Economía y… ¿Cultura?, 15.11.06

Llevan ya unos pocos años merodeando en torno al queso, y parece que al fin se han decidido a hincarle el diente. Los políticos y los economistas –no sé por qué me viene a la cabeza aquello de Las amistades peligrosas– se han puesto a reflexionar muy seriamente y han dictaminado que la Cultura, la hermana pobre de todas las carteras ministeriales, de todos los ayuntamientos, de todas las universidades, de todos los presupuestos, de todas las iniciativas, de la consideración social incluso, es importante; y lo es, ni más ni menos, por algo que hasta ahora había pasado más o menos inadvertido, pero que es fundamental: porque da dinero.
Bien mirada, la conclusión no deja de ser espeluznante. Cuando todos pensábamos que, a falta de otra cosa, la Cultura abría puertas a la dignidad del Hombre, sentaba las bases de la civilización, enriquecía espiritualmente a las personas y las dotaba de nuevas perspectivas… pues no; ahora nos explican que nada de eso es trascendente, que lo que de verdad pesa a la hora de tomar en consideración a la Cultura es que sea capaz de generar beneficios económicos.
Y así, en los últimos días, proliferan las noticias sobre el recién nacido objeto de desvelos: ayer todos los ministros de Cultura de la Unión Europea se reunieron en Bruselas para dilucidar cómo proteger el sector creativo y cultural (sin comentarios); hace escasamente quince días, en el Monasterio de Yuso de San Millán de la Cogolla (no deja de chirriar un tanto lo del Monasterio como escenario para tales causas), se planteó que el 15% del PIB de España está relacionado con la “mercadería” generada alrededor de la lengua española; también en esta misma semana se han celebrado en Sevilla las Primeras Jornadas sobre “Industrias Culturales Andaluzas” (término incorrecto en su formulación y, además, semánticamente peligroso, por razones en las que es obviamente imposible que me extienda en este momento).
Ahora bien, no estaría de más preguntarse a qué tipo de Cultura nos estamos refiriendo cuando la miramos con los ojos transfigurados por el símbolo del dólar, como haría cualquier Tío Gilito posmoderno que se precie. Quizá estemos pensando en reforzar aún más los ya gruesos beneficios de las grandísimas empresas relacionadas con “la cosa” (las enormes y potentes distribuidoras y/o productoras cinematográficas, el complejo y multimillonario circuito de rentabilización de un arte que está deviniendo espectáculo, los múltiples tentáculos igualmente multimillonarios de un turismo que se está vinculando cada vez más interesadamente a la Cultura), quizá estemos pensando en intentar monopolizar lo “inmonopolizable”, esto es, determinados patrimonios seculares susceptibles de producir beneficios sustanciosos (qué decir del flamenco y el traído y llevado artículo 67 del nuevo Estatuto de Autonomía de Andalucía, o de la lengua española misma), quizá estamos pensando en alumbrar una nueva disciplina con la que unos cuantos avispados (“expertos”) puedan vivir holgadamente a base de conferencias y consultorías, quizá estamos pensando en enmascarar con la apariencia de preocupación por la Cultura lo que no es más que un deseo de amasar beneficios (aún más). Y de nuevo me viene a la cabeza el título de otra película, que hoy estoy yo muy cinematográfica: ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? O lo que es igual: ¿por qué hacen que hablan de Cultura cuando realmente quieren hablar de Dinero?
Cuando Antonio Muñoz Molina dejó hace unos meses el Instituto Cervantes de Nueva York por razones en las que es mejor no entrar, declaró que “la educación es el gran fracaso de la democracia española”, probablemente “porque interesa más una sociedad de ignorantes que una sociedad de críticos”. Ahí es nada. Mientras los cimientos de la Cultura –de la auténtica Cultura, la que merece escribirse con mayúscula– se tambalean porque los gobiernos hacen caso omiso de semejantes necesidades elementales, mientras los creadores de Cultura de la buena siguen luchando solos día a día –y muchas veces sin llegar a fin de mes– sin que nadie les preste la menor atención, mientras los proyectos culturales realmente interesantes se marchitan en las instituciones a la sombra de escaparates más rentables, el maridaje de Economía y Cultura no será otra cosa que aviesa luz de gas.

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