En apenas unos días debería cumplir 75 años, pero su voz se extinguió apenas alcanzó los 30. Su nombre era Sylvia Plath, y sus libros –también, tal vez, su biografía– hicieron de ella una de las poetas más influyentes del siglo XX.
Para algunos parece incuestionable que la sociedad norteamericana de los años 50 era una sociedad sin tacha, a pesar de los retratos de Dos Passos, Williams o Faulkner. Tras la guerra, las expectativas de prosperidad se traducen en un optimismo que impregna los más insignificantes aspectos de la vida cotidiana; un optimismo que incluso se exporta como enseña de identidad al exterior. Así es como se promueve una visión idílica de lo público y lo privado que excluye el florecimiento de ejemplares inadaptados a la espléndida bonanza circundante. La alambicada personalidad de la poeta Sylvia Plath puso en tela de juicio un sistema ideal de familia y sociedad que en términos prácticos sólo fue apto para inmortalizar el periodo más brillante del cine americano.
Su acartonado ambiente doméstico y la pérdida de la figura paterna –hacia la que Sylvia en sus Diarios manifiesta una ambigua tendencia edípica- son dos de los factores más influyentes en el carácter de la escritura de Plath. El molde educacional en que la poeta creció configuró una apariencia serena al exterior que coexistía con una turbadora torrencialidad interior. En esta paradoja de difícil resolución se incubó una intensa depresión y un primer intento de suicidio, a la edad de 21 años. El suceso en sí y el posterior tratamiento, a base de inacabables sesiones de psicoterapia y electroshock, constituyó un episodio que por fuerza había de dejar un rastro perdurable en la obra y el decurso vital de la escritora. En Campana de Cristal, su más relevante obra en prosa, Plath aborda descarnadamente aquella prematura cita a ciegas con la muerte. Campana de Cristal es, en realidad, una novela autobiográfica que, bajo el pseudónimo de Victoria Lucas, se publicará de forma irónica en el mismo año de su segundo –y esta vez exitoso– flirteo suicida. Escudada tras el ficticio personaje de Esther Greenwood, Sylvia se autodisecciona en el carácter de una joven estudiante con ambiciones literarias pero desgarrada interiormente por conflictos relativos a la moral, la conducta y la identidad.
Sylvia Plath ha sido propuesta a menudo como referente de tendencias feministas no siempre bien concebidas; pero la personalidad de la escritora, aun en su pertinaz búsqueda de intensidad intelectual y sexual (lo que sin duda contribuyó a su localización posterior entre las hordas más radicales del cromosoma XX), sufría en realidad un importante desajuste anímico, producto del desencuentro entre lo teórico de sus aspiraciones y el modelo crisoelefantino de mujer ensalzado por su época, al que ella misma tampoco quiso sustraerse. En este sentido, poemas como “Dos hermanas de Perséfone” ejemplifican esas dos vertientes contradictorias aunque confusamente coexistentes: la fémina intelectual que es “oruga de esposa, no mujer aún” frente a la “novia soleada que fértil crece rápida”. En su alianza con Ted Hugues (poeta a quien conoce estando becada en la Universidad de Cambridge y con quien se casa precipitadamente en 1956) persigue Sylvia la realización de ese ideal imposible de confluencia de ambas facetas. Y, por supuesto, la posibilidad de tener hijos, su otra gran obsesión. Cinco años más tarde, la escritora ha alcanzado por dos veces los frutos de la maternidad, pero cuenta también en su haber con un aborto y con un matrimonio fracasado, dada la dudosa calidad de la afectividad de Hugues, sospechosamente reavivada años después ante la perspectiva de lucrarse con la publicación póstuma de la obra de su malograda ex-esposa.
Ante la crisis, Sylvia se vuelca en sus hijos y en la creación; la capacidad de alumbramiento deviene criterio estético: “la perfección es espantosa, no puede tener hijos”. La poesía de Plath comienza a tornarse compulsiva al tiempo que profundamente especular: los poemas se suceden rápidos (incluso uno diario, siempre de madrugada, antes de que sus hijos se despierten) y las palabras devuelven multiplicado el reflejo de su insatisfacción ante la feminidad. No en vano Philip Larkin la llamaba “poeta del horror”…
A comienzos de 1963, Sylvia Plath decide romper definitivamente con su entorno. Como ya conoce la escasa efectividad de los somníferos, se decanta por una opción cómoda y segura: el gas, que inhala hasta morir en la cocina de su casa. Un final extrañamente silencioso para una voz poderosa de tormenta.
Para algunos parece incuestionable que la sociedad norteamericana de los años 50 era una sociedad sin tacha, a pesar de los retratos de Dos Passos, Williams o Faulkner. Tras la guerra, las expectativas de prosperidad se traducen en un optimismo que impregna los más insignificantes aspectos de la vida cotidiana; un optimismo que incluso se exporta como enseña de identidad al exterior. Así es como se promueve una visión idílica de lo público y lo privado que excluye el florecimiento de ejemplares inadaptados a la espléndida bonanza circundante. La alambicada personalidad de la poeta Sylvia Plath puso en tela de juicio un sistema ideal de familia y sociedad que en términos prácticos sólo fue apto para inmortalizar el periodo más brillante del cine americano.
Su acartonado ambiente doméstico y la pérdida de la figura paterna –hacia la que Sylvia en sus Diarios manifiesta una ambigua tendencia edípica- son dos de los factores más influyentes en el carácter de la escritura de Plath. El molde educacional en que la poeta creció configuró una apariencia serena al exterior que coexistía con una turbadora torrencialidad interior. En esta paradoja de difícil resolución se incubó una intensa depresión y un primer intento de suicidio, a la edad de 21 años. El suceso en sí y el posterior tratamiento, a base de inacabables sesiones de psicoterapia y electroshock, constituyó un episodio que por fuerza había de dejar un rastro perdurable en la obra y el decurso vital de la escritora. En Campana de Cristal, su más relevante obra en prosa, Plath aborda descarnadamente aquella prematura cita a ciegas con la muerte. Campana de Cristal es, en realidad, una novela autobiográfica que, bajo el pseudónimo de Victoria Lucas, se publicará de forma irónica en el mismo año de su segundo –y esta vez exitoso– flirteo suicida. Escudada tras el ficticio personaje de Esther Greenwood, Sylvia se autodisecciona en el carácter de una joven estudiante con ambiciones literarias pero desgarrada interiormente por conflictos relativos a la moral, la conducta y la identidad.
Sylvia Plath ha sido propuesta a menudo como referente de tendencias feministas no siempre bien concebidas; pero la personalidad de la escritora, aun en su pertinaz búsqueda de intensidad intelectual y sexual (lo que sin duda contribuyó a su localización posterior entre las hordas más radicales del cromosoma XX), sufría en realidad un importante desajuste anímico, producto del desencuentro entre lo teórico de sus aspiraciones y el modelo crisoelefantino de mujer ensalzado por su época, al que ella misma tampoco quiso sustraerse. En este sentido, poemas como “Dos hermanas de Perséfone” ejemplifican esas dos vertientes contradictorias aunque confusamente coexistentes: la fémina intelectual que es “oruga de esposa, no mujer aún” frente a la “novia soleada que fértil crece rápida”. En su alianza con Ted Hugues (poeta a quien conoce estando becada en la Universidad de Cambridge y con quien se casa precipitadamente en 1956) persigue Sylvia la realización de ese ideal imposible de confluencia de ambas facetas. Y, por supuesto, la posibilidad de tener hijos, su otra gran obsesión. Cinco años más tarde, la escritora ha alcanzado por dos veces los frutos de la maternidad, pero cuenta también en su haber con un aborto y con un matrimonio fracasado, dada la dudosa calidad de la afectividad de Hugues, sospechosamente reavivada años después ante la perspectiva de lucrarse con la publicación póstuma de la obra de su malograda ex-esposa.
Ante la crisis, Sylvia se vuelca en sus hijos y en la creación; la capacidad de alumbramiento deviene criterio estético: “la perfección es espantosa, no puede tener hijos”. La poesía de Plath comienza a tornarse compulsiva al tiempo que profundamente especular: los poemas se suceden rápidos (incluso uno diario, siempre de madrugada, antes de que sus hijos se despierten) y las palabras devuelven multiplicado el reflejo de su insatisfacción ante la feminidad. No en vano Philip Larkin la llamaba “poeta del horror”…
A comienzos de 1963, Sylvia Plath decide romper definitivamente con su entorno. Como ya conoce la escasa efectividad de los somníferos, se decanta por una opción cómoda y segura: el gas, que inhala hasta morir en la cocina de su casa. Un final extrañamente silencioso para una voz poderosa de tormenta.
8 comentarios:
Ya estaba echando de menos el pan de este martes, pero ha merecido la pena la espera para poder leer tu particular homenaje a una de las más interesantes poetas del siglo XX.
Probablemente desde el limbo poético en que habita actualmente haya dirigido su cálida mirada hacia tí y esbozado una complice sonrisa.
Siempre eres invitado bienvenido en esta mesa. Beso.
Lo más curioso es que, cuando alguien necesita ayuda, ayuda de verdad, lleguen los especialista y le recomienden terapia de choque (de electrochoque, en concreto).
Con esos métodos, ¿cómo no iban a acabar con ella?
Interesantísimo artículo, Ana; me acaban de entrar unas ganas irreprimibles de leer a Silvia Plath.
XXX.
Bien afirmas, Javier. Nada más temible que un especialista, en cualquier materia. A estos sí que se les puede aplicar aquello de "los árboles no te dejan ver el bosque". Y si la materia se refiere a los asuntos de la cabeza... uff, qué miedo. El electroshock estuvo muy de moda en los años 50: era el sumum de la novedad... imagínate. Muchos escritores famosos (específicamente escritoras) cayeron bajo sus efectos devastadores (o bajo los de otros tratamientos igualmente asesinos): Somaya Ramadan, Ingeborg Bachmann, H.D., Leonora Carrington... Pavoroso.
Leer a Sylvia. Qué inquietante...
Un beso -o tres-, querido mío.
Ahora que lo dices, Leonora Carrington ¿no estuvo por nuestra tierruca internada?
Mmmm... ¿olisqueando personaje? ;DD
Pues sí, dices bien. Aquí estuvo internada allá por los 40, aunque escapó del hospital para huir a Lisboa, no sé si uno o dos años después.
¿Cómo das a basto con todo, Ana? Acabo de descubrir tus "panes..." y estoy encantada. Yo de mayor quiero ser como tú.
Besos
Leo, no crezcas nunca, preciosa. Un gran beso.
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