Mujeres con habitación al norte, 07.03.07

El norte europeo nos ha legado una imagen de la mujer y una luz con que la alumbra. Pieter de Hooch, Jan Steen, Gerard Dou, Gerard ter Borch, Gabriel Metsu: todos ellos han trazado, a lo largo del siglo XVII, un ideal de mujeres enclaustradas en sus habitaciones (“una vida recortada y ajustada a un marco”, decía Emily Dickinson), expuestas sólo a la iluminación de la conciencia. La duda entre mujer doméstica o mujer domesticada, a tenor de esta luz delatora, la despejó Vermeer de Delft: maestro en interiores, en muebles, candelabros y azulejos, pero también en ironía, el holandés nos enseñó que sus mujeres –y las de sus pintores más o menos coetáneos– dan la espalda cuando no quieren dar la cara. A esta reflexión añadió Vermeer unas gotas de misterio, su peculiar marca de la casa, que le aleja del pincel sarcásticamente explícito de Steen, de la mirada tímida de Borch, del tono opaco y desdeñoso de Hooch.
Dos siglos más tarde hay un danés, Vilhelm Hammershøi, que rescata el secreto elocuente del de Delft. A finales del siglo XIX, Hammershøi se afana con tesón en una estética contracorriente: su mundo pictórico es el de la soledad sonora (por utilizar la expresión de Juan Ramón), el de las mujeres que de espaldas al espectador, en sus habitaciones silenciosas, se agitaban en un mar de confusión arrolladora; una confusión que, aún hoy, sólo nos cabe intuir. Y este mundo cerrado como una habitación del alma en que es difícil dar con la salida se ilumina con una luz palpable, con una luz espesa pero diáfana a la vez en que el horror de lo no dicho se recorta y se recrea.
Unas décadas después, Carl Theodor Dreyer –también danés– es capaz de recobrar esa luz gris y transparente y perfilar con ella las pasiones de algunos de los personajes femeninos más firmes y enigmáticos de la historia del celuloide: sobre todo, tal vez, Juana de Arco y Gertrud. Debatiéndose entre la belleza y el tormento, las mujeres de Dreyer se asfixian entre las paredes cerradas de su entorno; en él viven y florecen, en él luchan y flaquean y sucumben, en él encuentran, también, el éxtasis. Y todo en medio de una luz como un cuchillo: pulida, cortante, precisa y afilada.
En el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona este itinerario de mujer-espacio-luz del norte se puede rastrear en una bella exposición: la dedicada precisamente a Hammershøi (de quien sólo en dos ocasiones se ha realizado una exposición en Europa) y Dreyer (cineasta de paladares tan exquisitos como escasos), y a sus posibles conexiones emocionales y artísticas; es decir: su gusto por los interiores, su gusto por las mujeres dentro de esos interiores, su gusto por la luz, y todo ello desde una perspectiva singular de tratamiento de los elementos implicados en el proceso de tal (re)creación. De hecho, se sabe que Dreyer rodó Gertrud con un libro de reproducciones de Hammershøi entre sus manos. Nada más lejos del azar.
El montaje de la exposición, extraordinario –debido al estudio de arquitectos Aranda Pigem Vilalta–, se articula en función de unos pasillos un tanto enmarañados –como los propios meandros interiores de las féminas que retratan los daneses– realizados en material translúcido, bajo una iluminación tenue y grisácea que acentúa la inmersión en los espacios conceptuales de Hammershøi y Dreyer. La calma irreal de las estancias intachables, las cartas que no podemos leer nosotros mientras las leen las mujeres en las telas, la claustrofobia en que la catástrofe se incuba: todo eso y mucho más está en la esencia de las mujeres con habitación a la cruda luz del norte; esa cárcel femenina del silencio y de los siglos que Vermeer, Hammershøi y Dreyer delataron con maestría inigualable.

1 comentario:

Luis López dijo...

Lástima haberme perdido esa exposición. Creo que vi algo de Vilhelm Hammershøi en el Rijksmuseum en una sala cercana a La joven de la perla y The Milkmaid (la ordeñadora)de Vermeer. Enhorabuena por tu escrito.