescamente, el edificio de Loos es hoy un banco y los cuadros de Klimt alcanzan precios astronómicos en las subastas de arte (el último retrato, 107 millones de euros, por encima incluso de las obras de Picasso). Ironías implacables del tiempo.
La dolorosa descomposición de un universo aparentemente intachable y estático, incluso en su vertiente artística, fue acogida con desigual percepción por los distintos intelectuales vieneses. Stefan Zweig reflejó este proceso con crudeza en sus memorias, aún muchos años después: “Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. ¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años! Una época de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Para los expresionistas y –si se me permite llamarlos así– los excesivistas, a mis treinta y seis años yo ya formaba parte de la generación de los mayores, porque me negaba a adaptarme a ellos de modo simiesco”.
En ese clima de transición fundamental en Europa, de caída para volver a renacer –el mundo entero lo experimentaría treinta años más tarde–, Gustav Klimt comenzó por dar el campanazo con sus murales para acabar por retirarse con su gato negro y sus impúdicas modelos femeninas –un tanto felinas, también– a una tierra alejada de las estancadas convenciones burguesas, tan encorsetadas como interiormente putrefactas. En esa despedida social se consolida el artista único e irrepetible. El resto de la historia nos es hoy sobradamente conocido.

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