Hace escasos días ha iniciado José Luis Mazarío un nuevo viaje pictórico que parece trazado, como en los mapas y en la mente de los hombres antiguos, más allá de los confines conocidos de la Tierra, más allá de la geometría con que escancia su lenguaje el mundo cotidiano. Los nuevos cuadros de Mazarío nos sumergen en un ámbito donde los humanos pierden pie y donde todo está en un lugar distinto a donde se supone que debe encontrarse. O tal vez sea, simplemente, que la distorsión emocional de Mazarío nos hace percibir lo que en el fárrago de los días que con nosotros viajan no solemos percibir; decía Perec en su Especies de espacios que no sabemos mirar, y tal vez debamos asomarnos a nuestras ventanas interiores –esos leves marcos con que José Luis pespuntea sus miradas– para ver mujeres que vuelan o noches de amor sin luna.
En la Galería Siboney y hasta el 10 de junio ha reunido Mazarío una treintena larga de obras, salidas en su mayoría de un intenso proceso de casi aislamiento y absoluta dedicación entre los años 2007 y 2008. Con excepción de algunos lienzos de mayor tamaño –en todo caso no muy grandes, no más allá de un metro–, la exposición “Caos y armonía” se nutre de obras sobre tabla en pequeño, e incluso muy pequeño, formato (pueden encontrarse varias piezas de tan solo 20x20 cms., como por ejemplo una deliciosa vanitas iluminada por un único, humilde e inquietante punto de luz). Es evidente que la media y pequeña distancia constituyen el ámbito en que Mazarío se halla más a gusto, seguramente también en el que más sentido cobra su peculiar lenguaje. Debe señalarse, no obstante, la presencia en esta exposición de una distinción muy marcada entre dos paletas no sé si contrapuestas pero sí distantes. Por un lado, encontramos al Mazarío más habitual de contornos oscilantes y tonos oscuros, plúmbeos y acuáticos, de figuras alígeras y evanescentes como salidas de un cuadro de Chagall, frente a un universo más nuevo y restallante, impregnado de figuras compactas y temas orientalizantes o indígenas, de volutas plenas de colores incendiados –rojos, naranjas, amarillos, turquesas…- y perfiles torturados, que recuerdan ora el más agresivo fauvismo, ora el primitivismo de Gauguin o Matisse.
Quizá en este último camino deba intensificar Mazarío su investigación, desbrozar las orillas y arrancar las malas hierbas para llegar a una esencia que en estos nuevos cuadros, a pesar de algunos apuntes de interés, aún se le escapa. O tal vez es que estemos demasiado acostumbrados a esas escenas suyas en que la serenidad es elocuente y la figura humana un leve hilo de cometa que puede conducir a un estrato insospechado, allí donde la gravedad no existe y las palabras se desparraman por el aire en un discurso alejado de la convencionalidad –algo bastante parecido, en suma, a la umbría caverna de la poesía–. En muchas de estas tablas se sigue apreciando esa maestría en el manejo de los planos tan característica de José Luis, ese misterio en el decir callado –un tanto delvauxiano– de las figuras flotantes o en los paisajes recoletos, esa limpieza en un mantel extendido sobre un velador junto al mar, esa asimetría que cuestiona el corazón de las certezas, esa sorpresa en el ángel incorpóreo que se asoma para anunciar lo inesperado; ángel trasunto, tal vez, del pintor, que a su modo susurra lo inefable: Mazarío en su ventana que es un lienzo.
En la Galería Siboney y hasta el 10 de junio ha reunido Mazarío una treintena larga de obras, salidas en su mayoría de un intenso proceso de casi aislamiento y absoluta dedicación entre los años 2007 y 2008. Con excepción de algunos lienzos de mayor tamaño –en todo caso no muy grandes, no más allá de un metro–, la exposición “Caos y armonía” se nutre de obras sobre tabla en pequeño, e incluso muy pequeño, formato (pueden encontrarse varias piezas de tan solo 20x20 cms., como por ejemplo una deliciosa vanitas iluminada por un único, humilde e inquietante punto de luz). Es evidente que la media y pequeña distancia constituyen el ámbito en que Mazarío se halla más a gusto, seguramente también en el que más sentido cobra su peculiar lenguaje. Debe señalarse, no obstante, la presencia en esta exposición de una distinción muy marcada entre dos paletas no sé si contrapuestas pero sí distantes. Por un lado, encontramos al Mazarío más habitual de contornos oscilantes y tonos oscuros, plúmbeos y acuáticos, de figuras alígeras y evanescentes como salidas de un cuadro de Chagall, frente a un universo más nuevo y restallante, impregnado de figuras compactas y temas orientalizantes o indígenas, de volutas plenas de colores incendiados –rojos, naranjas, amarillos, turquesas…- y perfiles torturados, que recuerdan ora el más agresivo fauvismo, ora el primitivismo de Gauguin o Matisse.
Quizá en este último camino deba intensificar Mazarío su investigación, desbrozar las orillas y arrancar las malas hierbas para llegar a una esencia que en estos nuevos cuadros, a pesar de algunos apuntes de interés, aún se le escapa. O tal vez es que estemos demasiado acostumbrados a esas escenas suyas en que la serenidad es elocuente y la figura humana un leve hilo de cometa que puede conducir a un estrato insospechado, allí donde la gravedad no existe y las palabras se desparraman por el aire en un discurso alejado de la convencionalidad –algo bastante parecido, en suma, a la umbría caverna de la poesía–. En muchas de estas tablas se sigue apreciando esa maestría en el manejo de los planos tan característica de José Luis, ese misterio en el decir callado –un tanto delvauxiano– de las figuras flotantes o en los paisajes recoletos, esa limpieza en un mantel extendido sobre un velador junto al mar, esa asimetría que cuestiona el corazón de las certezas, esa sorpresa en el ángel incorpóreo que se asoma para anunciar lo inesperado; ángel trasunto, tal vez, del pintor, que a su modo susurra lo inefable: Mazarío en su ventana que es un lienzo.
2 comentarios:
Una delicia la exposición de Mazarío. Me alegró ver cómo había vendido practicamente todo lo expuesto. Se lo merece.
En casa tengo un pequeño cuadro suyo de hace algunos años.
Besos
Tienes toda la razón. Buen artista, buena persona. La suerte merece acompañarle (y lo digo en este orden, no al revés).
Besos.
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