Retratos turbadores, 23.05.07

Acaba de clausurarse en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid una de las exposiciones más turbadoras que se han visto en el último año en España. Me refiero a la antológica de Darío Villalba –Premio Nacional de Bellas Artes en 1983–, artista donostiarra para quien los límites entre fotografía y pintura se encuentran bastante difusos. La antológica ha recuperado obras del autor pertenecientes a medio siglo de creación; en realidad, se trata de una mirada hacia la práctica totalidad de su trabajo, dado que el artista no ha cumplido siquiera los 70.
De la exposición de Villalba es imposible salir sin sentirse abatido, profundamente conmovido en lo más hondo del espíritu, pero al tiempo poseído de una ingravidez extrema, del sentido palpable de la creación más tensa. De Darío Villalba puede aprehenderse con cierta facilidad el armazón teórico, al que no es precisamente ajeno su importante papel en la transición a las vanguardias de los años 60, tras el periodo de abstracción informalista que supusieron los artistas de El Paso. Testigo privilegiado del arte pop durante su estancia en Boston o Nueva York –donde conoció estrechamente a Warhol–, Villalba entendió la necesidad de un nuevo lenguaje, pero al tiempo la lejanía, la frialdad de la estética norteamericana. Y entonces surgió esa indescriptible fusión entre pintura y fotografía, fotografía y pintura -¿cuál pesa más?– que ha hecho su arte tan característico, tan personal, tan absoluto. Las imágenes sujetas a los seductores cromatismos del consumo –veleidosas variationes–, las imágenes puestas al servicio de los fríos propósitos del arte conceptual, son radicalmente transformadas por Villalba en un palimpsesto de emociones: trazos leves de pintura recogen el asombro o el dolor, un surco rojo atraviesa el lienzo-imagen llenándolo de muerte, un desencuadre o una veladura o una toma múltiple nos hablan de la confusión, del mundo que se esfuerza en aturdirnos.

En la exposición del MNCARS se destacan con fuerza los célebres “encapsulados” que triunfaron en Venecia en los 70, esas figuras en su mayor parte en posición fetal, encerradas en una burbuja de metacrilato rosa, que semejan un angustioso claustro materno, un crudo vaticinio de la vida. Luego sobrevienen todos los demás: los rostros de los desamparados, los empobrecidos, los desharrapados, los enfermos, los prisioneros, los sufrientes. Humanos como perros, ancianos chapoteando entre las aguas de la muerte, agonizantes de extremidades amarradas, como cristos, sin redención posible. Están todos ahí, mirándonos de frente, destrozándonos la mente, quemándonos la piel. Pero a pesar de la terrible galería, el artista se yergue, y la imagen con él, que así deviene soporte para el arte. El blanquísimo action painting evoca gráfica y siniestramente al heroinómano de Hyde Park; el arte povera adosa elementos como paja, tierra o piedras en retratos diversos, que entonces se vivifican; los trabajos con barniz y agua diluyen la esperanza del paraíso en el inquietante Políptico de la Expulsión…
Y entre tanto, la acción del tiempo –"el tiempo que se apodera de los cuerpos", que decía el filósofo– va haciendo mella en la propia evolución conceptual del artista; entre sus últimos trabajos, se destaca su mirada piadosa y cruda al tiempo sobre el entorno de la ancianidad y la enfermedad, al que sólo el agua parece conceder alivio. Los rostros como máscaras se cubren con un velo: es la técnica que acude en auxilio de la vida que se extingue. Una paradoja terrible, como lo son todas, como es el arte todo, paradójico y entero, de Villalba.

Humano, demasiado humano, sí, Darío Villalba. Tanto que apenas puede resistirse.

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