Pájaro bello y polémico, 16.05.07

Este jueves tiene lugar en el Teatro Real de Madrid la última representación de El Viaje a Simorgh, ópera en dos actos del compositor algecireño José María Sánchez-Verdú que toma como referente esencial la obra de Juan Goytisolo Las virtudes del pájaro solitario. Una experiencia estética absoluta que, no obstante, ha encontrado en el discurrir de su vuelo no pocas dificultades, o para ser más precisos, opiniones encontradas acerca de las rutas elegidas. Desde la primera representación ya se apreció la división de pareceres respecto a las evoluciones de nuestro pájaro, división que se hizo específicamente explícita al final del espectáculo –entre el aplauso y el abucheo más desaforados–; todavía en la quinta escenificación –a la que yo asistí, el pasado jueves– el desolador panorama persistía, imperturbable. No deja de resultar asombroso que en pleno siglo XXI se recurra a los gritos y los pataleos para desautorizar una manifestación artística; la negación del aplauso, el silencio frío y despectivo, se me antojan, aun en su espantable dureza, lenguajes mucho más civilizados y elocuentes que el de la mera barbarie. El tradicional “recurso al pataleo”, que a muchos parece más efectivo –sin duda más sonoro–, evidencia a mi juicio la precaria calidad de un determinado sector del público español, que –ya lo dijo Machado tiempo ha– “embiste cuando se digna usar de la cabeza”. Aunque también podría pensarse que estos exquisitos catadores de la cosa operística se manifiestan del mismo modo que en los principios del género, ya desde Monteverdi –y mucho peor en los subsiguientes años de esplendor–, cuando con el aullido y la pezuña se hacía saber si el asunto funcionaba o no. En fin.
El caso es que, como decía, El Viaje a Simorgh constituye todo un espectáculo visual y sonoro que lucha contra la indiferencia sensorial y estética –y sale sobradamente victorioso en la contienda– mediante los lenguajes de la música, la plástica, la danza y el teatro. Por si uno solo no bastaba. Algo que indudablemente enriquece de forma notable la concepción de la ópera como género per se; como género vivo, me gustaría especificar, sujeto a evoluciones, a transformaciones que lo convierten en algo dinámico que cambia con el paso del tiempo, con la mutación de las sensibilidades y la percepción, con los meandros diversos del lenguaje artístico. Así que en El Viaje a Simorgh no hay un libreto al uso, sino una superposición de textos, de emociones, de memorias, de lenguas, de culturas, de oriente y occidente, de épocas presentes y pretéritas, de horrores y amores, de denuncias y poemas. El Viaje es un intenso palimpsesto en el que se sobrescriben las Cinco condiciones del pájaro solitario descritas por San Juan de la Cruz, el Coloquio de los pájaros de Farid Uddin Attar y la mencionada obra de Goytisolo, pero también el Cantar de los Cantares en su versión de Fray Luis de León, poemas de Adonis, palabras de Celan, Leonardo o Llull… Todo un festín de los sentidos a partir de un texto que se escribe y se reescribe a sí mismo una y otra vez por las mil interpretaciones que contiene, y que se sostiene por un sutil hilo conductor: el amor místico –espiritual e indescriptiblemente carnal al tiempo– que guía al Amado y a la Amada en su búsqueda mutua, como contraposición, por un lado, al torpe “amor” telúrico exhibido en la primera escena de la ópera (que recrea un hammam en toda su crudeza), y por otro lado, a la incomunicación que se deriva de la censura y de la represión brutal de los heterodoxos que en el mundo han sido. Tan complejo y tan sencillo como esto.
La música deslumbrante de Sánchez-Verdú –que convierte el Real en una auténtica caja de resonancia y que juega asombrosamente con las voces desde lo puramente lineal al vibrato más excesivo, desde los recitativos con inserciones de coloratura hasta el peculiar y bellísimo impostado del almuédano– corre, no obstante, un serio peligro en este puesta en escena de El Viaje a Simorgh: y es que los elementos plásticos son asimismo tan hermosos –espléndida la labor de Frederic Amat, sin necesidad de visitar los vertederos locales, como hacen otros escenógrafos últimamente en boga– que la atención sale un tanto sobresaturada, "hiperestetizada". Destacaría tal vez como momentos cumbre –escénicos y/o vocales– la escena 1 con la aparición de la Muerte en el hammam, los solos de Malikian y las intervenciones de Pérès, la aparición fantasmagórica de la Amada en la escena 3, el clímax expresionista y apocalíptico del primer acto, el auto de fe en la escena 12 con las letras que se elevan crepitando hasta los cielos (evidente invocación de la Memoria del Fuego de Valente), el espectacular dúo de amor de la escena 13 (Sala y Henschel inconmensurables) y el catártico final de la escena 14 (con una Dominguín transfigurada e imponente).
Tanto lo que podría decir y tan limitado el espacio. “Amar es delirar. Nada desde afuera puede mostrar con certeza la imaginación que se apodera de dos cuerpos amándose”. Así lo escribió Ibn Hazm. Y yo lo entreveo en El Viaje a Simorgh. Precisamente.

1 comentario:

JML dijo...

La esperaba a usted, su amigo de ambos me tenía advertido. Es un placer encontrarla aquí, en mi casa. No sé si soy digno de que entre usted en mi blog, pero ya sabe: una palabra suya…

Sé que le debo una explicación sobre sus hermosos y apostrofados “desperdicios”, que de algún modo inapreciable riman con mis “pérdidas”. Como el amigo Llamazares le habrá contado, y como habrá leído en mis “Cortesías”, se trata de un juego involuntario cuyas consecuencias van más allá de la ironía. En cualquier caso esa historia merece una explicación más larga y éste no es el momento ni el lugar…

Visíteme usted cuando quiera. Aquí, en el blog, tengo las puertas abiertas para inteligencias como la suya. Seguro que tenemos cosas que compartir.

Un saludo y... Bienvenida.