Ni gracia ni hermosura, 18.04.07

En El asno de oro decía el numidio Apuleyo, allá por el siglo II d.C., que “ya no existe entre las gentes ni gracia ni hermosura”. En aquellos tiempos el Imperio Romano estaba muy malito, y más aún lo estuvo en el siglo III, con una economía y una burocracia lamentables, pero Apuleyo se refería esencialmente a la falta de exquisitez entre sus habitantes: lo que aportaba sostén y fundamento a la civilización occidental –el arte, la literatura, el pensamiento– estaba yéndose al traste porque los moradores del Imperio no sólo tenían problemas económicos, sino también intelectuales, éticos y estéticos.
Si aquello ocurría hace más o menos dieciocho siglos, parece que hoy la situación no ha evolucionado demasiado, y que nos encontramos en un estadio de ignorancia y grosería de la mente que podríamos comparar, siendo benévolos, con la del siglo II; y no me digan que no es triste que, con todo el tiempo transcurrido, nos hallemos en el mismo punto exacto de mediocridad que nuestros congéneres de la estulta raza humana por entonces, más ocupados en cargarse la cultura occidental que en sanearla o reforzarla; algo que se me antoja, como mínimo, vergonzante y digno de flagelo. Así que vamos allá.
Como el ser humano, adoptando una de las premisas más seguras y peligrosas a la vez en el Derecho, no admite nada si no es con pruebas de por medio, ha habido quien se ha puesto a ello, o sea, a probar que el hombre contemporáneo sitúa su sensibilidad ante la belleza allí donde la espalda pierde su casto nombre. El experimento tuvo por protagonista a Joshua Bell, uno de los más (re)conocidos virtuosos del violín (para quienes sepan menos de música y más de cine, Bell dio cuerpo a la BSO de la película de François Girard El Violín Rojo), y la propuesta partió del periódico Washington Post, que acaba de ofrecernos en sus páginas los resultados del invento.

Bell, acompañado de su Stradivarius, se situó en hora punta a la entrada de L’Enfant, una de las estaciones de metro de la ciudad de Washington, y estuvo tocando el violín durante tres cuartos de hora. El programa, obviamente gratuito, incluía piezas impresionantes de Bach (la Chacona de la Partita núm. 2) y Schubert (Ave Maria). La limpiabotas de la estación se quejó de que el ruido del violín le espantaba a los clientes. Un comprador de lotería en un puesto cercano pensó que aquella música le recordaba al momento en que el Titanic estaba a punto de hundirse en la película, y que por nada del mundo pagaría por escucharla. Una transeúnte experta en leyes se puso a calcular que aquella actividad debía de resultar muy poco rentable. Una madre tiró del brazo del niño que quería pararse ante el improvisado violinista. Nadie se detuvo a escuchar un solo compás de la música que interpretaba Bell, a excepción de dos personas: una mujer que le reconoció y que había estado recientemente en un concierto suyo, y un funcionario de correos devoto del violín que, aunque no se percató de quién era Bell, citó su actuación en el metro como lo más maravilloso que le había ocurrido en la jornada. ¿Qué decir del resto de los cientos y cientos de personas que entraron en L’Enfant en ese día? ¿Qué decir de los lectores de la noticia de prensa, que en las ediciones digitales correspondientes dejaron sus comentarios, afirmando –con la alevosía que sólo la ignorancia se permite– que quién se va a parar a escuchar música cuando se va con prisa? ¿Qué decir del propio titular de El País que se ocupa de la cosa, y que reza con absoluta incorrección gramatical “La belleza pasa ‘desapercibida’” en lugar de “inadvertida”?
Si hemos de creer a Kant, la percepción de la belleza se asocia indisolublemente a la posesión de una cierta calidad moral. Los artículos que se han ocupado del “caso Bell” han incidido en la carencia de sensibilidad ante lo hermoso, incluso en la ausencia de una formación musical elemental, pero a mí se me antoja que el problema llega más allá. El “caso Bell” es un ejemplo del deterioro de la moral contemporánea, del desdén absoluto hacia la cultura y los valores humanísticos que ésta comporta. En su último libro Diez razones para la tristeza del pensamiento, Steiner reparte aún más las culpas: “¿Qué turbio mecanismo de envidia subconsciente alimenta la ‘rebelión de las masas’ y la ignorante brutalidad de los medios de comunicación, que han hecho risible la palabra ‘intelectual’?”. Decirse podrá más alto, pero no más claro. Ni gracia ni hermosura. Por supuesto.

8 comentarios:

Luis López dijo...

No cabe duda que una gran proporción de norteamericanos son bastante incultos, aunque considero que en Europa hubiese pasado algo similar. Es una atrocidad lo que escribes, el mundo va a una velocidad que es muy difícil seguirlo, y las cosas sencillas (no es el caso), la belleza, el arte pueden pasar inadvertidas, debido a que no somos conscientes de lo que está pasando aunque se encuentre tan solo a pocos metros. Me parece un ejemplo perfecto para sacar conclusiones.

Anónimo dijo...

Me temo que, como dices, el problema no es específico de los norteamericanos. En alguna estación del metro de Madrid le hubieran robado el Stradivarius a Bell para cambiarlo por una papelina. Lo que sí es muy USA es el experimento, que no por serlo deja de ser indicativo, en efecto, del drama de "la cosa", o sea, del drama de nuestra vida cotidiana cada vez más alienada. Por no entrar a hablar de la anestesia generalizada de la sensibilidad y de las alarmantes carencias de formación en un importante porcentaje de los bípedos circundantes. En fin, es lo que hay.

Javier Menéndez Llamazares dijo...

Ana, yo creo que ese experimento tiene trampa; aunque la cultura "elitista" siga sin calar entre el gran público —que para bochorno de propios y extraños prefiere a Britniespirs a ambos lados del Atlántico—, también podrían buscar la botella medio llena: el número de ciudadanos con posibilidad de acceder a la "alta cultura" es cada vez mayor. Otra cosa son las oscilaciones del gusto, que diría Gillo Dorfles.

Aunque desde luego, la cita de Apuleyo está muy bien traída; demuestra que puristas y cascarrabias los hay desde el principio de los tiempos. Y, parafraseando a Obélix, recuerda que el clásico es de Numidia-la-ghana, nada menos.
Saludos.

Anónimo dijo...

Claro, Javi, hablando de estas cosas en seguida se nos puede tachar de políticamente incorrectos, de intentar estar en posesión del criterio adecuado del gusto. Y aunque citemos a Dorfles, a Bourdieu (que tiene cosas tan interesantes sobre el gusto en arte), a Scruton (su libro "Cultura para personas inteligentes" es muy divertido), a Hume (que también escribió un bonito tratado ad hoc) o a quien quieras (son innúmeros), siempre se nos dirá que no somos nadie para estipular lo que parece mejor o peor en cultura. Es lo malo de las masas, que son muy amplias, y que si les da por sacudirnos, nos dejan en los restos; por no hablar de que nuestra democracia las ampara.
En cuanto a lo del fácil acceso a la cultura, es algo de lo que no estoy tan segura. Es cierto que hay opciones más o menos económicas, pero un libro cuesta 25-30 euros, una ópera 100 euros, una entrada según a qué museo 15 euros... La vida intelectual es cara, muy cara, si se frecuenta con asiduidad. Y en España, más.

Javier Menéndez Llamazares dijo...

Mira que si acabamos polemizando... A ver, yo creo que en este asunto del violinista influyen muchos factores, pero me quedo con dos:

1) la música culta, pese a que te claven 100€ por la entrada, sigue siendo un afición muy minoritaria. A la mayoría –yo me incluyo– nos resulta muy difícil distinguir entre un violinista aceptable y uno genial.

2) es algo poco lógico, pero creo que asociamos determinadas manifestaciones sociales o culturales a un contexto físico concreto y convencional. Y además, inferimos juicios cualitativos a partir de ellos; e.g.: ¿qué iba a hacer en el metro el mejor violinista del mundo? Paralelamente, cuando a aquel gracioso se le ocurrió pegar un collage casero en el museo —no recuerdo exactamente los detalles del asunto–, casi nadie advirtió que no fuera una obra de arte.

Respecto a lo caro de la cultura, es cierto, es una vergüenza. Con lo del "acceso" no me refiero a los actos en sí, sino a la educación, a la sensibilización estética y cultural que hace falta para poder acceder a ella. Y creo que en eso sí que se ha mejorado algo desde Apuleyo. ¿No?

Anónimo dijo...

Polemicemos, pues... Lo de la mayor sensibilización y acceso a la cultura imagino que lo dices porque: 1/ Ahora hay menos analfabetismo (lo que ocurre es que el concepto ha evolucionado, y ahora el analfabeto sabe leer y escribir, pero no lee ni escribe); 2/ Hay una escolarización obligatoria y los nenes están en la guardería hasta los 24 (pero, ¿cuál es el nivel real en una enseñanza que deja que los chicos superen los cursos sin haber aprobado los contenidos correspondientes?); 3/ Nos rodean las posibilidades de cultura (y, sin embargo, los que asisten a los actos culturales son los mismos cuatro pringados de siempre).
No voy a seguir que igual nos deprimimos.
En cuanto a esperar o no que un excelente violinista esté en el metro... bueno, yo soy tan optimista que creo que potenciales Joshuas Bells hay varios en múltiples metros -o similares- del mundo. Lo que ocurre es que sus papás no tuvieron pasta para enviarlos a estudiar con Podger o con Manze, y entonces se quedaron en violinistas de pan duro y ropa ajada. Pero tampoco se trata de reconocer al hombrecillo, sino de percibir que aquello, cuando pasas, suena bien. El problema no se llama Bell, sino Bach o Schubert, que te pueden encantar aunque te gusten también los Led Zeppelin.
Por último... el arte contemporáneo. Esa sí que es otra historia, porque cuando el mercado se mete por medio, cualquier criatura se envilece. De todos modos, la mayoría de los espectadores de arte contemporáneo no se enteran de lo que están viendo, sencillamente porque se carece de la formación adecuada. En algunos casos, incluso, me atrevo a decir que es mejor no enterarse. Pero si lo que se ve vale la pena, y uno se acerca con los ojos bien abiertos, te estremeces. Pasa con Bacon, con Pollock, con Malevich, pero no con un collage hecho en casa de Pepito; qué se le va a hacer.

Rukaegos dijo...

Lo mismo me da por meterme en la polémica. Pero de momento, y ante los 32 dólares de salario suburbano de mi adorado Joshua Bell (nadie como él para Bartok), se me ocurre apuntar una reflexión un poco diferente de las vuestras (aunque algo apuntó Asfoso): El tiempo.

Creo que no es tanto un problema de formación cultural como de una muestra más de la gran enfermedad de nuestro tiempo: la prisa / la falta de tiempo.

Creo tener algo de sensibilidad hacia la música, tengo varios discos de Bell con 19 años, con foto, y a pesar de todo me hago algunas preguntas:
¿Me hubiera parado a escuchar si estuviera a dos minutos de perder el metro?¿si llegara tarde al trabajo?¿si hubiera tenido una bronca fenomenal con mi jefe o mi pareja y estuviera bloqueado?¿si me sintiera agobiado por el río de ruidos de un metro en hora punta?

Nuestras ciudades son inhumanas y como planteaba genialmente Michael Ende en Momo, los hombrecillos grises nos están robando el tiempo. Y sin tiempo, dejémonos de zarandajas, no podremos abrir los ojos, los oídos, los sentidos a la maravilla. Porque la maravilla necesita tiempo, paciencia, serenidad.

¿Cultura, alta cultura en nuestra era? Más de tres minutos se nos hacen insoportables y, bueno, de alguna manera todos somos víctimas, lo queramos o no, de esta plaga.

Ojalá me hubiera encontrado con Joshua Bell en el Metro, y ojalá hubiera sido capaz de detenerme y escuchar. Por cierto, lo hice el otro día en la Plaza de Pombo, atravesada de energúmenos procedentes de la concentración de los Pezones Negros. Una chica de Santander tocaba el oboe, con soltura y sonido estupendo (hablé con ella y estudia en la prestigiosa Musikene de San Sebastián). Nadie paraba (uno de los ópticos de Fos y yo fuimos su público). Y varios comentarios cazados al aire la proclamaban "mendiga" ("mira, esa están pidiendo").

O tempora.

Anónimo dijo...

Querido R.: Hablamos de polemizar cuando me parece que todos estamos más o menos en la misma línea de pensamiento -bastante pesimista, by the way. Es cierto lo que apuntas sobre el tiempo, es cierto que vamos tan "lanzados" muchas veces que descuidamos cosas que son realmente importantes. Sin embargo, como también señalas, te paraste hace unos días ante la chica del oboe cuando otros decían que era una mendiga. Ahí, en esa plaza, sin la excusa de la prisa, estabais quienes escuchabais y quienes denostaban lo que no entendían. La muchacha no era Holliger, pero sonaba bien, y eso es lo importante. Tu caso no me vale, porque estoy segura de que tú te hubieras parado ante el amigo Joshua siquiera 10 segundos, incluso sin reconocerlo, o incluso sin dejar de andar hubieras vuelto la cabeza hacia atrás: apuesto la mano derecha y no la pierdo. Creo que el problema, en realidad, radica en que estamos perdiendo sensibilidad (por la falta de tiempo, la falta de formación, la violencia circundante y un largo etcétera), y eso se percibe en la música, en los afectos, en mil cosas. Y una vez que la hayamos perdido del todo, a ver cómo la recuperamos, porque la tarea no es precisamente fácil...