Hace exactamente dos siglos y medio se crearon dos vidas para el arte que, aun participando de elementos comunes, con el tiempo han corrido suertes bien distintas. En 1757 nació en Possagno el escultor neoclásico par excellence, Antonio Canova, y también en 1757 nació a la luz el enorme –y peculiar– escritor Samuel Johnson, en los pinceles del principal retratista de la llamada “Gran Manera Inglesa”, Joshua Reynolds.
A día de hoy, puede afirmarse que no hay nadie que no conozca las estilizadas y bellísimas esculturas de Canova, de elegante disposición e inmaculado mármol casi blanco; tal vez el conjunto de Eros y Psique (representación del amor cándido atesorada por el Louvre), las Tres Gracias (conservadas en el espectacular Museo del Hermitage) y la venusina imagen de Paulina Bonaparte (cuyo perfil es emblema inigualable de la Galería Borghese en Roma) sean tres de las más inequívocas e imprescindibles entre las grandes obras del maestro italiano. Con motivo del aniversario del artista, Possagno ha querido recuperar otra de ellas, con una singular historia a sus espaldas: la escultura del joven príncipe Henryk Lubomirski –representado con los atributos y apariencia de Amor–, príncipe por enfermizo empeño de una princesa polaca desequilibrada, cuya belleza efébica era tan del gusto del siglo en que el mancebo vivió. Al parecer, el joven Henryk llegó a convertirse en una obsesión –sin duda estética, tal vez incestuosa– para la princesa viuda, que por su rostro le adoptó, le educó, le hizo viajar y le zambulló en el ambiente del arte más refinado. Conociendo la fama de Canova –no en vano el escultor italiano llegará a retratar al mismísimo Napoleón– la princesa se empeñó en obtener un gesto inmortal de la belleza del joven que la conducía a la sinrazón –tan grave era el caso que llegó a casar al mozo con su hija mayor y así a desheredar a las restantes hermanas. Canova detestaba trabajar por encargo y accedió a la petición de la princesa por motivos crematísticos. La estatua en realidad es un collage, pues sólo la cabeza pertenece a Henryk; el cuerpo hubo de aportarlo un modelo profesional, dado que el efebo, de natural vergonzoso –suponemos–, se negó a posar desnudo. La princesa, en el colmo del trastorno, encargó varias réplicas de la cabeza de la pieza por miedo a su pérdida, y aún en los últimos días de su vida, ya inválida, se hacía llevar hasta la estatua, dispuesta en lugar de honor, donde rozaba sus pies con enfebrecida devoción.
A día de hoy, puede afirmarse que no hay nadie que no conozca las estilizadas y bellísimas esculturas de Canova, de elegante disposición e inmaculado mármol casi blanco; tal vez el conjunto de Eros y Psique (representación del amor cándido atesorada por el Louvre), las Tres Gracias (conservadas en el espectacular Museo del Hermitage) y la venusina imagen de Paulina Bonaparte (cuyo perfil es emblema inigualable de la Galería Borghese en Roma) sean tres de las más inequívocas e imprescindibles entre las grandes obras del maestro italiano. Con motivo del aniversario del artista, Possagno ha querido recuperar otra de ellas, con una singular historia a sus espaldas: la escultura del joven príncipe Henryk Lubomirski –representado con los atributos y apariencia de Amor–, príncipe por enfermizo empeño de una princesa polaca desequilibrada, cuya belleza efébica era tan del gusto del siglo en que el mancebo vivió. Al parecer, el joven Henryk llegó a convertirse en una obsesión –sin duda estética, tal vez incestuosa– para la princesa viuda, que por su rostro le adoptó, le educó, le hizo viajar y le zambulló en el ambiente del arte más refinado. Conociendo la fama de Canova –no en vano el escultor italiano llegará a retratar al mismísimo Napoleón– la princesa se empeñó en obtener un gesto inmortal de la belleza del joven que la conducía a la sinrazón –tan grave era el caso que llegó a casar al mozo con su hija mayor y así a desheredar a las restantes hermanas. Canova detestaba trabajar por encargo y accedió a la petición de la princesa por motivos crematísticos. La estatua en realidad es un collage, pues sólo la cabeza pertenece a Henryk; el cuerpo hubo de aportarlo un modelo profesional, dado que el efebo, de natural vergonzoso –suponemos–, se negó a posar desnudo. La princesa, en el colmo del trastorno, encargó varias réplicas de la cabeza de la pieza por miedo a su pérdida, y aún en los últimos días de su vida, ya inválida, se hacía llevar hasta la estatua, dispuesta en lugar de honor, donde rozaba sus pies con enfebrecida devoción.
No de un amour fou, sino de un odio irracional, ha sido víctima el célebre retrato que de Samuel Johnson –“gloria nacional” británica, probablemente con más motivo que otras- se conserva en el londinense Museo del Retrato. Un mendigo pertrechado con un martillo se ha liado a golpes con el lienzo del ingenioso lexicógrafo que Reynolds pintó en 1757, haciéndole unos cuantos desgarrones. La duda está en saber si el mendigo era o no consciente de sus actos, es decir, si era un mero vándalo ignorante o un intelectual resentido; eso por no hablar de los niveles de seguridad en ciertos museos, que prohíben el uso de móviles y cámaras fotográficas pero nada tienen que objetar a los martillos. En cualquier caso, no es de extrañar aquello que ya afirmara Johnson, de que cuanto más conocía al género humano, menos esperaba de él.
Reynolds y Canova miraron con insistencia hacia el pasado, y en particular hacia el pasado clásico, para localizar sus obras. Canova se apoyó en los cuerpos grecolatinos y en la técnica de la estatuaria helenística; Reynolds era adicto a la investigación histórica, incorporó los modelos de la Antigüedad Clásica a sus planteamientos de la “Manera Inglesa” y estudió con obsesión a Rafael hasta el extremo de quedarse sordo por una enfermedad contraída a causa del frío en las estancias Vaticanas. Reynolds no sólo quedó sordo, sino ciego también más adelante, y pareja suerte corrió Canova, que murió del mismo modo. Las obras de ambos han sido objeto de pasiones encendidas, bien ajenas a la mesura y la razón antiguas a que sus autores aspiraban.
Reynolds y Canova miraron con insistencia hacia el pasado, y en particular hacia el pasado clásico, para localizar sus obras. Canova se apoyó en los cuerpos grecolatinos y en la técnica de la estatuaria helenística; Reynolds era adicto a la investigación histórica, incorporó los modelos de la Antigüedad Clásica a sus planteamientos de la “Manera Inglesa” y estudió con obsesión a Rafael hasta el extremo de quedarse sordo por una enfermedad contraída a causa del frío en las estancias Vaticanas. Reynolds no sólo quedó sordo, sino ciego también más adelante, y pareja suerte corrió Canova, que murió del mismo modo. Las obras de ambos han sido objeto de pasiones encendidas, bien ajenas a la mesura y la razón antiguas a que sus autores aspiraban.
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