
Hace poco más de una semana leíamos el alarmante despunte que está experimentando en Cádiz la actitud del ibérico machito de charanga y pandereta entre los más jóvenes. Nuestros angelitos de quince confesaban sin reparos insultar a sus novietas, darles bofetadas o romperles la ropa por considerarla indecente. Las niñas, entre tanto, admiten como natural el instinto de semejantes bestezuelas, asumiendo su culpa y preparándose así para enunciar aquella frase que, en boca de una de sus pacientes, aterró al médico forense Miguel Lorente, y que más tarde se hizo libro: “Mi marido me pega lo normal”.
¿Qué es lo que maman estos aprendices de matones en casa y en el cole? ¿En qué estercolero pace una sociedad que entiende como “normal” una paliza propinada a la propia compañera o que se deleita a la hora del café con un programa infecto donde semejantes inmundicias se exhiben como entretenimiento? Los optimistas de la cosa -nunca faltan– nos dicen que exageramos, que países supuestamente más “avanzados” como Suecia, Alemania o Gran Bretaña tienen tasas más altas de maltrato. Al fin va a ser verdad que en estos lares a las mujeres se les pega lo normal. A lo peor hasta vamos escasos.
Es obvio que la Ley no ataja esta situación de extrema gravedad social, que bien podría calificarse de terrorismo doméstico. Los indicios de delito son ignorados descaradamente por autoridades e instituciones hasta que no corre la sangre. Las órdenes de alejamiento son un cachondeo. Jueces visionarios obligan a algunas mujeres a regresar con su maltratador. Por no hablar del sector de “hombres” que, al olor de la tajada, lloriquean por las esquinas haciéndose las víctimas; aunque lo suyo, claro, siempre es psicológico.
¿Servirá de algo el día de hoy? Lo dudo. Tal vez contemos una muerte más.