
La retransmisión de la ópera fue impecable, y eso que asistí con serias reservas al respecto. La calidad visual, la sincronización entre imagen y sonido, la coherencia de los subtítulos… todo ello inmejorable. En lo que se refiere al espectáculo en sí, cabe resaltar la buena concepción del montaje de Guy Joosten y la espléndida interpretación, lo mismo vocal que dramática, del elenco, con especial brillo de una inconmensurable Deborah Polaski (Elektra), seguida de cerca por Ann-Marie Backlund (Crisótemis) y por la ya veterana Eva Marton (Clitemnestra). El precio de las butacas, absolutamente irrisorio (14 euros), dio oportunidad de contemplar un espectáculo de primera categoría desde una perspectiva privilegiada, eludiendo los 180 euros que suponen el precio de las entradas “first-class” en el Liceu.
La parte triste del cuento vino cuando pude constatar que en la correspondiente sala de Cinesa donde aquella maravilla ocurría, una sala con capacidad para 200 personas, apenas estábamos presentes unas 25. ¿Dónde estaban los aficionados a la ópera que se baten en duelo por una entrada para un espectáculo muchas veces mediocre en el FIS? ¿Dónde estaban quienes este verano pagarán 150 euros por una butaca para ver al correoso José Cura disfrazado de Sansón –o tal vez de Dalila– y que además, como nos descuidemos, quizá nos llame malolientes, insulto que dedicó a los espectadores del Teatro Real que en su Il Trovatore de 2000 le recriminaron su mal hacer?
Es verdad que el evento Elektra no se publicitó de forma apabullante, en lo que parece un imperdonable fallo de la organización. Pero la noticia como tal apareció, y estoy segura de que la leyeron al menos 200 personas. Una lástima que una iniciativa tan magnífica haya quedado sepultada entre las sombras, y probablemente en tal penumbra haya lastrado su continuidad.