Hamilton Finlay en su jardín, 28.03.07

Hace hoy exactamente un año murió Ian Hamilton Finlay, uno de los artistas más singulares del siglo XX. De su procedencia poco se puede decir: sólo que nació en Nassau, de padre traficante y madre escurridiza, y que murió en Escocia. En su arte los límites fueron, como en su vida, imprecisos: Hamilton Finlay, después de pastor de ovejas y soldado a la fuerza en el Royal Service Army Corps, fue escultor, poeta, jardinero y filósofo, todo a la vez, pero no tanto al estilo de un “hombre del Renacimiento” como de un Diógenes sui generis, cultivado, atildado y elegante, que en lugar de un tonel escogió un parque por vivienda. Ese parque se llamó Pequeña Esparta, y Hamilton Finlay fue construyéndolo con dedicación casi obsesiva, morosa y pacientemente, en un terreno de cuatro hectáreas en Stonypath (Escocia), allí donde antes sólo había una granja abandonada. De Pequeña Esparta puede decirse que era, en realidad, un jardín poético, incluso poético-filosófico; en él todo eran templos tomados por la hierba, bancos con poemas inscritos, esculturas de inspiración greco-latina, lápidas cubiertas de epigramas. Su jardín era un jardín del arte y la belleza, también del tiempo y la melancolía, de la muerte y la denuncia. A nadie mejor que a Hamilton Finlay podía aplicarse aquella frase del arquitecto William Chambers: “Los jardineros no son sólo botánicos, sino también artistas y filósofos”. Y poetas, claro. En Pequeña Esparta vivió Hamilton Finlay durante cuarenta años como un austero e independiente exiliado, apelando a la creación y a la inserción del intelecto en la naturaleza, y ello desde su referencia al Mundo Clásico, también a la Revolución Francesa y a la Segunda Guerra Mundial (sus otros dos particulares “caballos de batalla”).

La obra de Hamilton Finlay ha atravesado serias dificultades de interpretación; no es de extrañar en estos tiempos en que hay pocos jardineros… menos aún entre los críticos de arte. Muchos han sido lo que han calificado sus esculturas y sus adagios de ironías, pensando que su recurrencia al Mundo Antiguo no podía encerrar una provocación intelectual para el Mundo Contemporáneo (lo que quiera que eso sea, en este momento de caos en el que estamos); otros han hablado de obra y textos herméticos (ese término que suele emplearse cuando no se sabe por dónde va la fiesta); otros aún han recurrido al Land Art o simplemente al arte conceptual. Pero todos han intentado insertarle entre las filas del arte contemporáneo más por intuición que por convencimiento, sumidos en el más profundo desconcierto. Hamilton Finlay lo tenía, en cambio, rotundamente claro: “Mi trabajo no es satírico ni se burla del heroísmo antiguo. Los críticos que ven eso se están describiendo a sí mismos. Sé que mi obra no es de vanguardia pero, por otro lado, ¿qué vanguardia existe hoy en el mundo? Ninguna. Nada que no esté a la moda, que no esté completamente aceptado por los curadores de arte (quienes, no nos engañemos, a la larga no son más que un puñado de burócratas), y que no esté completamente apoyado por las instituciones, puede sobrevivir”.
Mi fascinación por Finlay se disparó hace un par de años, cuando en un viaje a Londres vi en la Tate Modern una pieza de enormes dimensiones al estilo de las inscripciones antiguas que conozco bien, formada por grandes bloques de piedra que mostraban en letras capitales perfectas: “The world has been empty since the Romans”. En tan sólo ocho palabras se condensaba una línea de pensamiento que expresaron como nadie Hofmannsthal y luego Broch, hablando del vacío terrible de Occidente. Luego, investigando, supe también que, además, la frase en cuestión fue pronunciada por Saint-Just, el llamado “arcángel de la Revolución”, ejecutado con 27 años. Intenté hacerme con una reproducción de la pieza (que estaba en la Tate temporalmente: san Google dice que su ubicación habitual se halla en la Cass Sculpture Foundation de Chichester), pero no fue posible porque no existía, así que disparé una fotografía furtiva que ahora decora el escritorio de mi ordenador.
Hoy Ian Hamilton Finley es pura naturaleza y nos observa, tal vez, serenamente, desde alguno de los bancos de su Pequeña Esparta.

2 comentarios:

Litia dijo...

Comencé hoy a leerte, por casualidad. Me gusta lo que leí, te añadí a mis links.

¡Saludos!

Anónimo dijo...

Muchas gracias, Litia.
Bienvenida a este espacio, que es el tuyo.