
En el gaditano hospital de San Rafael las enfermeras quieren ponerse los pantalones pero no se lo permiten. El pantalón, como el brandy Soberano, es cosa de hombres. Para las féminas se ha designado un atuendo ejemplar a la par que discreto: falda, cofia y leotardito, como toda la vida. Eso sí, en palabras de Carmen de Porres, Secretaria Provincial del Sindicato de Enfermería, parece que la falda se hace cada vez más corta y el escote más generoso; a saber para placer de quién. A las aguerridas mozas que se atreven a desairar la orden se les aplica un ejemplar castigo: reducción de sueldo, que para eso están las nóminas de las mujeres; mucho pedir es que siquiera cobren, cuando lo natural sería que estuvieran en la casa, tejiendo jerseys y preparando el puchero, para recibir alegres y gozosas –y con falda, claro está- al pater familias. Lo raro es que a las revoltosas interfectas no las cojan y las arrastren por los pelos, como en tiempos de los Picapiedra, para hacerlas entrar en razón.
Parece mentira que a estas alturas de la peli andemos todavía con semejantes restricciones… y sobre todo con semejantes escarmientos. ¿No sería más sencillito dejar que cada quien elija su uniforme entre falda y pantalón según su comodidad y criterio? ¿Puede tolerarse que una empresa que presta un servicio público se pase por las corvas la Constitución, incurriendo en una actitud y en una penalización claramente ilegales por discriminatorias? ¿Hasta cuándo habremos de seguir sufriendo y tolerando estas perspectivas cavernarias? Dicen, y será verdad, que estamos en el siglo XXI… pero yo no me lo creo.