Parece ser que en los últimos tiempos no hay semana sin polémica cultural y no hay polémica cultural en que no esté implicada la política. En este caso, la boutade de turno la protagonizan el Museo Picasso de Barcelona y su recién nombrado nuevo director, a la sazón sobrino del ex ministro Narcís Serra. Tras un supuesto proceso de selección internacional, supervisado por una comisión política, ha acabado otorgándose graciosamente el puesto a Josep Serra, a pesar de que él mismo ha reconocido ante la prensa que no había presentado proyecto específico alguno en relación con el Museo y que no ha abordado nunca la obra picassiana; vaya, que él, de las Señoritas de Avignon, no tiene el placer de conocer a ninguna. Algo parecido, sin duda, debe de ocurrirles a quienes le han nombrado. En todo caso, no es extraño que haya acontecido semejante nombramiento, dado que una de las principales estipulaciones determinadas para ocupar la plaza era el conocimiento de la lengua catalana; condición que parece indispensable, por otra parte, en un museo que recibe anualmente más de un millón de visitantes, en su mayoría extranjeros…
Dejando a un lado la polémica concreta, es evidente que la situación pone el dedo en la llaga sobre un tema de la más candente actualidad cultural: la relación que existe entre los políticos y los museos; o por ampliar un poco la cuestión, entre los políticos y el arte. Hace no muchos meses denunciaba el presidente del Consejo de Críticos, Mariano Navarro, que en España los Ministros de Cultura, con independencia del color, se creen que les nombran oficialmente cultos, cuando en realidad sólo les nombran ministros. Lo mismo ocurre con muchos consejeros, delegados y concejales. El intervencionismo político en materia cultural se encarga tristemente de poner de manifiesto esta espeluznante verdad. Sólo hay que reparar en muchas de las arbitrariedades que se están cometiendo contra el patrimonio cultural español por caprichosas veleidades políticas; incluso algunos directores de instituciones culturales están renunciando motu proprio a sus cargos por no soportar una presión insostenible o unas imposiciones descabelladas y falsamente populistas: muy recientemente hemos asistido a los casos del abandono voluntario de la directora del Centro Atlántico de Arte Moderno de las Palmas o a la dimisión en bloque de la Comisión del Patio Herreriano de Valladolid. Por lo demás, es habitual que el cambio de gobierno de turno acarree sistemáticamente la caída de las cabezas de mando de las principales instituciones culturales del país (museos varios, institutos Cervantes, Biblioteca Nacional…), abortando con ello una posible gestión sostenida y eficaz; aunque también hay que contar con que muchos de estos cargos no están ocupados por profesionales cualificados, sino por designaciones “de confianza” que en muchos casos es mejor perder de vista cuanto antes: podrido círculo enviciado de la política cultural hispánica. Resulta obvio que mientras en España este cáncer no se arranque de raíz seguiremos a años luz de la gestión cultural que se está llevando a cabo en los escenarios europeo y norteamericano.
Dejando a un lado la polémica concreta, es evidente que la situación pone el dedo en la llaga sobre un tema de la más candente actualidad cultural: la relación que existe entre los políticos y los museos; o por ampliar un poco la cuestión, entre los políticos y el arte. Hace no muchos meses denunciaba el presidente del Consejo de Críticos, Mariano Navarro, que en España los Ministros de Cultura, con independencia del color, se creen que les nombran oficialmente cultos, cuando en realidad sólo les nombran ministros. Lo mismo ocurre con muchos consejeros, delegados y concejales. El intervencionismo político en materia cultural se encarga tristemente de poner de manifiesto esta espeluznante verdad. Sólo hay que reparar en muchas de las arbitrariedades que se están cometiendo contra el patrimonio cultural español por caprichosas veleidades políticas; incluso algunos directores de instituciones culturales están renunciando motu proprio a sus cargos por no soportar una presión insostenible o unas imposiciones descabelladas y falsamente populistas: muy recientemente hemos asistido a los casos del abandono voluntario de la directora del Centro Atlántico de Arte Moderno de las Palmas o a la dimisión en bloque de la Comisión del Patio Herreriano de Valladolid. Por lo demás, es habitual que el cambio de gobierno de turno acarree sistemáticamente la caída de las cabezas de mando de las principales instituciones culturales del país (museos varios, institutos Cervantes, Biblioteca Nacional…), abortando con ello una posible gestión sostenida y eficaz; aunque también hay que contar con que muchos de estos cargos no están ocupados por profesionales cualificados, sino por designaciones “de confianza” que en muchos casos es mejor perder de vista cuanto antes: podrido círculo enviciado de la política cultural hispánica. Resulta obvio que mientras en España este cáncer no se arranque de raíz seguiremos a años luz de la gestión cultural que se está llevando a cabo en los escenarios europeo y norteamericano.
Es sabido, gracias a Valerio Máximo y a Plinio el Viejo, que un zapatero le criticó al pintor Apeles el calzado que reprodujo en una de sus obras, y como éste hiciera caso y modificara la pintura, se creyó el zapatero en condiciones de criticar aspectos de arte que no eran de su incumbencia. De ahí la expresión “zapatero a tus zapatos” que le espetó al oficial el bueno de Apeles y que hoy todos empleamos, aunque nadie la cumple menos que nuestra clase política desde tiempo inmemorial. Viene esto al hilo no sólo de lo anterior, sino también de la creación del novísimo Instituto de Arte Contemporáneo que, dirigido por Rosina Gómez-Baeza, y siguiendo los contundentes dictados de Apeles, predica ese deseo de independencia del arte respecto de la gestión política. A imitación de prestigiosas instituciones similares, como el británico Arts Council, se solicita la ocupación de los cargos culturales por reconocidos especialistas en la materia y se pretende establecer periodos de gestión desvinculados de los mandatos electorales. A ver si la propuesta fructifica y la política se recluye en sus cuarteles de invierno, a contar votos, que es lo suyo. Si se lograra capear ese peligro –dulce utopía–, ya sólo quedará ocuparse de esa ficción de los mal llamados “economistas de la cultura”, que constituyen la inminente amenaza al acecho y que, me temo, tampoco se hablan con las demoiselles de Picasso. Así lo ha previsto Lisa Dennison, nueva directora del Guggenheim neoyorkino: “la economía quiere convertir los museos en negocios vulgares y los directores se buscan ahora en las Businesss Schools”. Pero esta es ya otra historia. Y no menos triste, por cierto.