Los acontecimientos de las últimas semanas han propiciado la proliferación de un espíritu sombrío. La presencia constante de la amenaza de la enfermedad, sumada a las medidas de excepción que se han impuesto para intentar atajarla, sugiere de manera natural la percepción de la propia debilidad y, con ella, una mirada hacia tiempos pretéritos que en el imaginario colectivo guardan similitudes con nuestro entorno convulso. No es extraño entonces el singular revival que ha experimentado recientemente en la prensa la Edad Media, escenario fértil en plagas devastadoras y catástrofes bélicas y hasta ecológicas. Si además de la muerte generalizada pensamos en cuál podría ser el sonido de aquella época poco complaciente con los hombres, no es difícil evocar aquel siniestro apunte del historiador Huizinga: las carracas que acompañaban las comitivas fúnebres y las campanas que convocaban a reunirse para la difusión de las peores noticias constituían la banda sonora de esta edad paradójicamente impávida.
Pero en la Edad Media no solo había oscuridad y guerras y apestados. También había jardines y sus flores. Y dentro de las flores, cobró especialísimo protagonismo la rosa, brote de simbolismo extraordinario, muy próximo a tres esenciales elementos: el amor, el deseo y, por supuesto, el miedo. La historia de la rosa, de la rosa simbólica, es una historia oscilante, pendular y compleja: la rosa ha conocido la adoración, ha conocido el aborrecimiento, ha conocido el olvido y ha conocido la sacralización. Si hubiera de compararse con un personaje de carne y hueso, sería algo así como una Helena de Troya: temida aunque hermosa, sincera y ladina, princesa y puta, cautivadora y cautiva, suscitadora de amores y odios, bandera de guerras (Guerra de las Dos Rosas), cantada («una rosa es una rosa es una rosa») y denostada (Ángel González la llamaba «menti-rosa»).
Puede decirse que la rosa entra en el mundo civilizado occidental, quiero decir, de modo «lógico», intelectualmente sopesado, de la mano de los griegos. Homero menciona una rosa plebeya, silvestre, de tan solo cinco hojas, que tiene una función medicinal: la producción del óleo con el que Afrodita unge el cuerpo de Héctor en la Ilíada. El afecto de Afrodita por la rosa fue inmediatamente compartido por todas las divinidades, y en el valle de Frigia crearon un jardín que quedó al cargo del Rey Midas, un vergel donde solo crecían rosales exquisitos, custodiado por una verja de oro. Ya en estos principios mitológicos se aprecian algunos asuntos que posteriormente repuntarán en la Edad Media, aunque reelaborados, como son el vínculo de la rosa con la mujer, con el amor venusino, con la pureza (en la persona de la doncella rescatada) y con el jardín amurallado.
Si en Roma la rosa había adquirido el esplendor máximo de su paganidad, el Cristianismo se encargó de arrebatárselo. Prudencio calificó a la rosa de planta espiritualmente venenosa. El Cristianismo Primitivo, poco dado a los placeres ni a la celebración de lo terreno, favoreció el retroceso de una flor que evocaba la vitalidad mundana. El advenimiento de los bárbaros hizo el resto: nada quedó en pie de la gloriosa cultura romana, todo fue destruido, y si cayeron poderosas instituciones y ciudades, mucho menos podían resistir los modestos cultivos y las flores. Era el comienzo de la Edad Media. La cultura grecorromana y las rosas hubieron de refugiarse en el mismo lugar: los monasterios. De algún modo, la rosa abandona su existencia bacanal y retorna a su origen de tesoro recoleto custodiado entre paredes. Como el hijo pródigo, regresa avergonzada al jardín, al hortus conclusus, que por un lado evoca el frustrante sentimiento del Edén Perdido; por otro, constituye una realización idílica del paradigma cristiano en que la Virgen suele aparecer en un jardín cercado sentada sobre un lecho de rosas, con un pequeño Jesús entre los brazos que toca un instrumento musical; y, por último, en una cuasi herética combinación de ambos, suele ser el escenario en que, entre arquitecturas ambiguas, fuentes rumorosas, especias excitantes, árboles exóticos y rosas fragantes, se resalta la pureza de María como inocencia paradójicamente apasionada, como bomba espiritualmente sexual. La música y el jardín, y dentro del jardín las rosas, pronto entrelazarán una profunda y provechosa amistad. Como muestra de la importancia del hortus conclusus, puede recordarse esa hermosa pieza perteneciente al gótico tardío (siglo XV), cuyo autor es el español Rodrigo de Ceballos, que lleva precisamente este título y que es una musicalización de un fragmento del Cantar de los Cantares. La confusa ambigüedad reinante en el jardín cercado, con la rosa como símbolo de amor puro pero intenso y la vinculación de la Virgen María con un extraño protocolo amoroso queda a su vez bien representada en la música de uno de los grandes maestros del Ars Subtilior, Elzear Genet, también conocido como Carpentras; se trata de «Haec est illa dulcis rosa. Salve», bello motete a cinco voces, donde se realiza un elogio cortés de la belleza mariana. (Ambas piezas pueden encontrarse en el disco La rosa, el lirio y el arándano. Jardines medievales, a cargo del Orlando Consort, bellamente editado en formato libro-disco por HM).
Cuando las turbulencias fueron amainando y los bárbaros fueron desbastándose, se empezó a pensar en vivir un poco más civilizadamente. Será Carlomagno quien recupere el esplendor de la vida cortesana en sus residencias de Ingelheim y Aquisgrán e incluso, sorpréndanse, imponga por decreto el cultivo de la rosa en su Capitulare de Villis vel Curtis Imperii. A partir de aquí la suerte de la rosa comienza a remontar. Las damas la adoran y de la adoración de la mujer a la asociación femínea con la flor y de ambas con el amor, siempre en el entorno del jardín, solo media un paso. Curiosamente, en esta transformación ideológica de la flor hay un elemento nuevo y fundamental: la música. Erwin Panofsky apunta que es frecuente en el arte medieval la representación de jardines en que una mujer toca el laúd o huele una rosa. Las damas en los bailes tocan su cabeza con arreglos de rosas, en las danzas de los siglos XII y XIII las parejas llevan en las manos ramos de rosas que se intercambian al compás de flautas y dulzainas. Frente a las canciones de inspiración popular o goliardesca, en que la rosa tiene connotaciones lúdicamente eróticas («Una joven portaba una túnica roja; si la acaricio, la túnica se estremece; una joven se me mostraba como una pequeña rosa, con su rostro radiante y su boca una flor»), la literatura más culta se impregnaba también de este espíritu y reelaboraba estos temas en obras que acogían las corrientes líricas del amor cortés, que se desarrollaban siempre en el ámbito del huerto (del huerto cerrado, amurallado), cuyo objetivo esencial era la conquista de la Dama-Rosa, para lo cual se recurría a todo tipo de argucias, las musicales incluidas. Como muestra del papel crucial de la rosa en el amor cortés puede traerse a colación una hermosísima composición de John Dunstable, la ballata «O rosa bella», que conocerá recomposiciones posteriores y que se expresa en los términos siguientes: «Oh, rosa bella, dulce alma mía, no me dejes morir por esta cortesía. Tan triste como estoy, podría morir tras servirte con perfección y lealtad. Oh, dios del amor, qué doloroso es amar; ve cómo muero por este pacto amoroso. Auxíliame en mi enfermedad: corazón de mi ser, no permitas que muera». (Esta versión, que se sitúa en los más audaces inicios de la interpretación de la música antigua, allá por el año 1983, se encuentra en Mi verry joy, precioso disco del Medieval Ensemble of London, encabezado por Peter y Timothy Davies, registrado en el sello L'Oiseau Lyre).
Es evidente que en este contexto no podemos dejar de citar el Roman de la Rose, donde el jardín es lugar y metáfora, y el amante es jardinero, raptor y músico. El Roman de la Rose fue escrito hacia 1225 por Guillaume de Lorris y continuado por Jean de Meun en la segunda mitad del siglo XIII. La parte redactada por Guillaume de Lorris es ante todo un «arte de amar», con forma alegórica. Pero en realidad el éxito de la obra se debe a la extensísima continuación de Jean de Meun, que refleja un momento crucial de la Historia occidental: los ideales corteses se habían hundido, la sociedad feudal empezaba a debilitarse y la crisis se extendía a todos los ámbitos. Jean de Meun, erudito, estoico y neoplatónico, y uno de los autores satíricos más crueles de su época, aprovecha para denostar el concepto de la Dama-Rosa como mera fuente de placer y la adecuada recolocación del amor en el contexto de la procreación; para ello se sirve de descripciones misóginas, agresivas y a veces procaces —como el episodio final, con la grosera desfloración de la Rosa—, que en realidad constituyen una profunda crítica a las costumbres relajadas del estamento nobiliario de su tiempo y una denuncia de la gran hipocresía que encerraba la cacareada delicadeza del amor cortés, el cual no suponía sino «un freno para el desenfreno».
De la indiscutible celebridad y propagación del Roman de la Rose, texto de influjo ovidiano que fue fundamental para la historia de Europa, se hicieron eco de forma inmediata músicos de la talla de Guillaume de Machaut y Solage, también Jacques de Cysoing o Brunel de Tours, amén de numerosos compositores de los que solo nos ha quedado la música pero no sus nombres. Todos ellos, en plena época gótica, rescataron episodios especialmente significativos de la obra («En el vergel de las rosas», «Beso precioso», «Yo os suplico dulce rosa»...) en un viaje trovero apasionante entre las producciones del Ars Nova y del Ars Subtilior. En este sentido, me permito recomendar el disco Le Roman de la Rose, del conjunto Per-Sonat, encabezado por Sabine Lutzenberger, que incluye una carola —danza popular citada en el Roman— y una bella canción de Guillaume de Machaut que describe el amor que la Rosa prendió como una flecha en el ojo y el corazón del caballero. Entre los diez mandatos del Amor que proporciona el Roman de la Rose se encuentra, y no por casualidad, el de cantar, tocar instrumentos y bailar con gracia. En el Episodio de Pigmalión se enumera la variedad de instrumentos con que se podía intentar atraer el favor de la dama, aun no siempre con éxito.
Con la rosa ya instalada en el hortus conclusus —aunque ya hemos visto que de conclusus, poco—, y desde sus evocaciones más sagradas, se tenderá un puente hacia la más intachable feminidad y el amor más puro: María, invocada como Rosa Mystica, Rosa Fragans, Rosa Rubens, Rosa Novella. Como Madre, María, la Rosa entre las Rosas, es capaz de conjurar el mal, la muerte, de donde es frecuente que la rosa en cuanto flor se use en su asociación mariana para ahuyentar la desgracia y el terror. En los tiempos de las sucesivas pestes europeas —ya inmersos en el siglo XIV, en pleno apogeo del miedo— los pétalos de rosa se usaban como amuletos y para intentar purificar las ropas, lamentablemente en vano, de los afectados por la enfermedad. (Este concepto de María se puede escuchar en el disco Rosa das Rosas. Il simbolo della Rosa nel Medioevo, a cargo del ensemble Chominciamento di Gioia, en el sello III Milenio).
La Rosa Diosa del Amor Espiritual no conseguiría, sin embargo, neutralizar la visión más estrictamente placentera que de la flor tenían otros poetas coetáneos, cuya estela, por lo demás, otros continuaron. No olvidemos aquel malicioso romance anónimo que reza, con clara alusión a la rosa como pérdida de la virginidad: «Yo m'iba, mi madre / las rosas coger. / Hallé mis amores / dentro en el vergel. / Dentro del rosal / matarme'an.» En los jardines amorosos de la Edad Media había mucha ropa que lavar y la música, como se ha visto, nos ha legado sobrado testimonio.