Devoluciones, 22.11.06

Estamos en tiempo de devoluciones. En los últimos meses están proliferando las peticiones de particulares que solicitan el reintegro de obras de arte pertenecientes a sus antepasados: recientemente hemos sabido de una subasta de un Picasso paralizada por las pretensiones de apropiación de un heredero de una familia judía que había vendido el cuadro para marcharse de Alemania; pero también continúa abierto el litigio alrededor del Pisarro que, actualmente en poder del Museo Thyssen-Bornemisza, está reclamado por un norteamericano de 85 años que aduce que el cuadro perteneció en algún momento a sus abuelos. Tales peticiones provienen esencialmente del amparo que proporciona en varios países una legislación específica sobre familias judías afectadas por el expolio nazi; legislación que parecería más que razonable si no se echaran en falta legislaciones similares para otros colectivos y otros expolios que en el mundo son y han sido. Sin embargo, no deja de ser curioso no sólo el sectarismo, sino incluso la ética un tanto dudosa que conlleva la recuperación de la obra de arte expoliada: y es que, con independencia de que la “añorada” obra quiera sustraerse, en muchas ocasiones a un museo, sólo para convertirla en dólares contantes y sonantes –la legitimidad y la generosidad no siempre caminan de la mano–, se ha propiciado en torno al asunto un negocio ciertamente millonario; éste es el de los implacables “cazadores” particulares de obras de arte –con razón temidos por instituciones y privados– que pueden cobrarse hasta un 50% del valor de la pieza restituida y resolverse holgadamente la existencia… “por amor al arte”.
Para otros, la reclamación no es tan sencilla, y ni siquiera les queda el recurso al sabueso de pago. Ya hemos perdido la cuenta de la cantidad de años que el estado griego lleva requiriendo a los británicos la devolución de los megapedazos de la Acrópolis –esencialmente del Partenón– que el embajador Lord Elgin “pirateó” –perdón, volo dicere, compró– con aquiescencia de los otomanos. Incluso Bill Clinton intentó interceder en su momento a favor de los helénicos, pero los británicos se pusieron espirituosos –como gaseosas, o sea– con el americano, y los frisos del Partenón siguieron en el British. Algunos ciudadanos a nivel particular –Birgit Wiger, procedente de Suecia– y alguna institución –como la Universidad de Heidelberg– han reintegrado a los griegos piezas de la Acrópolis que hasta ese momento eran de su propiedad, con el fin de dar ejemplo. Pero parece que antes prenderían fuego a Londres los ingleses que reintegrar a Grecia sus tesoros arqueológicos… ¡a pesar de que sí están dispuestos a devolver las obras identificadas como expoliadas por los nazis! ¿Dos raseros diferentes? ¿O es que las comparaciones son odiosas? La Merkouri, muy diplomática ella, ya insistió en su momento –aunque de poco le valió la diplomacia– en que no debía acusarse de expolio o robo a los británicos, sino sólo solicitarles amistosamente la devolución de los mármoles. Hasta hoy. También es cierto que, si el British restituyera a Grecia el mal llamado Friso Elgin, los siguientes en ponerse a la cola serían los egipcios, que de buen grado se llevarían medio museo (incluyendo una gran parte de los sótanos, atestados de tesoros escondidos a los ojos del público).
¿Y en España? Mientras a alguna comunidad autónoma se le restituyen sus papeles en virtud de la “justicia histórica”, Guernika se ha quedado por los restos sin su escena más universal y una Dama llora lágrimas por Ílici mientras a la fuerza baila el chotis en Madrid. Razones hay, seguro. Para lo uno, para lo otro y también para todo lo contrario. Peligrosas arbitrariedades del noble concepto de devolución.

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