El último suspiro, 01.11.06

Se supone que nos encontramos en los días más propicios para hablar del tema de la muerte. Hace años, en España, la fecha se prestaba a la sistemática y un tanto absurda representación teatral, velis nolis, del Don Juan Tenorio. Pero lo cierto es que la muerte como hecho con hondas ramificaciones emocionales ha fascinado a los escritores de todo tiempo y lugar, al punto de producirse una singular conexión con lo literario, y en particular con lo poético.
De la primera de las muertes conocidas se ocupó el mejicano Jaime Sabines, que reflejó con crudelísima inocencia el desconcierto ante un suceso insólito, impensable para Adán en el efímero Paraíso: “Eva ya no está. De un momento a otro dejó de hablar. Se quedó quieta y dura. En un principio pensé que dormía. Más tarde la toqué y no tenía calor. La moví, le hablé. Pasaron varios días y no se levantó. La arrastré fuera y le puse paja encima. Diariamente iba a ver cómo estaba, hasta que me cansé y la llevé más lejos. Nunca volvió a hablar. Era como una rama seca. Cada vez es menos, pesa menos, se acaba”. En esta viñeta nos sorprende el adánico afán de merodeo en torno al improvisado túmulo vegetal que, apenas sin quererlo, se convierte en centro de un recuerdo. De aquí a la concepción del sepulcro y del epitafio respectivamente como lugar de memoria y como medio de lograr que los muertos sigan hablando –y sobre todo que los vivos puedan seguir hablándoles– sólo dista un paso. El Adán de Sabines se lamenta, además, de que Eva nunca volvió a hablar. A los griegos clásicos este mutismo de los muertos también les producía malas vibraciones; así lo manifiesta una inscripción: “Madre mía, te llamo. ¿Por qué este silencio? Te lo ruego. Nada dices y estoy lleno de inquietud”.
La idea de la pervivencia del finado entre los vivos puede decirse que es invento griego; el monumento funerario tiene el objeto de llamar la atención sobre el difunto, pero el epitafio encarna las últimas y eternas palabras de éste, siempre frescas en cada nueva lectura. El íntimo espíritu de este artificio lo asimilará, siglos más tarde, el genialísimo Quevedo en su magnífico soneto: “Escucho con mis ojos a los muertos”. Es en el mundo griego, pues, donde el epitafio deja a un lado su objetivo meramente funcional para tornarse en género literario. Con posterioridad, ni siquiera los pragmáticos romanos lograron sustraerse a la fascinación del muerto dialogante, aun en los casos más insospechados; así, Ovidio transcribe el figurado testimonio del papagayo de su amiga: “De mí cabe pensar por mi sepulcro/ lo mucho que a mi dueña complacía:/ fue mi boca para hablar adoctrinada/ mejor de lo que a un ave corresponde”. Propia fue también de los romanos la apelación amenazante al profanador de tumbas. Esta tradición se ve recuperada en unos versos que aún pueden leerse en la iglesia de la Santísima Trinidad, en Stratford-on-Avon: “Buen amigo, por Jesús, abstente/ de cavar el polvo aquí encerrado./ Bendito el hombre que respete estas piedras/ y maldito el que remueva mis cenizas”. Se trata del supuesto epitafio de William Shakespeare. La leyenda quiere ver en este texto la ocasión última –y grave como pocas- en que el dramaturgo regresó a la escritura, tras su retiro de los teatros en 1613. Y es que, saliera o no este epitafio de la pluma de Shakespeare, es evidente la inclinación de varios poetas a redactar sus palabras más perennes; en la Edad Media, poetas como Villon aportan por adelantado su peculiar revisión póstuma: “Aquí duerme y yace a quien amor mató/ con su dardo, un parvo y pobre estudiante/ que se llamó François Villon”. En otros casos, el poeta ha llegado a “intuir” las extrañas circunstancias de su muerte; Rilke, fallecido tras la infección causada por la espina de una rosa, nos ofrece desde su tumba, en la montaña de Rarogne, un epitafio de turbadora referencia: “Rosa, oh! pura contradicción, alegría de no ser/ el sueño de nadie bajo tantos párpados”.
El siglo XX se ha mostrado ciertamente afecto al cultivo del epitafio emulado. Ya T.S. Eliot avanzó la recreada relación de la escritura con la muerte: “todo poema, un epitafio”. Bien de cerca nos tocan la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, inspirada en la helénica Antología Palatina, y los epitafios ingleses de Pessoa, quien nos propone una sentimentalidad tan clasicista como vigente en pleno siglo XX: “Nosotros, que aquí yacemos, nos quisimos./ Se desbarata mi mano perdida donde está el hueco de sus senos./Nos sentíamos a gusto. Besad: así era nuestro beso”. Intercambio sutil de muerte y vida, posible únicamente en poesía.

No hay comentarios: