Retrato de la muerte, 26.10.07

Víctor Mira, mucho antes de morir, gustaba de llamarse a sí mismo “El Poeta Muerto”, y así lo explicitó, en forma de título, en uno de sus libros de poemas. La asunción de la muerte en Víctor Mira fue siempre mucho más que una postura estética, fue una postura vital –valga la paradoja–, en que la respiración, la existencia, eran como un pecado original por expiar hasta la llegada del momento deseado y decisivo; ése en el que el hombre y el arte, al fin y en el fin, cobran sentido y trascienden y, en definitiva, son. Mira lo supo reflejar diáfanamente con palabras: “Me horroriza no estar muerto y tener que sentir la repugnante vida latiendo en mí como un animal antiguo”.
Víctor Mira era poeta y, por supuesto, pintor. Digo “por supuesto” porque ésta era, en realidad, su faceta más conocida. No extraña en él, sin embargo, la asociación de ambas artes; ya Paul Klee había afirmado que pintura y escritura son en esencia lo mismo. Para Mira, la palabra y la pintura participaban de los mismos presupuestos –también de la autobiografía– y, por tanto se entrecruzan. Víctor Mira escribe y pinta para arrancarle a la muerte un destello “frágil y febril” –como lo calificaría Michaux–: el fulgor bello y misterioso de la creación, fuera del cual todo es vacío (“El resto del tiempo [al margen de la creación] estoy muerto y habría que tratarme como a un muerto”). Mira fraguó sus bases artísticas apelando a un cierto espíritu de la época barroca, no tanto en sus modelos estéticos como intelectuales, que supo traducir con contundencia mediante el recurso a su original expresionismo –entre la figuración y la abstracción–, y a determinados elementos y signos de raigambre primitiva. El fatalismo de la vanitas barroca está presente con explícito estremecimiento en sus naturalezas muertas; la iconografía figurativa tradicional del sacrificio y el dolor se traslada a sus durísimas crucifixiones o a las imágenes de un San Sebastián fragmentado y salvajemente herido por flechas implacables. La carne humana en los lienzos de Mira se transforma en materia escatológica, descomponible, jamás sagrada sino un tanto abyecta, sujeta a la acción ineludible de la muerte, entrevista entre el amor y el odio, lo natural y lo perverso (como la carne-mercancía que despacha Virgilio Piñera en La Carne de René). La laceración del objeto se lleva a extremos prácticamente inhumanos, en que todo es mostrado con asepsia y hasta con un poco de distancia, no ajena a una mezcla de compasión y desprecio simultáneos. La música de Bach es así mismo punto de atención, en especial las cantatas, como metáfora de la perfección matemática de la muerte. Matemáticamente, también, aguardaba Víctor Mira el instante preciso en que el arte se configuraba a través del proceso del dolor, para poder retratarlo en la plenitud de su esplendor: “Una pintura está terminada cuando, sometida a la mortificación, la materia deja de reflexionar y en su tormento final, muestra su belleza desesperada. Es el instante de detener la mano”. Recordemos cómo Goya, Saura o Buñuel –aragoneses como Mira– han transitado a su modo idénticos caminos. La literatura de Víctor Mira es un acto caníbal –otro acto de muerte – en que el poeta se desnuda y devora a sí mismo y sus fantasmas. Nihilista y atormentado (“Un corazón no es nada si no está apuñalado”), enamorado de un arte al que acecha animalmente, reconoce su propio nacimiento como artista a partir de los fértiles vestigios del acabamiento (“Del arte de la pintura, del que se decía insistentemente que estaba muerto, de sus huesos y pellejos, surgía yo como artista y adquiría forma y color”).
Víctor Mira, además de poeta y pintor, fue transgresor y crítico. Específicamente inconformista se manifestó con la gestión y nivel de la cultura en España (En España no se puede dormir es uno de sus libros); inconformismo a todas luces saludable, que debiera entenderse como profundamente necesario en el panorama hispánico actual... Madrid, Zaragoza o Barcelona fueron blanco de sus críticas, ciudades a las que hubo de profesar, en sus propias palabras, un “amor sado”. Artista y escritor, anarca y rebelde, hombre muerto redimido por la creación, ha muerto Víctor Mira, hace ahora cuatro años. Henri Michaux escribió sobre el suicidio de Celan: “Se nos ha ido. Claro que podía escoger”. Mira se quiso ir. Mira escogió con aterradora lucidez su coherente, perfecto y quizá más bello cuadro. La palabra y el retrato de sí mismo en el único instante posible para el arte.

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