El romántico extraño, 09.08.06

Fagocitado por los fastos conmemorativos del nacimiento de Wolgang Amadeus Mozart, el sesquicentenario de la muerte de Robert Schumann, el músico romántico más heterodoxo, ha pasado prácticamente inadvertido. Muy pocas han sido las salas de conciertos en las que su memoria se ha reivindicado, frente a aluvión de devotos mozartianos súbitamente aparecidos. La legendaria tradición de Salzburgo se ha impuesto por goleada a la callada tristeza del nosocomio de Endenich.
Cuando Schumann se arrojó a las aguas indiferentes y heladas del Rhin en febrero de 1854 su suerte ya estaba echada. La lucidez le abandonó y el músico murió ese mismo día, aunque su cuerpo tardó dos años más aún en acabarse. En las fases previas a su intento de suicidio, Schumann tenía alucinaciones sonoras, fiebres reumáticas, problemas psicomotrices y una fortísima depresión, agravada por el sentimiento no superado ante la muerte de su amigo y protector, Felix Mendelssohn. La muerte física le llegó a Schumann durante su reclusión en Endenich, en la tarde del 29 de julio de 1856, y parece que le sorprendió solo; únicamente había tolerado en las últimas semanas la visita de Johannes Brahms: ni siquiera de sus hijos ni de su esposa Clara, a la que tanto amó y admiró, quiso admitir la compañía. Schumann tenía 46 años. Clara, con 37, inició una intensísima carrera concertística dedicada a la exaltación de la memoria musical de su esposo, aunque para entonces ya era sobradamente reconocida como virtuosa del piano a nivel internacional. Sin duda, sin la incesante labor de Clara Wieck, antes y después de la muerte de Schumann, la música del compositor alemán no sería hoy lo que es.
En la vida de Robert Schumann hubo una dosis considerable de tesón y lucha, a pesar de su natural debilidad. El primer enfrentamiento sobrevino con su madre, cuando decidió con veinte años abandonar los estudios de Derecho para dedicarse a la música; una resolución fundamental a la que habría de sumar otro conflicto: el surgido por su deseo de casarse con la “niña prodigio” Clara Wieck, menor de edad, hija de su profesor de piano, obstinadamente contrario a semejante pretensión. Probablemente estos dos importantes conflictos, de los que Schumann logró salir victorioso de manera excepcional –el matrimonio con Clara pudo llevarlo a cabo tras varios años de batalla legal–, constituyen las dos columnas que sustentaron la faceta dichosa y creativa del músico de Zwickau. El lado oscuro le acompañó, en cambio, durante toda su vida, en las formas de la enfermedad y el infortunio. Desde la sífilis que bien tempranamente le aquejó, pasando por el accidente que invalidó su carrera pianística –parece que, deseando mejorar la movilidad de su anular derecho, inventó él mismo un artilugio que en realidad se lo inutilizó–, hasta su definitiva locura y prematura muerte; sin contar con los celos que le atormentaban por los éxitos obtenidos por su esposa Clara al piano, su incapacidad para asumir una labor profesoral regular o el desánimo que le producía la incomprensión generalizada hacia sus composiciones y hacia sus críticas y observaciones públicas en materia musical.
Ciento cincuenta años más tarde, podemos entender que Schumann era un romántico a su modo; un romántico extraño que se apartaba de las hormas clásicas para dar vida a esquemas nuevos, más adictos a la variación, a la sorpresa en la estructura y la armonía; un romántico que oscilaba desde la poesía incontestable de sus lieder –deudores de su pasión juvenil por la literatura: Heine, Goethe, Richter, Schlegel…– a la arrasadora intensidad de su Concierto para Cello y Orquesta –escrito en sólo quince días en uno de sus fugaces momentos de felicidad– o al misterio encendido –alguien ha dicho casi demoniaco– de su Kreisleriana. Ciento cincuenta años más tarde podemos admirarnos, también, de su clarividencia al elogiar la grandeza de Beethoven o al apostar por el entonces jovencísimo Brahms, cuando no parecía plausible hacerlo, o al clamar en contra de los “filisteos del arte”, afectos a la tradición más superficial. Ciento cincuenta años más tarde, en fin, Schumann persiste como esa voz disonante de su época, como ese inconformismo que nos pone en todo tiempo sobre aviso ante los verdaderos genios. No lo dejemos pasar.

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