El misterio de Villon, 02.08.06

En este mes de agosto en que se detiene en nuestro país la actividad económica, la actividad política y hasta la intelectual –las revistas se empeñan en recomendarnos lecturas indignas para agonizar cerebralmente junto a las piscinas y las canciones del verano amenazan con atrofiarnos la única neurona musical que nos resta tras los estragos del Koala– a mí me da por recuperar la memoria de escritores malditos y misteriosos, siquiera por pereza –demasiado calor– de no correr en pos de un mar liberador, como hiciera Antoine Doinel.
No se sabe a ciencia cierta si, hace ahora 600 años, François Villon logró eludir al fin el destino que invariablemente sorteó a lo largo de su vida conocida. Tras innúmeras estancias en destierro o en prisión, la horca era su sino natural. Sin embargo, durante los treinta y dos años que nos constan de su biografía, la suerte acompañó a Villon como para permitirle escribir en papel y no en piedra los diversos epitafios que para sí compuso. “Vednos aquí atados, cinco, seis,/ y ya la carne a la que tanto dimos,/ devorada hace tiempo, está podrida./ Que nadie haga burla de esta pena;/ rogad a Dios que a todos nos absuelva”. Así reza la “Balada de los ahorcados” o “Epitafio de Villon” que el poeta escribió en la celda donde, tras haber sufrido torturas terribles como la del agua, esperaba la suspensión definitiva de su cuerpo por el cuello, a causa de un banal altercado con un notario. Conmutada la condena por un destierro de diez años, Villon se lleva de París su talento literario y su desordenada vida hacia otras tierras cuya identidad, aún hoy, constituye un misterio indescifrado. Nunca se supo cuáles fueron sus vivencias posteriores ni dónde o cómo murió.
François Villon encarna el perfecto prototipo del periodo cronológico, mental y cultural que magistralmente acuñó Johan Huizinga: “el otoño de la Edad Media”. En el siglo XV, la Muerte es lo que otorga el auténtico sentido a la Vida, es la prueba única que hay que superar. De semejante conciencia surgen dos tipos de hombres: los que se estremecen ante la visión de los transi (esas tumbas con representaciones de cadáveres en proceso de descomposición, comidos por los gusanos) y los que encaran la estación final del viaje con una vida reprobable, a modo de desesperada sublevación. Villon pertenece a este segundo tipo de hombres: con un espíritu profundamente goliardesco, se amotina contra lo establecido, hace alarde del vivir y de su estado miserable, y proclama –no sin tristeza y amargura– el carpe diem: “Soy un golfo y una golfa me acompaña./¿Quién vale más? Estamos igualados./ Tal para cual, los dos por un estilo./ Basura amamos, basura nos envuelve;/ honor nos huye, del honor huimos/ en el burdel donde encontramos nuestro estado”.
Pero la vena ácido-festiva no fue la única que pulsó el poeta parisino. Junto a estas composiciones de tono irreverente, coexisten poemas cultos y elegantes que recuerdan las preocupaciones literarias de su coetáneo hispano, Jorge Manrique. En ellos se lamenta Villon de la fugacidad de lo terreno y desarrolla tópicos como el del ubi sunt?: “¿Dónde, decid, decid en qué país/ está Flora, bellísima romana;/ dónde Archipiada está, dónde Thaís,/ que por las trazas fue su prima hermana?/ Belleza fue de altura más que humana./ Mas las nieves de antaño, ¿dónde están?”. Villon supo trascender el estrecho corsé de la literatura cortesana de su tiempo y presentar el mundo real: delicado y brutal, con hombres aterrorizados e inconscientes; un mundo que acababa, doloroso a veces, feliz otras, contradictorio siempre.
Hoy seguimos sin noticias sobre el nombre o el origen verdaderos de François Villon. Únicamente sabemos que vio la luz en París y que tomó su apellido de un canónigo que se hizo cargo de él siendo niño, que le procuró estudios en la Facultad de Letras de París (donde alcanzó el título de maître des arts) y que, inexplicablemente, fue sacándole de todos los atolladeros en que anduvo involucrado a lo largo de su vida. Rabelais quiso rastrear las huellas del desaparecido Villon en la persona de un poeta afincado en Saint-Maixent, dedicado a la composición de representaciones sacras. Fin de trayecto que no parece convincente en un hombre que asesinó y robó y que desgranó todo ello sin pudor con su pluma corrosiva. Mejor es entonces quedarse con el Villon que conocemos, el que él mismo quiso inmortalizar en sus palabras: crápula y enamorado, inocente y amargado, pobre escolar, maestro vivaz y descarriado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

menos mal que Brassens nos lo canta, "mais ou sont les neiges d'antan?", croe que se escribe así... por ahí hay una página web que analiza cada canción de Brassens: Archipiada es Alcibíades, por lo visto.
Leo lo que escribes y sigo viendo la sonrisa de tu foto...

Anónimo dijo...

Pues sí, las "balades" de Villon bien se prestan a ser cantadas... Sobre lo de Alcibíades yo tengo mis dudas; es cierto que es una teoría relativamente extendida, pero no creo que Villon, hombre culto al fin y al cabo, transcribiera Archipiade por Alcibíades: ¿qué demonios pinta un general ateniense -por guapo y homosexual que fuera- entre Flora y Thais?
Gracias por tu lectura asidua.