Basquiat: temporada en el infierno, 17.07.08

Negro de raíces haitianas y portorriqueñas. Neoyorquino de un Brooklyn agreste y degradado. Marginal no por educación sino por elección. Heroinómano. Grafitero y pintor de formación autodidacta. Estrella fugaz en el cielo del arte norteamericano en los 80. Enfant terrible. Millonario en el infierno. Veintisiete años: fin de trayecto. Con semejante cóctel es fácil fabricar una leyenda de maldito. A Electra le sienta bien el luto y al mundo del arte le sienta bien el morbo. Marchantes, críticos y galeristas mercadean con el sufrimiento de los artistas descarriados para cautivar a los coleccionistas influyentes. Rothko le hizo un gran favor a su cotización y a sus especuladores privados segándose el cuello con una cuchilla de afeitar. Jean-Michel Basquiat se dejó la vida en una sobredosis hace veinte años y hoy sus cuadros se venden por diez millones de euros (el último que ha salido a subasta estaba en manos del grupo musical U2). ¿Qué queda del arte cuando se le despoja de la hojarasca del negocio? ¿Qué queda del arte de Jean Michel-Basquiat cuando se le desliga de su turbia y agitada biografía?
La Fundación Botín, en colaboración con la Fundación Memmo de Roma, presenta la oportunidad de contestar a estas preguntas en la que, sin exageración alguna, cabe calificar como la “exposición del verano” en Santander: una gran retrospectiva de la obra de Jean-Michel Basquiat, conformada por más de cuarenta obras –incluyendo un casco y un caballete y así mismo algunas piezas nunca vistas hasta ahora, como “Su mayordomo esnifando pegamento” (1984) o “Samo está en algo” (1981)– y comisariada por Olivier Berggruen (de quien conservamos fresco aún el recuerdo de la extraordinaria muestra sobre Klee hace un par de años). En su presentación, el comisario apuntó algunos de los elementos más obvios del arte de Basquiat: su fragmentación, la presencia y exorcización de fantasmas, el empleo de la escritura; también algunas de sus referencias más evidentes: Dubuffet, Pollock, Twombly… Pero la auténtica exposición aguarda ser descubierta en el paseo del visitante.
Nadie puede negar que la contemplación de la muestra es impactante. Jean-Michel Basquiat fallece en su veintena avanzada, y este aspecto golpea con brutalidad la vista del espectador. Los cuadros de Basquiat son de una fragilidad tan tierna como angustiosa, con la ternura y la angustia que se desprenden de su propia imagen, captada en algunas fotografías diseminadas por las salas. Hay vidas, hay rostros, que a pesar de la intensidad de su tragedia nunca pierden su halo de asombro y de debilidad. No es extraño que Basquiat haya sido comparado ocasionalmente con Rimbaud, el poeta-niño, el poeta torturado e inocente al tiempo, el poeta, también, de precoz muerte. Basquiat y Rimbaud pasaron una temporada en un infierno del que sus obras dan fe con lírica, terrible ingenuidad. Su contienda no es madura, exhala el aroma convulso de la adolescencia en crisis.
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En el caso de Jean-Michel Basquiat, su personal debilidad intenta combatirse con rasgos hiperbólicos: hipérbole en el tamaño de sus obras, hipérbole en la escatología de su discurso y de sus temas, hipérbole en la obsesión escrituraria y expansiva, hipérbole en su arrogante signo –su corona omnipresente– contra el mundo. Hipérbole desesperada, lucha feroz, exceso de artillería y aspaviento contra una realidad que, por el contrario, destruye con la eficacia aterradora e implacable del sigilo.
Las figuras de Basquiat son figuras de intencionado aprendizaje, de dibujante fascinado por los recovecos del cuerpo humano y por los estragos de la muerte. En sus figuras respira el magistral y minucioso esquematismo que guiaba a Henry Carter cuando dibujaba los cadáveres que diseccionaba Henry Gray –otro habitante del infierno que sucumbió en sus treinta y cuatro–. Además de los tormentosos expresionistas abstractos que rastreaba y exploraba en los libros, los cuerpos de la Anatomía de Gray (el célebre manual de Medicina que vio la luz en 1858 y del que Basquiat se empapó en su niñez, mientras se recuperaba de unas lesiones por atropello) acompañaron al artista toda su vida. Esas figuras en las que algunos críticos han visto mera impericia de grafitti en lugar de transparencia conceptual apelan a lo esencial de un discurso que, sin embargo, es profundo y perplejo: lo sencillo es, por supuesto, lo más difícil de entender. Esas cuestiones son las que Basquiat plantea con maniacos grafemas en pos de la ansiada permanencia, son las que rubrica con su corona o su pequeño copyright, siguiendo las maneras de Cy Twombly cuando escribía en sus lienzos “Cy was here”, un poco al modo del soldado Kilroy, quien perseguía en la reiteración de esa brevísima inscripción un conjuro personal –hondo y pueril, tal vez– contra el aliento de la muerte.

8 comentarios:

Luis López dijo...

Leí tu artículo hace unos días en el Diario Montañés (fantástico). También ví una reseña de la exposición en el telediario de la uno. El graffitero de Brooklyn bien merece una visita a la tierruca (y alguna cosita más, claro). Una pena que muriera con tan sólo 28 años.
Besuco con spray. :-))))

Anónimo dijo...

No debes perdértela, seguro que te encantará; vale la pena, ciertamente. Un beso con corona :-)

Anónimo dijo...

Bastante mejor su obra que su vida.

Anónimo dijo...

:-D

Morgenrot dijo...

No creo que pueda ir a Santander, pero siento pánico en esas imágenes. Como dices, lo simple es lo difícil.

Me gustaría ver su obra, pero sufriría en ese infierno.

Anónimo dijo...

No dudo que te afectaría; yo salí pensativa y silenciosa de la exposición.
Un beso, querida.

Luis López dijo...

No me la he perdido. Distinta. Primitiva. ¿Cruel?
Besos.

Anónimo dijo...

De todos esos adjetivos participa, sí... Beso, santanderino :-)