Feliz Año Nuevo


¿Experiencia?, 30.12.07

Con fecha 29.12.07, D. Fernando de Vierna publicaba en El Diario Montañés una nota (“Desmemoria no, experiencia”) con consideraciones y comparaciones varias acerca de la Fundación Gerardo Diego y la hipotética de José Hierro, haciendo además algunas menciones a mi artículo “Cuestión de desmemoria” aparecido en estas mismas páginas (23.12.07). Me gustaría realizar, por necesarias, un par de precisiones a las palabras del señor De Vierna.
Respecto a su observación, entiendo que no malintencionada, de que yo formaba parte de la Junta de Gobierno de la Sociedad Menéndez Pelayo cuando se realizó la cesión del edificio de la calle Gravina a la Fundación Diego, he de clarificar que esto no es en absoluto cierto. Si bien es verdad que el proceso, el larguísimo proceso de esa cesión, se remató formalmente en aquellos momentos, el asunto ya se había ventilado con bastante antelación por parte del presidente de la citada Junta, D. Benito Madariaga, en lo que se refiere a compromiso, redacción de contrato, confección de planos, elección de arquitectos, etc. De hecho, la mencionada cesión provocó graves conflictos dentro del seno de la Junta, que por razones obvias de respeto, elegancia y discreción no voy a desgranar aquí. Indico esto porque parece inferirse de las palabras del señor De Vierna que yo me hallé en algún modo implicada en semejante decisión, y me parece esencial clarificar que ni yo ni nadie de los que recién formábamos parte de la Junta en aquellos momentos tuvimos capacidad de intervenir en un proceso que ya estaba más que encauzado con anterioridad. No se encontrará mi firma en un solo papel, ni tampoco nadie me la requirió, porque en tal asunto yo no pintaba nada. No es infrecuente la emisión de opiniones sobre temas que conocemos de manera sesgada; ese es un pecadillo en el que seguramente todos hemos incurrido alguna vez, pero hay que ser muy cautos a la hora de citar nombres y apellidos cuando se desconocen hechos relevantes, porque entonces el pecadillo deviene pecado, o incluso delito, más grave.
En cuanto a la posibilidad de que la Fundación Hierro se convierta en un almacén de restos bibliográficos sufragado por las instituciones cántabras, creo que de mis palabras no cabe deducirse semejante despropósito. Lo que yo sugería explícitamente era la puesta en común del Centro de Poesía de Getafe con la hipotética Fundación Hierro para realizar una adecuada distribución de funciones y fondos, con criterios académicos y objetivos. Además, la Fundación no debería limitar su función a la de mero contenedor, algo tan decididamente paupérrimo como innecesario, sino que debería convertirse principalmente en centro instigador de difusión, investigación y reflexión en torno al legado de Hierro, dado que este legado no se encuentra en la situación idónea en la actualidad –en mi texto me permitía apuntar la carencia de una edición de la obra de Hierro y de estudios serios al respecto–, y de forma subsidiaria en torno a la poesía española contemporánea.
Por último, el señor De Vierna parece establecer una comparación entre la Fundación Diego y la de Hierro que no resulta adecuada. Las instituciones implicadas no son las mismas, los poetas no son los mismos, sus familiares y circunstancias no son los mismos, los fondos no son los mismos, la situación, en definitiva, no es la misma. No estoy en condiciones de afirmar si la situación es mejor o peor, pero por supuesto no es la misma. Por lo demás, que una fundación ya existente funcione bien o mal no presupone necesariamente que otra aún en proyecto deba funcionar del mismo modo.

Perros de Paulov, 24.12.07

Después de años y años –ni sabemos cuándo empezó todo– atendiendo, cual perros de Paulov, al soniquete de la primaria campanilla de los fastos navideños, por vez primera no acudimos al llamado. Tan fea está la cosa que es probable que ya no vuelva a casa en estos días ni el Almendro, colapsado en alguna huelga de transporte o simplemente deprimido por el inabordable aumento en la hipoteca. Los exiguos sueldos se someten al tormento de Procusto, a ver si a fuerza de estirarlos y desollarlos en el potro se logra que alcancen para sobrevivir con dignidad en esta Europa nuestra de las desigualdades, que se ha convertido en referente sólo para lo que nos esquilma la cartera, dejando de lado los salarios y las prestaciones sociales y algunas otras cosas.
Lejanos están aquellos tiempos en que era costumbre sentar a un pobre en la mesa navideña para compartir el pavo o el besugo y, de paso, lavar un poco la conciencia que, aunque muy maltrecha, se tenía. Aquella película genial llamada Plácido, otra más de las muestras corrosivas del Berlanga que retrató como nadie en el cine la durísima posguerra española, resultaría en estos tiempos un ejercicio de estilo, una entelequia. A día de hoy –como se dice en torpe y redundante retórica política, la única viable en estos tiempos– el sentimiento navideño, incluyendo el más hipócrita, no existe apenas; los pobres son demasiados como para invitarlos a cenar, y muchos de ellos ni siquiera hablan nuestro idioma; las angulas están a más de mil euros el kilo y, por otra parte, es fácil que en muchas casas se coma o se cene pizza y coca-cola en tales días. Los comerciantes de Cádiz manifestaban recientemente que las navidades de este año marchan mal porque la gente no compra: una curiosa ecuación en que el mero consumo parece haber fagocitado otro género de consideraciones.
Así que los perros de Paulov ya no acuden cuando suena la campana: jingle bells, jingle bells, jingle all the way. Esperemos que el responsable del laboratorio del estímulo-respuesta no se haya enterado de la invención de la electricidad, mucho más eficaz para meternos en cintura…
Por cierto, casi lo olvidaba: feliz navidad.

Cuestión de desmemoria, 21.12.07

Parece que hubiera transcurrido menos tiempo, pero lo cierto es que desde aquel 21 de diciembre de 2002 en que José –Pepe– Hierro se marchó, han pasado ya cinco años. En el recuerdo están aquellas palabras que se escribieron en la prensa con motivo de la triste ocasión, y la resma de amigos súbitamente aparecidos a la sombra del poeta que ya no tenía oportunidad de protestar por semejante indecoro, y también la precipitación en la formación de comisiones y recomisiones que, a la postre, poco hicieron. Pues, más allá del par de precarias lecturas y de la desastrosa exposición que promovieron unos pocos, arrogándose arbitrariamente el papel de legatarios intelectuales del poeta en esta tierra, nada de interés se hizo ni quedó en torno a la figura de Hierro. Con el paso del tiempo y su acción inexorable, los buenos propósitos –si es que alguna vez los hubo– naufragaron, y el resto de ruidosas manifestaciones han venido resultando cada vez más espaciadas, menos asiduas, menos grandilocuentes: menos presentes, en suma. De modo que los innúmeros amigos, estudiosos, conocedores y plañideros de Pepe Hierro han ido diluyéndose poco a poco… y no queda sino un erial desolador y desolado. Ya nadie rememora anécdotas y, por supuesto, nadie piensa en llevar a cabo ningún proyecto con visos de permanencia y, sobre todo, de respeto y auténtica enjundia académica o editorial. En este país nuestro en que la cultura es con mucho la más pobre de entre todas las hermanas pobres, ningún proyecto serio merece la menor consideración; es más rentable vivir al día del óbito con su correspondiente jarana inmediata que planificar actuaciones patrimoniales que en un futuro puedan devenir auténticamente interesantes, que es como decir no efímeras; y es que desde determinadas instituciones se sigue pensando que con cuatro panderetazos y aguardiente infinito se celebra mejor la memoria de un muerto ilustre que con un trabajo serio encomendado a profesionales solventes, trabajo que a la vez, puestos a soñar, bien pudiera haberse combinado con un programa responsable –no digamos inteligente– de promoción y difusión, siquiera a nivel local, de la figura en cuestión. Con lo que entre hipido e hipido, así nos va...
En resumen: cinco años después de la partida del que posiblemente ha sido nuestro poeta popularmente más reconocido, más leído y más “poeta” –no olvidemos esa estadística abrumadora del Cuaderno de Nueva York: un libro de poesía por vez primera en las listas de los libros más vendidos durante numerosas semanas–, las obras completas de José Hierro siguen durmiendo un sueño plácido en ese etéreo limbo que ni siquiera para el Vaticano existe ya; no contamos con un solo estudio, extenso e intenso, a la par que riguroso, de auténtica referencia, sobre la obra del poeta; y la Fundación José Hierro en Cantabria, entendida como activo centro de aglutinación cultural, poético-literaria, documental, académica y de investigación, es una entelequia. En tal sentido, la Fundación Gerardo Diego, afincada en nuestra ciudad en la que antaño fuera casa de Don Marcelino Menéndez Pelayo, supone el ejemplo más cercano de una institución que, animada por un espíritu que en principio pudiera y debiera ser bastante similar, se ha consagrado a conservar, difundir y ensalzar el legado del poeta que con fervor custodia. Si bien es cierto que en el caso de Hierro existe el llamado Centro para la Poesía que, ubicado en Getafe, lleva ya su nombre y es dirigido por su nieta –tras la muerte de Margarita Hierro–, no parece que Getafe y Santander deban ser iniciativas excluyentes si se perfila –tan difícil no parece– una adecuada distribución de funciones.
Lo escrito permanece, decían los latinos. Por fortuna, la obra de Pepe Hierro es permanente, indestructible. La única realidad indestructible, a pesar de la desmemoria que aqueja al tiempo y las personas.

Mos maiorum, 16.12.07

Hace pocos días leíamos en las páginas del Diario de Cádiz acerca del mal estado, por falta de higiene, de los alimentos servidos a los residentes de un geriátrico de San Fernando. En esta sociedad nuestra en la que van proliferando los lugares donde aparcar todo aquello que nos estorba –desperdicios, animales, niños y viejos, que para algunos vienen a ser uno y lo mismo– ni siquiera se impone el decoro –ese sentimiento ético ya tan desdibujado– de alumbrar centros de depósito de mercancías humanas que respeten unas condiciones mínimas de dignidad y salubridad.
No me parece mal la alternativa de la residencia cuando ésta constituye una opción escogida individualmente por el residente; tampoco cuando dificultades familiares, que las hay, imposibilitan otra salida. El problema radica en los ancianos aparcados por hijos que no sólo prefieren deshacerse de sus padres para llevar una vida más cómoda, sino que son incapaces de realizar un seguimiento del estado y circunstancias de sus ascendientes, arguyendo viajes, ocupaciones y ridículas ficciones para no visitar jamás a sus progenitores. De este instinto inhumano derivan muchas de las aberraciones tácitamente admitidas –que abarcan desde la estricta indiferencia hasta el más denigrante maltrato– que se cometen con los ancianos en algunos de estos centros de aparcamiento. Las altísimas cuotas mensuales, que oscilan como media entre 1000 y 2000 euros, y que bajo ningún concepto se corresponden con el gasto real realizado por el residente, suponen en realidad un caro visado para la buena conciencia del hijo que desdeña la presencia de sus padres; un visado indecente que, por otra parte, el anciano se ve obligado a sufragar siquiera en parte, aportando íntegra su propia pensión, con lo que la ignominia del vástago –que sólo aparece en Navidad con una camisa de saldo o una colonia barata por regalo– es más flagrante aún.
Sabido es que el mos maiorum lleva tiempo abolido de nuestra “ética” de goce inmediato y egoísta. Pero no estaría de más que las instituciones correspondientes (Salud, Bienestar Social) velaran sin tregua y con mano dura por la profesionalidad de los geriátricos, si no por humanidad, al menos por vergüenza social.

¿Candidez?, 09.12.07

Lo que tenía que pasar ha pasado: los del PISA nos han “pisao” el callo y nos han dejado a la altura del betún; según parece, los infantes andaluces en torno a los 15 años son los más torpes de España en el ámbito académico, o al menos los más torpes de entre las diez comunidades que se han sometido al examen de grado en estulticia educativa; no contentos con la medallita, se han posicionado incluso por detrás de los alumnos turcos. Bravo.
A quien semejante estadística le asombre será porque su reino no es de este mundo. Llevamos trabajándonos el título durante varios años –un par de décadas, por ser más precisos– ante la alarmante indiferencia de padres apátridas, pedabobos y politicastros. De los indocentes no hablo, que ya tienen lo suyo con ver crecer cada día la cosecha. La autoridad del profesor se ha volatilizado, el incentivo al esfuerzo no existe y los alumnos pueden pasar curso con el morral cargado de suspensos. Estos males, propios del común de los alumnos hispánicos, se acentúan en Andalucía, donde se persiguen las enseñanzas humanísticas con ensañamiento criminal. La última defenestración, como sabemos, atañe a la música: una asignatura que en sí misma prácticamente no existía ha sido barrida de la ESO por Asturias… y Andalucía.
La Consejera de Educación, Cándida Martínez –quizá rindiendo honor a su nombre de pila– atribuye la catástrofe “al retraso histórico de la comunidad autónoma”. ¿A qué retraso se refiere? El PSOE ya lleva 25 años en el ruedo político andaluz, tiempo que no ha resultado suficiente para paliar el retraso jurásico pero sí para atontar a los chicos a base de bien. A no ser que doña Cándida esté pensando en el retraso intelectual derivado de la implantación socialista de la LOGSE (y que el PP no ha enderezado en sus dos legislaturas, dicho sea de paso), allá por las mismas fechas. Asegura doña Cándida que será necesario que pasen –o sea, que la diñen, pero dicho finamente– “algunas generaciones” (¿cuántas, Dios mío?) para subir el “listón” –palabrita como anillo al dedo–. Cuán largo me lo fiáis.
Semejantes declaraciones subrayan el penoso nivel en que nos encontramos en lo académico… y en lo político. Aunque prefiero no dilucidar si se trata de candidez, ¿o de perversidad, tal vez?

Islas, 02.12.07

“Islas” es el título de la última exposición de Guillermo Pérez Villalta. El artista gaditano se ha acercado a la ciudad de Santander a presentar una colección de acuarelas alumbradas entre 2006 y 2007. La muestra se exhibe en la Galería Siboney, espacio habitual de eventos como la Feria Internacional de Arte Contemporáneo ARCO. Otros artistas pertenecientes al entorno de esta galería han expuesto ya en Cádiz; recuerdo, por ejemplo, la delicada exposición que Emilio González Saiz mantuvo en la Sala Rivadavia hace escasamente dos años.
No es la primera vez que Pérez Villalta visita Santander: ya en 1999 realizó una importante exposición en la Fundación Botín, y posteriormente impartió un taller en el palacete de Villa Iris, una de las sedes de la Fundación santanderina. En la Galería Siboney se ha decantado Villalta por un soporte diferente y recoleto, que entra un tanto en liza con los grandes óleos de marcado carácter narrativo y mitológico a que nos tiene acostumbrados: la acuarela es por fuerza más íntima, más silenciosa, más próxima al espectador, y el artista lo ha subrayado precisamente con ese motivo alegórico a que alude en su título; islas que no son sino fabulaciones arquitectónicas del intelecto y del sentimiento que acogen estados de ánimo distintos, oscilantes entre la melancolía, el juego, el naufragio, la escapada. Es preciso echarse al mar y dejarse arrastrar entre los despuntes de semejante archipiélago, que se alimentan de juegos de perspectivas y fugas, ficciones estructurales, ensoñaciones orientales, fantásticos delirios románticos, evocaciones arquitectónicas que van desde lo clásico a lo más contemporáneo.
Liviano barroquismo, lúdica reflexión, densa transparencia, son algunos de los oxímoros a los que Pérez Villalta se entrega en su nueva aventura, provisto de cromatismos delicados, mares traslúcidos, aéreas construcciones que recuerdan vagamente aquel frágil universo cuyo equilibrio supo apresar Calder. Y todo impregnado de esa leve poesía de antiguo manuscrito descubierto, falsificado incluso, como aquellas entelequias que alumbraban soñadores arqueólogos frustrados en el siglo XIX. Islas de papel. O no tan sólo.

Machos, 25.11.07

Hoy se celebra –es un decir– el Día Internacional de la Violencia contra las Mujeres. Ayer, con tan ominoso motivo, tuvo lugar en Cádiz una marcha desde la Plaza de las Flores hasta la Audiencia Provincial. Más de 70 mujeres han sido asesinadas en España por sus amantísimas parejas en lo que va de este siniestro año que aún no ha terminado, y Andalucía es la Comunidad que registra mayor número de casos: una quincena. A ello hay que añadir las más de 300 mujeres que se suicidan cada año por el horror sufrido en el ámbito doméstico o sentimental.
Hace poco más de una semana leíamos el alarmante despunte que está experimentando en Cádiz la actitud del ibérico machito de charanga y pandereta entre los más jóvenes. Nuestros angelitos de quince confesaban sin reparos insultar a sus novietas, darles bofetadas o romperles la ropa por considerarla indecente. Las niñas, entre tanto, admiten como natural el instinto de semejantes bestezuelas, asumiendo su culpa y preparándose así para enunciar aquella frase que, en boca de una de sus pacientes, aterró al médico forense Miguel Lorente, y que más tarde se hizo libro: “Mi marido me pega lo normal”.
¿Qué es lo que maman estos aprendices de matones en casa y en el cole? ¿En qué estercolero pace una sociedad que entiende como “normal” una paliza propinada a la propia compañera o que se deleita a la hora del café con un programa infecto donde semejantes inmundicias se exhiben como entretenimiento? Los optimistas de la cosa -nunca faltan– nos dicen que exageramos, que países supuestamente más “avanzados” como Suecia, Alemania o Gran Bretaña tienen tasas más altas de maltrato. Al fin va a ser verdad que en estos lares a las mujeres se les pega lo normal. A lo peor hasta vamos escasos.
Es obvio que la Ley no ataja esta situación de extrema gravedad social, que bien podría calificarse de terrorismo doméstico. Los indicios de delito son ignorados descaradamente por autoridades e instituciones hasta que no corre la sangre. Las órdenes de alejamiento son un cachondeo. Jueces visionarios obligan a algunas mujeres a regresar con su maltratador. Por no hablar del sector de “hombres” que, al olor de la tajada, lloriquean por las esquinas haciéndose las víctimas; aunque lo suyo, claro, siempre es psicológico.
¿Servirá de algo el día de hoy? Lo dudo. Tal vez contemos una muerte más.

Epidemias, 18.11.07

Todo siglo atraviesa sus epidemias, pero la peste del XXI es única en su género. Nuestra sociedad se empeña en emular al lobo de Hobbes y devorarse a sí misma sin rubor; los periódicos subrayan el recorrido de esa bestia que regurgita sin cesar sus hazañas más gloriosas.
La vanitas y la violencia se nos antojan reliquias del pasado: galas en bodegones del siglo XVII, muestras de épocas pretéritas en que el valor se medía por el puñetazo más fuerte. Sin embargo, en execrable revival, ambas regresan con incrementados ánimos. El culto a la frivolidad como conjuro contra los aspectos menos placenteros del entorno deviene referente de vida en sectores cada vez más amplios de nuestro sistema social. La proliferación de clínicas de estética en Cádiz en el último quinquenio supone no sólo la confirmación –dejando a un lado necesidades obvias por accidentes o malformaciones– de la exacerbación del físico por encima de otros valores, sino también la aparición de dos personajes hasta ahora inusitados: el damnificado por los mercaderes de la belleza y el pícaro que, como en las etapas más malolientes de la Historia, hace el agosto a costa de la vacuidad humana. Las denuncias se están multiplicando (lo indica la Federación de Consumidores gaditana) para un problema con un origen muchas veces achacable a las prioridades morales del denunciante.
Respecto a la violencia, es evidente que empieza a resultar alarmante en el ámbito juvenil: el sádico de quince años que hoy graba en su móvil la paliza a un compañero será quizás juez –sin necesidad de oposición– dentro de otros quince. Agarrémonos que vienen curvas. La Junta de Andalucía propone incentivar la delación al compañero –y así propiciar el sano espíritu de la vendetta– en lugar de coger el toro por los cuernos y admitir que no existe la autoridad sobre los chicos, que el sistema educativo vigente sólo fomenta el cachondeo en conocimiento, esfuerzo y obligaciones, y que en veinte años nos hemos cargado la ética de una generación entera en este país.
Vanitas y violencia son episodios agudos de la misma epidemia: deshumanización. Mientras el niño amenaza a su colega de pupitre, mamá se opera el párpado y papá juega al squash.

Botellas de carreras, 11.11.07

Hace pocos días hemos sabido de los destrozos vandálicos causados en la zona de la Punta de San Felipe, dispuesta por el Ayuntamiento gaditano para desempeñar la noble función de “botellódromo”. Lo primero que me sorprende es la denominación: ¿botellódromo? Que yo sepa, ‘drómos’ en griego designa una “carrera” o bien el lugar donde se celebran carreras (hipódromo, canódromo, etc.). Para los egipcios, el ‘drómos’ era la avenida de esfinges que conducía a sus templos. Como lo de ‘botella’ no parece precisar de explicación, intento realizar la traducción del término, pero la verdad es que se resiste: ¿carreras de botellas? ¿botellas de carreras? Es lo malo de los helenismos: o te visten o te dejan en ridículo. Al consiguiente estupor se une otro aún mayor: el Ayuntamiento ha invertido más de 375.000 euros (casi 65 millones de pesetillas de las de toda la vida) en acondicionar este nuevo espacio de competición del vidrio. En seguida se nos viene a las mientes que esa partida presupuestaria no precisamente desdeñable podría tener mejor destino que la financiación y amparo de borracheras y vomitonas locales… lo que por otra parte parece un cuestionamiento encubierto de la “ley antibotellón” de 2006.
Pero… como decía el Super Ratón, no se vayan todavía, que aún hay más. El loable propósito del Ayuntamiento de Cádiz al efectuar tamaña inversión es el de convertir el botellófono en algo con glamour, instalando mamparas protectoras contra las inclemencias del tiempo, barras de chiringuito y escenarios para actuaciones. Se han olvidado de unos dispensadores de condones y maría. Siempre pensé que lo del botellógrafo era algo que los mozos practicaban a la intemperie, con sus bebidas compradas en el hiper y las bolsas de plástico apañadas para lo que fuera menester. Lo primero que se han cargado los botellófagos, con elocuencia digna de un Anacreonte, son las mamparas protectoras. Normal: con lo bien que sienta el aire en la neurona cuando el alcohol empieza a circular. El problema de las autoridades correspondientes es que no tienen la menor idea de lo que es un botellóptero; si lo supieran, dejarían a sus devotos al raso y gastarían los dineros públicos con mejor propósito.

Equívoco sabor de la nostalgia, 03.11.07

Este fin de semana ha tenido lugar en el Palacio de Festivales de Cantabria la representación de una obra no exenta de polémica: el brillante Marat-Sade del dramaturgo alemán Peter Weiss, subtitulado “Persecución y asesinato de Marat representado por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del señor de Sade”. El montaje, dirigido por Andrés Lima y llevado a las tablas por Animalario, ha supuesto el relativo rescate de la versión que en su día hiciera Alfonso Sastre para la puesta en escena que dirigió en 1968 Adolfo Marsillach, si bien con bastantes inclusiones de guiños y referencias a penosos titulares y protagonistas de nuestros periódicos contemporáneos.
Me parece oportuno señalar que la obra reproduce no sólo la vivencia real de un Marqués de Sade retirado en sus últimos años de vida en el “elitista” sanatorio de Charenton, lugar en que solía organizar representaciones interpretadas por los propios internos para los familiares aristócratas y burgueses que allí los habían recluido por su carácter “asocial”, sino también la dilatada trayectoria que la tradición de este artificio teatral viene recorriendo ya desde hace varios siglos, en particular desde el XV. Por aquel entonces, era frecuente que quienes regentaban los manicomios disfrazaran a los internos con ropajes y máscaras y los sacasen a las calles para obtener monedas para la institución; así lo reflejó después Lope de Vega en Los locos de Valencia, que pasa por ser la primera obra europea ambientada en un frenopático, y en la que los avatares de Floriano y Erifila son guías de una situación carnavalesca y esperpéntica. Posteriormente, las representaciones teatrales en los manicomios fueron adquiriendo un carácter terapéutico de (improbable) reinserción, como en el caso del centro de Charenton. Ahora bien, ¿hasta qué punto es posible realizar una simulación de la realidad con enajenados para reintegrarlos en un sistema cuyas normas desconocen o rechazan? De esa insostenible paradoja brota el Marat-Sade, y brota también, obviamente, de la recreación de un enfrentamiento dialéctico entre ambos personajes históricos. Por tanto, en la obra se plantean dos temas: el retorno forzado de los locos al mundo de los dudosamente cuerdos –y lo que eso significa: emprender una auténtica y desmesurada Revolución– y el diálogo entre dos modos de entender el mundo, que pasa por dos posturas desgraciadamente muy actuales –la elitista ensimismada del intelectual solipsista y la demagógica del político falazmente populista–.
Estas conexiones del Marat-Sade con los tiempos que corren hacen que la obra conserve toda su vigencia, aunque en la práctica el texto cuente con más de cuarenta años a las espaldas, por no hablar de su ambientación histórica en la Francia Revolucionaria del Terror. La traducción escénica que ha realizado Animalario pasa por una mirada a la citada versión de Sastre, aunque se me antoja que de un modo bastante más lúdico. Con los ojos del juego –del juego un tanto espantado, de una mueca de carcajada siniestra, si se quiere– debe afrontarse este montaje audaz que incorpora la música, una estética de retransmisión intencionalmente degradada de reality show y unas notas actualizadas al margen del texto original, elementos todos ellos conducentes a la provocación más incómoda y brutal. La muerte, el sexo, la violencia, las convicciones, la política, la idea de Estado y su defensa… todo ello se cuestiona de manera descarnada sobre el escenario, en boca de unos personajes desvencijados por la vida, unos personajes descamisados que se revuelcan entre unas ropas viejas que tan pronto se transforman en sangre o en bandera, unos personajes atroz e insoportablemente lúcidos en su desvarío.
El contraste entre las irreverencias acometidas por los locos en escena (ausencia total de decoro, negación de los poderes tradicionales) y las barbaridades que simultáneamente cometen los cuerdos en el mundo exterior (los centenares de cabezas cercenadas por políticos y verdugos en uso de sus facultades mentales) suscita inmediatamente la pregunta: ¿en qué lado de la verja están los locos? Que uno se halle más o menos de acuerdo con las aserciones sostenidas por la desenfrenada turba de dementes no excluye el horror ante los salvajes hechos refrendados por la Historia.
En estos días se ha insistido en la comparación entre los montajes del 68 y el actual. El equívoco sabor de la nostalgia, como los cantos de sirena, engancha a los viejos navegantes que se recrean en las viejas batallas al calor de la hoguera (aunque muchos ni navegaron ni batallaron), y así he oído ya varias veces que la versión de Marsillach era mejor, y que el ambientillo de aquellos días –represión y tal– era insuperable. Cosas del romanticismo. ¿Acaso es necesario enfrentar dos montajes que distan cuatro décadas entre sí y, sobre todo, el “ambientillo” reinante con cuarenta años de diferencia? Tal vez sea hora de “resetearse” las meninges y percatarnos de que vivimos también hoy en una España convulsa, presa de desórdenes distintos y no menos problemáticos que los que conmocionaban a nuestro país hace cuarenta años, y que los lenguajes y las soluciones pasan por alternativas diferentes. Tal vez sea hora de ir cambiando el disco de la lucha contra el antiguo régimen, indudablemente ominoso, e ir pensando que el gastado merchandaising del 68 ya no nos motiva, que hay que inventarse otro porque ahora son otros los conflictos. Tal vez sea hora de necesitar una nueva horda de desquiciados que nos escupan a la cara que hay unas cuantas cosas que hoy no van bien, no señor… y que el sueño de la razón produce monstruos, siempre
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Retrato de la muerte, 26.10.07

Víctor Mira, mucho antes de morir, gustaba de llamarse a sí mismo “El Poeta Muerto”, y así lo explicitó, en forma de título, en uno de sus libros de poemas. La asunción de la muerte en Víctor Mira fue siempre mucho más que una postura estética, fue una postura vital –valga la paradoja–, en que la respiración, la existencia, eran como un pecado original por expiar hasta la llegada del momento deseado y decisivo; ése en el que el hombre y el arte, al fin y en el fin, cobran sentido y trascienden y, en definitiva, son. Mira lo supo reflejar diáfanamente con palabras: “Me horroriza no estar muerto y tener que sentir la repugnante vida latiendo en mí como un animal antiguo”.
Víctor Mira era poeta y, por supuesto, pintor. Digo “por supuesto” porque ésta era, en realidad, su faceta más conocida. No extraña en él, sin embargo, la asociación de ambas artes; ya Paul Klee había afirmado que pintura y escritura son en esencia lo mismo. Para Mira, la palabra y la pintura participaban de los mismos presupuestos –también de la autobiografía– y, por tanto se entrecruzan. Víctor Mira escribe y pinta para arrancarle a la muerte un destello “frágil y febril” –como lo calificaría Michaux–: el fulgor bello y misterioso de la creación, fuera del cual todo es vacío (“El resto del tiempo [al margen de la creación] estoy muerto y habría que tratarme como a un muerto”). Mira fraguó sus bases artísticas apelando a un cierto espíritu de la época barroca, no tanto en sus modelos estéticos como intelectuales, que supo traducir con contundencia mediante el recurso a su original expresionismo –entre la figuración y la abstracción–, y a determinados elementos y signos de raigambre primitiva. El fatalismo de la vanitas barroca está presente con explícito estremecimiento en sus naturalezas muertas; la iconografía figurativa tradicional del sacrificio y el dolor se traslada a sus durísimas crucifixiones o a las imágenes de un San Sebastián fragmentado y salvajemente herido por flechas implacables. La carne humana en los lienzos de Mira se transforma en materia escatológica, descomponible, jamás sagrada sino un tanto abyecta, sujeta a la acción ineludible de la muerte, entrevista entre el amor y el odio, lo natural y lo perverso (como la carne-mercancía que despacha Virgilio Piñera en La Carne de René). La laceración del objeto se lleva a extremos prácticamente inhumanos, en que todo es mostrado con asepsia y hasta con un poco de distancia, no ajena a una mezcla de compasión y desprecio simultáneos. La música de Bach es así mismo punto de atención, en especial las cantatas, como metáfora de la perfección matemática de la muerte. Matemáticamente, también, aguardaba Víctor Mira el instante preciso en que el arte se configuraba a través del proceso del dolor, para poder retratarlo en la plenitud de su esplendor: “Una pintura está terminada cuando, sometida a la mortificación, la materia deja de reflexionar y en su tormento final, muestra su belleza desesperada. Es el instante de detener la mano”. Recordemos cómo Goya, Saura o Buñuel –aragoneses como Mira– han transitado a su modo idénticos caminos. La literatura de Víctor Mira es un acto caníbal –otro acto de muerte – en que el poeta se desnuda y devora a sí mismo y sus fantasmas. Nihilista y atormentado (“Un corazón no es nada si no está apuñalado”), enamorado de un arte al que acecha animalmente, reconoce su propio nacimiento como artista a partir de los fértiles vestigios del acabamiento (“Del arte de la pintura, del que se decía insistentemente que estaba muerto, de sus huesos y pellejos, surgía yo como artista y adquiría forma y color”).
Víctor Mira, además de poeta y pintor, fue transgresor y crítico. Específicamente inconformista se manifestó con la gestión y nivel de la cultura en España (En España no se puede dormir es uno de sus libros); inconformismo a todas luces saludable, que debiera entenderse como profundamente necesario en el panorama hispánico actual... Madrid, Zaragoza o Barcelona fueron blanco de sus críticas, ciudades a las que hubo de profesar, en sus propias palabras, un “amor sado”. Artista y escritor, anarca y rebelde, hombre muerto redimido por la creación, ha muerto Víctor Mira, hace ahora cuatro años. Henri Michaux escribió sobre el suicidio de Celan: “Se nos ha ido. Claro que podía escoger”. Mira se quiso ir. Mira escogió con aterradora lucidez su coherente, perfecto y quizá más bello cuadro. La palabra y el retrato de sí mismo en el único instante posible para el arte.

Brines y la no Universidad, 17.10.07

La semana pasada se falló en Granada el IV Premio García Lorca de Poesía, uno de los premios más importantes del ámbito andaluz, aunque su alcance sea internacional. Ángel González, Blanca Varela y José Emilio Pacheco constan en la nómina de autores ya premiados, a los que viene a sumarse la designación en este año del levantino Francisco Brines, poeta de larga trayectoria (en una de sus expresiones grandilocuentes habituales afirmó García de la Concha que Brines estaba “en el canon de la poesía española contemporánea”, aunque no sepamos muy bien cuál es ese canon) y miembro de la Real Academia Española de la Lengua (ocupa el sillón X que a su muerte dejó vacante Buero Vallejo).
De Brines se ha dicho repetidamente –de nuevo en estos días– que es integrante y hasta representante de la Generación de los 50, algo que no es ni estricta ni laxamente cierto. La propia heterogeneidad de la “Generación” (discutida etiqueta) de los 50 y la propia cronología de la producción de Brines desmienten ese supuesto. Los poetas de los 50 únicamente guardan en común ser alumbrados a un panorama agitado por una vieja disputa de rescoldos reavivados, cual era la contienda entre la poesía de la comunicación y la poesía del conocimiento. A partir de ahí cada uno siguió su propio camino. Y, en todo caso, el primer libro de poemas de Francisco Brines es galardonado con el Adonais en 1959 y aparece en 1960.
La obra de Francisco Brines se atrinchera en la memoria como estrategia de supervivencia contra el tiempo, y también contra la vida que se escapa dejando incertidumbre como único rastro perceptible entre las manos. Una memoria que se abastece de palabras usadas no tanto con amor (“No tuve amor a las palabras”) como con desnudez; una impudicia formal que ilumina ese existir fugaz que a todos abandona irremediablemente. El caudal de la memoria en Brines funciona como hilo que entreteje su obra entera, como algo que le permite incluso despedirse del lector (Ensayo de una Despedida es de hecho el título de su poesía completa publicada por Tusquets en 1997) con sentido de unidad, con conciencia de ofrecer algo cerrado y coherente, perfecto. Sin embargo, no por ello es la obra del poeta de Oliva ajena a una serena evolución, ya desde la prístina lucidez de Las Brasas (1960), pasando por la crónica distante de Materia narrativa inexacta (1965), el meditabundo oficio de Palabras a la oscuridad (1966, Premio de la Crítica), el pesimismo reflexivo de Aún no (1971) o Insistencias en Luzbel (1976), el recuerdo obsesivo del viaje y el amor en El otoño de las rosas (1986, Premio Nacional de Poesía), hasta llegar al fin a la percepción crepuscular de La Última Costa (1995). Evolución presidida siempre por un concepto que Francisco Brines mismo admite como fundamental: el de Revelación, que abarca el descubrimiento de la intimidad, de la existencia y del tiempo (primero histórico, luego más sabio y eterno), todo ello hecho poema a través de la memoria. Es precisamente mediante esa luz reveladora como puede ir el poema construyéndose, a pesar del olvido que todo lo devora. La Revelación actúa en cierto modo como el Lazarillo que conduce al Poeta Ciego, aunque éste sepa perfectamente el camino que quiere tomar: el Lazarillo no marca la senda, sólo los pasos para transitarla sin tropiezos. Todo ello impregnado de un hedonismo decadente que llena de tiempo y de tersura el verso.
En la
prensa granadina se lee que un amplio sector de los estudiantes de Filología Hispánica desconoce la obra de Francisco Brines. Algo que resulta desconcertante, dada la notable tradición poética de Granada dentro de la Península. Las excusas resultan de lo más rocambolesco: unos no tienen tiempo para leer –natural en estudiantes de Filología–, a otros los absorbe el Siglo de Oro y no quieren salir de él (¿?), otros ni siquiera conocían al poeta; una estudiante afirma que el premio tendrían que habérselo otorgado a alguien con suficiente edad (sin duda los 75 son señal de inmadurez). El reportaje, escandaloso y vergonzante por igual (para colmo, los interfectos dan su curso, nombre y apellidos, no fueran a perderse en el anonimato sus rebuznos), es claro ejemplo del precario estado de la enseñanza universitaria en España. Por mi parte, me atrevo a sugerir que la Junta debería no tanto subvencionar a algunos para que sigan estudiando como a otros para que dejen de hacerlo. No se demoren, que es urgente.

Degenerados y otras hierbas, 03.10.07

Parece que en los últimos tiempos la Iglesia Católica retorna por sus fueros. Fueros que no son otros que los de la pretensión de trascender el inasible territorio de la fe –pelín maltratada y desacreditada en los años que corren, qué se le va a hacer– para adentrarse en el más pragmático del día a día. Es natural. Elucubrar de forma permanente sobre la Santísima Trinidad, aunque te paguen por ello, es cómodo pero no conduce a mucho. La desagradable sensación de estar fuera del mundo, de que la palabra de Dios –así, en abstracto– va perdiendo autoridad efectiva, de que ya no existe posibilidad de resucitar un Santo Oficio que se encargue de todo quisque se comporte y comulgue “como Dios manda”, le revuelve las meninges a cualquiera, sobre todo si ese “cualquiera” tiene muchas horas libres en el día para plantearse estos asuntos. De manera que algunos de los titulares que asaltan nuestros periódicos en las semanas más recientes no constituyen ninguna sorpresa. A quién podría extrañar que Juan Antonio Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal, sostenga que las madres solteras no deben recibir ayuda económica alguna, cuando lo lógico y natural es que se las lapide públicamente o como mínimo se las margine, como ocurría en tiempos no muy remotos de nuestra vergonzante prehistoria social. A quién podría extrañar que las hordas del arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, y las de “Rouco y sus hermanos”, se empecinen en que la Educación para la Ciudadanía –con todos sus errores y carencias, que los tiene– lo sea para la CiudadaMía, que no se merece nada mejor que el catetismo –perdón, Catecismo– de toda la vida. Por no hablar de los colegas con sotana –Setién y cía– que en materia de nacionalismo no se privan de poner los puntos sobre sus íes para acabar de liar la cosa.
Pero como aquí nos ocupamos sólo de cultura, nos dedicaremos a hablar, por ejemplo, de artes plásticas, que es lo nuestro. Y en ello estamos cuando al paso nos sale otra perla en los periódicos: el arzobispo de Colonia, Joachim Meisner, califica de “arte degenerado” (¿les suena la expresión de Goebbels?) una vidriera de 113 metros cuadrados de la espectacular catedral gótica colonesa, obra de Gerhard Richter. La vidriera medieval original, que fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial, permaneció hasta ahora sustituida por un cristal blanco que desmerecía artística y lumínicamente en la estética del templo. Gerhard Richter, uno de los artistas alemanes más reconocidos a nivel internacional, y con una trayectoria y una obra ciertamente indiscutidas, asumió el encargo de sustituir la vidriera y lo ejecutó de modo gratuito, en regalo y homenaje a la ciudad que le vio nacer. Y estaban todos tan contentos –la verdad es que no era para menos– cuando Meisner se descuelga con lo del arte degenerado en un sermón y la fastidia. Se queja Meisner de que la vidriera no sea figurativa –de haberlo sido, probablemente el calificativo hubiera sido “blasfema”– y afirma que el arte que no tiene por propósito la adoración de Dios es eso: arte degenerado. Pues estamos apañados: de un plumazo se ha cargado Meisner no sé cuántos siglos de esplendor intelectual. ¿A quién le interesa leer El Quijote, escuchar El Arte de la Fuga, ver Casablanca o asistir al testimonio del Guernika (esto por no salirnos de Occidente), pudiendo solazarnos sin tregua con las trágicas y variadas vicisitudes del niño San Tarsicio? En Notre Dame de París, en torno a sus tres espléndidos rosetones medievales, hay varias vidrieras abstractas –muy elegantes, por cierto– que datan de 1960, obra de Jacques Le Chevallier. ¿Serán también arte degenerado? Tal vez los Museos Vaticanos debieran plantearse la purga de buena parte de sus cuantiosos –y rentables– fondos.
Desgraciadamente, ni siquiera la casa, las múltiples casas de Dios, son eternas. El curso del tiempo, la irracionalidad de las guerras y de los individuos, aportan su lamentable huella destructiva. ¿Qué hacer ante una vidriera del siglo XIII o XIV que desaparece irremisiblemente: conservar el vano como un enorme grito silenciado o intentar que la belleza del templo no sea un trilobite requetemuerto y seco, sino un diálogo con los humanos de ayer y de hoy? Tal vez en estos términos pudiera plantearse un debate sensato y civilizado. Pero farolear con la peligrosa baraja del arte degenerado supone volver a las cavernícolas guerras de religión, a los repulsivos interrogatorios inquisitoriales, a la quema de Servet, a las inmundas masacres en nombre de Dios, a los procesos de Copérnico o Galileo, a la tierra y el encefalograma planos. Perdónalos, Señor, porque no saben lo que dicen.

El silencio y la tormenta, 26.09.07

En apenas unos días debería cumplir 75 años, pero su voz se extinguió apenas alcanzó los 30. Su nombre era Sylvia Plath, y sus libros –también, tal vez, su biografía– hicieron de ella una de las poetas más influyentes del siglo XX.
Para algunos parece incuestionable que la sociedad norteamericana de los años 50 era una sociedad sin tacha, a pesar de los retratos de Dos Passos, Williams o Faulkner. Tras la guerra, las expectativas de prosperidad se traducen en un optimismo que impregna los más insignificantes aspectos de la vida cotidiana; un optimismo que incluso se exporta como enseña de identidad al exterior. Así es como se promueve una visión idílica de lo público y lo privado que excluye el florecimiento de ejemplares inadaptados a la espléndida bonanza circundante. La alambicada personalidad de la poeta Sylvia Plath puso en tela de juicio un sistema ideal de familia y sociedad que en términos prácticos sólo fue apto para inmortalizar el periodo más brillante del cine americano.
Su acartonado ambiente doméstico y la pérdida de la figura paterna –hacia la que Sylvia en sus Diarios manifiesta una ambigua tendencia edípica- son dos de los factores más influyentes en el carácter de la escritura de Plath. El molde educacional en que la poeta creció configuró una apariencia serena al exterior que coexistía con una turbadora torrencialidad interior. En esta paradoja de difícil resolución se incubó una intensa depresión y un primer intento de suicidio, a la edad de 21 años. El suceso en sí y el posterior tratamiento, a base de inacabables sesiones de psicoterapia y electroshock, constituyó un episodio que por fuerza había de dejar un rastro perdurable en la obra y el decurso vital de la escritora. En Campana de Cristal, su más relevante obra en prosa, Plath aborda descarnadamente aquella prematura cita a ciegas con la muerte. Campana de Cristal es, en realidad, una novela autobiográfica que, bajo el pseudónimo de Victoria Lucas, se publicará de forma irónica en el mismo año de su segundo –y esta vez exitoso– flirteo suicida. Escudada tras el ficticio personaje de Esther Greenwood, Sylvia se autodisecciona en el carácter de una joven estudiante con ambiciones literarias pero desgarrada interiormente por conflictos relativos a la moral, la conducta y la identidad.
Sylvia Plath ha sido propuesta a menudo como referente de tendencias feministas no siempre bien concebidas; pero la personalidad de la escritora, aun en su pertinaz búsqueda de intensidad intelectual y sexual (lo que sin duda contribuyó a su localización posterior entre las hordas más radicales del cromosoma XX), sufría en realidad un importante desajuste anímico, producto del desencuentro entre lo teórico de sus aspiraciones y el modelo crisoelefantino de mujer ensalzado por su época, al que ella misma tampoco quiso sustraerse. En este sentido, poemas como “Dos hermanas de Perséfone” ejemplifican esas dos vertientes contradictorias aunque confusamente coexistentes: la fémina intelectual que es “oruga de esposa, no mujer aún” frente a la “novia soleada que fértil crece rápida”. En su alianza con Ted Hugues (poeta a quien conoce estando becada en la Universidad de Cambridge y con quien se casa precipitadamente en 1956) persigue Sylvia la realización de ese ideal imposible de confluencia de ambas facetas. Y, por supuesto, la posibilidad de tener hijos, su otra gran obsesión. Cinco años más tarde, la escritora ha alcanzado por dos veces los frutos de la maternidad, pero cuenta también en su haber con un aborto y con un matrimonio fracasado, dada la dudosa calidad de la afectividad de Hugues, sospechosamente reavivada años después ante la perspectiva de lucrarse con la publicación póstuma de la obra de su malograda ex-esposa.
Ante la crisis, Sylvia se vuelca en sus hijos y en la creación; la capacidad de alumbramiento deviene criterio estético: “la perfección es espantosa, no puede tener hijos”. La poesía de Plath comienza a tornarse compulsiva al tiempo que profundamente especular: los poemas se suceden rápidos (incluso uno diario, siempre de madrugada, antes de que sus hijos se despierten) y las palabras devuelven multiplicado el reflejo de su insatisfacción ante la feminidad. No en vano Philip Larkin la llamaba “poeta del horror”…
A comienzos de 1963, Sylvia Plath decide romper definitivamente con su entorno. Como ya conoce la escasa efectividad de los somníferos, se decanta por una opción cómoda y segura: el gas, que inhala hasta morir en la cocina de su casa. Un final extrañamente silencioso para una voz poderosa de tormenta.

Arte y amor, 19.09.07

Vissi d’arte, vissi d’amore,
non feci mai male ad anima viva!
Con man furtiva
quante miserie conobbi aiutai.
Sempre con fè sincera
la mia preghiera
ai santi tabernacoli salì.
Sempre con fè sincera
diedi fiori agl’altar.
Nell’ora del dolore
perchè, perchè, Signore,
perchè me ne rimuneri così?
Diedi gioielli della Madonna al manto,
e diedi il canto agli astri, al ciel,
che ne ridean più belli.
Nell’ora del dolor
perchè, perchè, Signor,
ah, perchè me ne rimuneri così?

Viví para el arte, viví para el amor. Nunca a nadie hice daño. Con mano furtiva intenté ayudar a quienes lo necesitaban. Ofrecí mi canto al cielo, a las estrellas, y entonces sonrieron llenos de hermosura”. Qué gran verdad. Probablemente no haya aria con que mejor se la identifique, que mejor la defina, ni a la que nadie haya entregado tanta pasión. De haberla conocido, Puccini habría indicado sin dudar que Floria Tosca, la menuda pero ardiente mujer que protagonizaba su pequeña ópera-joya, debía ser ella. Naturalmente: Maria Callas.
En 1953 se realizó una grabación de Tosca en La Scala de Milán, bajo la impecable batuta de Victor de Sabata. Cantaban Maria Callas (Tosca), Giuseppe di Stefano (Cavaradossi) y Tito Gobbi (Scarpia). Ha pasado más de medio siglo y esa grabación, en su conjunto, no ha sido aún superada. Es cierto que, a pesar del enorme Stefano, ha habido otros Cavaradossi enormes (varios de ellos españoles, por cierto: Fleta, Carreras), y por supuesto otros Scarpia (aunque lo abyecto del personaje no le granjee especiales afecciones). Pero Tosca no ha habido más que aquella pequeña y estremecida Maria Callas, por muchas que después lo han intentado. Y ese Vissi d’arte, vissi d’amore del II Acto ha quedado para siempre en nuestra memoria de melómanos como el testimonio tembloroso, brotado desde lo más hondo del corazón, de la frágil pero intensísima soprano griega. Existe en particular un vídeo de Callas-Tosca en 1956 en Nueva York, en una grabación televisiva para la CBS (
los curiosos pueden verlo aquí) que refleja toda la tensión, el auténtico sufrimiento, el arte y el amor que corrían por sus venas.
Hace tres días se cumplían treinta años de la muerte de “la Callas”, aquella muerte extraña y fulminante que la sorprendió desamparada y sola en un París que le era ajeno. Perdida ya la voz, sin apenas nadie que realmente la apreciara, Maria se apagó en su habitación en tan sólo unos minutos. Su cuerpo fue incinerado y, tras una breve desaparición de la urna fúnebre, sus cenizas fueron arrojadas al Egeo: la Callas siempre fue una isla, y era lógico que retornara a un mar de islas, que además era el suyo.
El amor que con tanta pasión cantó siempre le fue esquivo. Ni siquiera su madre recibió su nacimiento con alegría: en lugar de un varón llegó aquella chiquilla que, con los años, se haría poco agraciada, en especial por su miopía y su gordura. Los desprecios contra ella parecieron prodigarse. Sólo su voz la salvó de ser un mero mueble en casa: las posibilidades crematísticas de la garganta de Maria pronto fueron rentabilizadas. La infancia de Callas no fue infancia, y así llegó a decirlo en público, negándose incluso a volver a ver a su madre cuando la cantante aún no había cumplido los treinta (algo que en 1956 le costó una demoledor reportaje en la revista Times, donde se la acusó duramente de falta de amor filial).
Tampoco en las relaciones de pareja fue afortunada la griega. Tras un primer matrimonio de apariencia conveniente, con un adinerado empresario tres décadas mayor que ella, su gran e imposible amor fue durante años Aristóteles Onassis, que acabaría dejándola para casarse en 1968 con Jacqueline Kennedy. Ese golpe moral coincidiría con la plena fase de decadencia de su voz… y con el inicio de la más abrupta soledad. Maria Callas nunca dudó en confesar abiertamente sus sentimientos de abandono, de aislamiento, de desamor, de decadencia; hay amargos párrafos enteros al respecto recogidos en el angustioso libro Callas, que John Ardoin y Gerald Fitzgerald publicaron poco antes de la muerte de la diva.
Sin embargo, años atrás su estrella brilló como ninguna. La gran Elizabeth Schwarzkopf llegó a decir, tras presenciar la primera Traviata de Maria en el Arena de Verona, a comienzos de los 50, que nunca más volvería a cantar el papel de Violeta porque Callas lo encarnaba con absoluta perfección. En el Metropolitan, y aun después de la incendiaria portada del Times, Callas-Norma salió a saludar dieciséis veces. Su arte –porque Callas no sólo era una voz– jamás ha sido discutido. Quién podría. Tal vez su arte fue el gran amor de su vida, y Maria, la niña triste, apenas se dio cuenta.

Masa y críticos, 12.09.07

En estos días ha muerto Luciano Pavarotti, el amigo Tutto, como por error le llamaban unos cuantos “despistados” a raíz de la aparición de aquel recopilatorio –Tutto Pavarotti– de algunas de las más populares arias de ópera para tenor alumbradas en su día por Puccini, Mascagni, Massenet, Giordano, Bizet y compañía. Vaya por delante que nunca fui yo una de sus más fervientes partidarias, a pesar de que –esto es innegable– la voz del italiano era muy bella de natural. En realidad, nunca me agradaron demasiado los montajes aquellos de “los tres tenores” –creo que desde entonces muchos aficionados a la música los “enfilaron” a los tres por igual–, que desembocaron en una serie de subconciertos y discos populacheros de muy dudoso gusto, a pesar de –o precisamente por– encabezar durante semanas esas denigrantes listas de los superventas. De aquellas descerebradas giras esencialmente crematísticas –democráticas, según algunos– se resintió mucho la voz de Pavarotti, que dejó resonar su famosísimo y espeluznante gallo en La Scala, más vergonzante en su caso que la más estruendosa ventosidad, y que ningún carismático pañuelo fue capaz de disimular. En todo caso, hay que admitir que, del célebre trío de marras, Pavarotti fue siempre el más sencillo, también el más comprometido y el más limpio, cantando a favor de la reconstrucción de Sarajevo en tanto Carreras se había entregado a las turbias implicaciones de su enfermedad y Domingo se ocupaba, y aún persiste (a pesar de su evidente artrosis profesional), en seguir “influyendo” en los elencos de alguno de los escenarios operísticos más codiciados del mundo.
Pero si algo me interesa hoy en especial de todo este tinglado es justamente la asunción de la muerte y transfiguración de Pavarotti, a manos de la “masa” y a manos de la crítica. La conversión o no en un clásico del muerto ilustre queda ya al albur del tiempo, dado que público y críticos han tomado caminos divergentes. Si decenas de miles de admiradores han querido acompañar el féretro en la sobria ceremonia de despedida, el ámbito operístico ha mostrado un comportamiento glacial, específicamente en lo que a cantantes se refiere, con una ausencia más que generalizada de los más y de los menos grandes; sólo Mirella Freni, partenaire habitual del tenor en tiempos mozos, ha llorado a Pavarotti públicamente. La crítica se ha dejado caer con toda su crudeza sobre el cuerpo y el alma aún calientes del de Módena, despellejándole sin compasión; “analfabeto musical”, “falto de profundidad” y “arrítmico” son algunos de los piropos más suaves que se le han dedicado en estos días. ¿Qué pasará al final? ¿Quién ganará la lid? Todo apunta a que dentro de veinte años será difícil encontrar grabaciones del tenor italiano, porque las nuevas mafias de la música así lo querrán y porque la masa, en definitiva, no compra Turandot, por mucho Nessun dorma que le echen.

Otros ruedos hay en que críticos y opinión popular corren más acordes. En general, es difícil que no haya quórum a la hora de pedir sangre a espuertas en los espectáculos, que el líquido y rojo elemento alegra el corazón, mucho más que el vino más caliente. Aterradita me he quedado al ver las fotos y los textos en torno a ese supuesto nuevo mito del albero, José Tomás: aquel hombre como un auténtico Ecce Homo, sangrando por todos los orificios de su cuerpo torero y sin embargo sosteniendo el estoque como si le fuera en ello la vida. El viejo lema “pan y circo” que durante siglos ha desacreditado a los romanos revive con todo su esplendor en estos nuevos tiempos de decadencia –ni siquiera imperial– en que España lo reescribe bajo una fórmula postmoderna y no menos devaluada: “Pans and Company”, digamos. Pan sanguinolento para una company de aficionados ansiosos de glóbulos rojos a las cinco de la tarde y de unos críticos taurinos que, remachando la barbarie, dicen que el nuevo Mesías viene a salvar la fiesta de tal guisa. “No quiere morir, sólo ser perfecto”, sostiene Miguel Mora en El País; y el tío lo escribe tan fresco, con la cruenta imagen del diestro a todo color en el costado, pa’ que se le vean bien los estigmas al doliente, cogido por dos veces pero aguantando en pie como un machote y con mirada vagamente enajenada (o tal vez sólo mareada por la pérdida salvaje de hematíes). Malo el desacuerdo entre las querencias del público y la crítica, pero cuando los intereses de ambos esdrújulos confluyen… es hora de temernos el regreso a las cavernas.

Las vergüenzas de la Nacional, 05.09.07

Parece que la más nacional de nuestras bibliotecas patrias se ha empeñado en mostrarnos sus vergüenzas y surtirnos con chascarrillos constantes acerca de sus deshonrosas menudencias. La verdad es que todo comenzó, como siempre las cosas, por el principio: en el principio no era el verbo, sino la rosa; quiero decir –no nos metamos en jardines–, la rosa Regàs. Con el ominoso nombramiento se inició un periodo aún más siniestro de nuestra digna institución, que se sumaba a su proverbial y ya clásico –en España estos asuntos suelen ser un clásico– mal funcionamiento. De modo que a los obstáculos para el préstamo y disfrute (carné y sólo un folio y un lápiz), los precios abusivos de fotocopiado y microfilmación, la arbitrariedad en la reproducción de ejemplares (si ibas por la mañana te decían que no, si volvías por la tarde te decían que sí), se añadió la turbia personalidad de una directora que mejor hubiera hecho quedándose en casa escribiendo… a poder ser, por favor, sin trascender la más estricta intimidad.
Doña Rosa no tardó en dar la primera campanada intentando retirar la estatua de Don Marcelino Menéndez Pelayo de su emplazamiento habitual en el vestíbulo bibliotecario. Doña Rosa, insigne autora de Luna lunera, se sentía molesta con la presencia del rancio don Marcelino, a pesar de que en el fondo le caía bien porque había escrito “aquello de los Heterodoxos”; había que desratizar, pues, el vestíbulo, que ya se había encargado la interfecta de atornillar unas placas doradas pero discretitas con los nombres de unos republicanos que por allí pasaron. Por si estos dislates no eran suficientes, la egregia directora entusiasta de la III República –no sé por qué no se me arregla llamarle escritora– nos ha ilustrado repetidamente con delicados brotes de su arriate intelectual, tales como afirmar que la democracia inglesa lleva funcionando 800 años (¡¡!!). También de su refinado intelecto han surgido caras y ridículas iniciativas como “Don Quijote hip hop”, cuando necesidades más prioritarias de la Biblioteca han sido desatendidas por supuesta carencia presupuestaria (mejor no hablar de las conferencias de amigos con post-cena en Nicolás pagada por el españolito y las tres secretarias y los cinco chóferes). Y sin embargo, no contenta aún, la superdirectora –“no la toques ya más, que así es la rosa”– se va dejando buen sabor de boca: unos valiosos mapamundis robados de unos incunables prestados al tuntún y varios ejemplares a los que –ahora empiezan a percatarse– se les han arrancado las hojas. Eso sí, la web de la Biblioteca reza en su cabecera: “Custodiamos todos los libros”. Menuda broma. Así que no se entiende que el nuevo ministro-orquesta de cultura, César Antonio Molina, diga que Rosa Pedrisco no ha hecho nada en estos años: vive Dios que ha hecho, y si no la defenestra a tiempo… la Nacional acaba como la de Alejandría, tirando humo y llenando de carbonilla las mesas del Gijón.
Estas zarandajas de nuestro amado país siempre acaban conduciendo a la misma reflexión: ¿a quién debe encomendarse la gestión de determinadas instituciones, esencialmente de las relacionadas con el patrimonio cultural? ¿quién debe ser, por otra parte, el que designe los altos cargos de estas instituciones? Sin duda resulta lamentable que los puestos institucionales de dirección se hayan convertido en recompensa que los políticos en ejercicio arrojan a sus perros más fieles y de lengua más pastosa. Tiene su lógica que un ordenanza tenga que prepararse un temario de oposiciones para abrir y cerrar una puerta y que un director de no-sé-qué-tinglado pueda ser el más burro de la clase, ¿acaso no? A ello se suma la ya añosa polémica entre la gestión y la intelectualidad: los “gestores” –habitualmente economistas– se empeñan en tratar los recursos patrimoniales como chorizos al por mayor, porque no aprecian la diferencia entre un incunable y un pedazo de chatarra –salvo que la chatarra se vende mejor–. En el polo opuesto, los “intelectuales” –dejando a un lado que en este siglo no existen, porque los pocos que había se están muriendo– carecen en ocasiones de la formación específica para afrontar las obligaciones de unos cargos que conllevan múltiples implicaciones (ser un infraescritor o un pesebrero no faculta para dirigir una biblioteca or whatever, por más que haya quien piense lo contrario). Si a ello añadimos la escasa consideración que puede alcanzar el patrimonio cultural en un país donde se tira a las cabras desde los campanarios mientras algún que otro político jalea… pues ya tenemos el puzzle completo.
Entre tanto, lo de siempre. Las bibliotecas extranjeras –no digamos las norteamericanas– nos dejan en pañales en lo que respecta a calidad de custodia, digitalización y préstamo. Pero aquí todos tan contentos, porque Spain is different y en eso radica nuestro encanto. Así que si alguien tiene echado el ojo a la editio princeps del Quijote, que se anime y trinque: ningún director “jasp” le va a salir al paso
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Poetas y filósofos, 29.08.07

La deuda que mantiene la cultura de Occidente con la herencia de los clásicos es innegable. Decía Dilthey que tres eran los legados que debíamos agradecer los actuales hijos de la Antigüedad: la filosofía griega, el derecho romano y la religión judía. Pero Dilthey, que no obstante era magnífico escritor, se olvidó de la literatura, a no ser que la entendiera como caprichosa veleidad de la filosofía. La literatura encuentra en Grecia y Roma, y en particular en Homero y Virgilio, su bautizo espiritual. Así lo manifestó taxativamente John Dryden, padre de la crítica inglesa, al sentenciar sin rodeos: “Son ellos dos”.
Y, sin embargo, en nuestro tiempo a Virgilio se lo han puesto difícil; sus mayores detractores han sido sus propios colegas, los poetas, más proclives al universo hermosamente bárbaro del vate griego que a las refinadas propuestas éticas del filósofo de Mantua, quizá por la indescriptible crudeza moral del siglo XX –que nada tiene que envidiar al primitivismo más rudo de los peores años de la Edad Oscura, que Homero vivió, y ensalzó sin duda por ser ciego-. Pound se refirió a la obra virgiliana como imitación de la Ilíada nacida a instancias imperiales (acusación incoherente sabiendo que el propio Pound cedió gustoso a las tentaciones imperiales de su tiempo, bajo la fórmula redentora del fascismo). Auden amonestó a Virgilio desde su Épica secundaria, presentando a un mero técnico sin poesía en el corazón: “No, Virgilio, no:/ detrás de tus versos escritos con tanta maestría,/ escuchamos el llanto de una musa traicionada”. Graves se manifestó igualmente en actitud poco elogiosa hacia los versos del poeta retirado. En general, dos aspectos han lastrado en este tiempo la consideración de la obra virgiliana: su supuesto ensalzamiento del totalitarismo, que deriva de una lectura interesada del caudillo Eneas desde determinados regímenes del periodo de entreguerras; y el cristianismo forzoso que se inoculó a posteriori, en propuesta filosófico-teológica, al paganísimo Augusto, convertido en Mesías avant la lettre veinte años antes del nacimiento del auténtico.
En esta lamentable norma hay que admitir, no obstante, una excepción. Porque Virgilio pudo abandonarse sin cuidado en las manos exquisitas de un escritor de Viena: Hermann Broch. En realidad, también otros han sabido percibir la extraña lucidez, la serena asunción respecto al mundo que es la Eneida: Hardy, Eliot, Frost o el mismísimo Machado, Tate, Brodsky, Ungaretti, son algunos de ellos. Pero Broch destaca sobre todos, tal vez por su peculiar identificación intelectual y estética con el latino. Tal vez, también, porque Broch se ha ocupado de la escenografía de los últimos días de Virgilio con tanto esmero como hubiera podido dedicar a la antesala de su propia muerte.
Nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es. ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer una influencia mejor?”. Así se expresa Broch en La muerte de Virgilio, hablando por boca de su personaje. Hermann Broch, que huyó primero voluntariamente de las comodidades que le ofrecían sus prósperos negocios industriales, y después forzosamente de la persecución ejercida por los nazis, estuvo obsesionado gran parte de su vida por el problema de la vinculación entre obra literaria y ética, por las relaciones entre las letras y el poder, por la verdadera y profunda funcionalidad de la escritura. Siguiendo en ello los pasos que previamente le había marcado ya Virgilio: retirado (¿saturado?) de los fastos de la Corte, cuestionándose en el momento decisivo –el de su muerte– la quema de su Eneida... no por vanidad hiperestética, sino por íntima revolución.
En 1950, cinco años después de la aparición de La muerte de Virgilio, Broch declara en una entrevista: “El escritor, al obedecer en su actividad las órdenes de su gobierno, se convierte en un hombre del aparato, abandonando así su oficio de intelectual”. Lo que traduce al lenguaje de nuestros días la inquietud de Virgilio agonizante ante la interpretación moral que había de darse a su obra magna. Lo que demuestra la vigencia de la filosofía escrituraria del latino en este siglo en que hasta la literatura tiene precio…
Hermann Broch murió en 1951, después de sesenta y cuatro años de acusada actividad literaria, política y amorosa. La misma que le llevó a abandonar su cómodo estado burgués en pos de la escritura, la que le colocó en los límites de la sentimentalidad en cada afecto, la que le obligó a pronunciarse en contra del rearme atómico y a plantear sus exigencias ante las Naciones Unidas en el difícil marco de la “guerra fría”. Lejos de Brindisi, en el pequeño cementerio de Killingworth, una urna cineraria contiene los restos del escritor vienés. Una lápida grabada da testimonio de su identidad material y espiritual: “Hermann Broch. Poeta y filósofo”. Como Virgilio. Lejos, tan lejos de Brindisi en el espacio y en el tiempo, Broch supo distinguir a su remoto hermano en la ética y el arte.

Amor, odio y sinrazón, 15.08.07

Hace exactamente dos siglos y medio se crearon dos vidas para el arte que, aun participando de elementos comunes, con el tiempo han corrido suertes bien distintas. En 1757 nació en Possagno el escultor neoclásico par excellence, Antonio Canova, y también en 1757 nació a la luz el enorme –y peculiar– escritor Samuel Johnson, en los pinceles del principal retratista de la llamada “Gran Manera Inglesa”, Joshua Reynolds.
A día de hoy, puede afirmarse que no hay nadie que no conozca las estilizadas y bellísimas esculturas de Canova, de elegante disposición e inmaculado mármol casi blanco; tal vez el conjunto de Eros y Psique (representación del amor cándido atesorada por el Louvre), las Tres Gracias (conservadas en el espectacular Museo del Hermitage) y la venusina imagen de Paulina Bonaparte (cuyo perfil es emblema inigualable de la Galería Borghese en Roma) sean tres de las más inequívocas e imprescindibles entre las grandes obras del maestro italiano. Con motivo del aniversario del artista, Possagno ha querido recuperar otra de ellas, con una singular historia a sus espaldas: la escultura del joven príncipe Henryk Lubomirski –representado con los atributos y apariencia de Amor–, príncipe por enfermizo empeño de una princesa polaca desequilibrada, cuya belleza efébica era tan del gusto del siglo en que el mancebo vivió. Al parecer, el joven Henryk llegó a convertirse en una obsesión –sin duda estética, tal vez incestuosa– para la princesa viuda, que por su rostro le adoptó, le educó, le hizo viajar y le zambulló en el ambiente del arte más refinado. Conociendo la fama de Canova –no en vano el escultor italiano llegará a retratar al mismísimo Napoleón– la princesa se empeñó en obtener un gesto inmortal de la belleza del joven que la conducía a la sinrazón –tan grave era el caso que llegó a casar al mozo con su hija mayor y así a desheredar a las restantes hermanas. Canova detestaba trabajar por encargo y accedió a la petición de la princesa por motivos crematísticos. La estatua en realidad es un collage, pues sólo la cabeza pertenece a Henryk; el cuerpo hubo de aportarlo un modelo profesional, dado que el efebo, de natural vergonzoso –suponemos–, se negó a posar desnudo. La princesa, en el colmo del trastorno, encargó varias réplicas de la cabeza de la pieza por miedo a su pérdida, y aún en los últimos días de su vida, ya inválida, se hacía llevar hasta la estatua, dispuesta en lugar de honor, donde rozaba sus pies con enfebrecida devoción.

No de un amour fou, sino de un odio irracional, ha sido víctima el célebre retrato que de Samuel Johnson –“gloria nacional” británica, probablemente con más motivo que otras- se conserva en el londinense Museo del Retrato. Un mendigo pertrechado con un martillo se ha liado a golpes con el lienzo del ingenioso lexicógrafo que Reynolds pintó en 1757, haciéndole unos cuantos desgarrones. La duda está en saber si el mendigo era o no consciente de sus actos, es decir, si era un mero vándalo ignorante o un intelectual resentido; eso por no hablar de los niveles de seguridad en ciertos museos, que prohíben el uso de móviles y cámaras fotográficas pero nada tienen que objetar a los martillos. En cualquier caso, no es de extrañar aquello que ya afirmara Johnson, de que cuanto más conocía al género humano, menos esperaba de él.
Reynolds y Canova miraron con insistencia hacia el pasado, y en particular hacia el pasado clásico, para localizar sus obras. Canova se apoyó en los cuerpos grecolatinos y en la técnica de la estatuaria helenística; Reynolds era adicto a la investigación histórica, incorporó los modelos de la Antigüedad Clásica a sus planteamientos de la “Manera Inglesa” y estudió con obsesión a Rafael hasta el extremo de quedarse sordo por una enfermedad contraída a causa del frío en las estancias Vaticanas. Reynolds no sólo quedó sordo, sino ciego también más adelante, y pareja suerte corrió Canova, que murió del mismo modo. Las obras de ambos han sido objeto de pasiones encendidas, bien ajenas a la mesura y la razón antiguas a que sus autores aspiraban.

Conrad y su mano izquierda, 08.08.07

En este año se cumple el 150 aniversario del nacimiento de Józef Teodor Konrad Korzeniowski de Nałęcz, el polaco que se nos hizo a todos más cercano por esa buscada adaptación a la lengua del Imperio, por esa “cortesía con el lector” de que habla Cabrera Infante, que le convirtió desde 1884 y para siempre en Joseph Conrad. Konrad-Conrad estaba acostumbrado a los cambios, a los tránsitos más insólitos: desde su infancia más temprana, en que vio pasar a su padre de escritor aristócrata –por supuesto arruinado– a preso en Siberia; más tarde cuando él mismo pasó de joven comme-il-faut a delirante marinero de aguas peligrosas; y más tarde aún cuando emergió desde la muerte a la vida tras un intento de suicidio, hasta que finalmente terminó por convertirse de ciudadano polaco en británico por obra de viajes y experiencias. La de su nombre constituyó, tal vez, la más sencilla y natural de sus mudanzas.
Es probable que al calor del sesquicentenario –las celebraciones de óbitos y nacimientos son un semillero para las editoriales e incluso, por qué no admitirlo, para los articulistas que nos agazapamos en las secciones de cultura– haya dado a la luz la siempre atenta –con el lector, quiero decir– editorial Funambulista esa novela que no se halla precisamente entre las más conocidas de Conrad: El Regreso (1898), narración corta que su autor completó poco después de haber terminado El negro del Narcissus, y que tal vez se recuerde más por aquella versión cinematográfica que Patrice Chéreau realizó dos años ha (Gabrielle) con Isabelle Huppert como protagonista.
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Dejando a un lado el obvio tirón comercial que implica recuperar a un autor con la correspondiente fecha conmemorativa de por medio, creo que –como en el amor o la guerra– cualquier excusa es válida si bueno es el propósito. Y en este caso lo es, a pesar de no falte quien haya tildado El Regreso de obra menor. No obstante lo cual, y considerada con la debida atención, hay en El Regreso elementos no sólo literarios, sino también anecdóticos, que le conceden indudable interés per se y en relación con su autor.
Es sabido que Conrad se ufanó en una ocasión de haber escrito El Regreso con la mano izquierda, probablemente por lo mismo que Toscanini elogiaba su propia siniestra, que para él era la “mano natural”: El Regreso únicamente puede escribirse con la mano izquierda porque es la mano menos sujeta a lo convencional (eso sí, sin que se entere la derecha). De ello se deduce que Conrad, según la obra que le tocaba abordar, debía de tener la posibilidad de ejercer de escritor ambidiestro –capacidad que recomienda y defiende Feijoo en su Carta XXXIX– y que en ocasiones… ni lo uno ni lo otro: el enorme y palíndromo escritor británico Ford Madox Ford afirmaba que el polaco (a quien conocía bien no sólo por empinar el codo en las mismas tabernas y por prestarle el dinero que no tenía, sino también por “colaborar” con él en la escritura de la desastrosa Romance y en la más que discreta Los herederos para ayudarle a cumplir con sus contratos descuidados por causa de la gota) no había puesto un solo dedo en su novela Bajo la mirada de Occidente. Lo cierto es que en El Regreso no hay más manos que la mano izquierda de Conrad, y la opinión que ofrece Madox Ford, cuando sostiene que El Regreso narra una historia conyugal obscena “que sólo nos atrevemos a mirar a hurtadillas”, no hace sino confirmar la coherencia de Conrad y su intuición –o sabiduría– manual. Cuando la obscenidad se escribe con la diestra deja de serlo y se convierte en animal doméstico. Por fortuna, la sagaz izquierda de Conrad pone todo en su lugar.

La zarabanda de Bergman, 01.08.07

La zarabanda como género musical oscila entre lo grotesco y lo sobrio, entre lo turbio y lo grave, entre lo obsceno y lo solemne. En España la zarabanda, propia esencialmente del siglo XVI, es baile de parejas, y conlleva un contenido exacerbadamente erótico en el que hombre y mujer se acercan y se alejan con intención. En otros lugares de Europa, y ya en el siglo XVII, la zarabanda –sarabande, por influjo francés– adquiere un tono más morigerado y un lenguaje más austero, y pasa a integrar la suite barroca más canónica, de cuatro movimientos. Johann Sebastian Bach, el gran maestro de la suite (y del oratorio, y de todo cuanto queramos imaginar), mantiene la estructura en cuatro partes, aunque añade, a continuación de la zarabanda, un par de minuetos o gavotas o bourrées, por no mantenerse al margen de las modas del momento.
Es probable que la zarabanda de la quinta suite para cello de Bach sea la más hermosa de cuantas jamás se han compuesto. En esto coincide la mayoría de los buenos aficionados a la música. Su desmesurada parsimonia, junto a la presencia de la scordatura a lo largo de la suite, la convierten en una pieza excepcionalmente difícil de interpretar, majestuosa, intensa y… al mismo tiempo, misteriosa e inquietante. No es extraño que Ingmar Bergman la convirtiera en protagonista absoluta de su última película, de sus últimas palabras en el cine. La zarabanda de Bach-Bergman fue una suerte de peculiar danza macabra, fue una reflexión aterradora sobre la vida y el tiempo, fue un ajuste de cuentas con los fantasmas del pasado y los miedos del futuro, fue un testamento en toda regla que participó de lo grotesco y lo solemne, pues sólo desde ambas perspectivas es posible abordar la auténtica naturaleza de la existencia, y así mismo del viaje final: los pasos desmadejados de la muerte con el vivo ya de tránsito componen un baile tan ridículo como trascendente al que Bergman no quiso sustraerse. Esa implacable lucidez, esa mirada terrible del maestro.
Cuando vi Saraband en el cine hubo una escena que, entre todas las posibles –y en la película son muchas–, me conmovió: la figura en un contraluz brutal, árido, reseco, como un Jerónimo cincelado por Ribera, del cuerpo desnudo del anciano de más de ochenta años Erland Josephson, evidente trasunto de Ingmar Bergman, en el dintel de la puerta del dormitorio de Liv Ulmann. Son muchos los íntimos terrores que Bergman nos ha mostrado en la pantalla a lo largo de su vida creadora, pero me atrevería a decir que esa escena frágil, indefensa, del desnudo consciente de su invencible decadencia es el más personal y escalofriante alarido proferido por el sueco. Ante esa escena pensé, a pesar de que Bergman había amenazado otras muchas veces con retirarse del cine, que esa era por fuerza su última película, su monstruosa despedida intelectual y emocional. La zarabanda dispuesta para Josephson y Ulmann es en realidad un baile cortés entre Bergman y el tiempo; el tiempo que actúa como apremiante antesala de la muerte. Bach cobra entonces su más pleno y estremecedor sentido: el cello invita a la danza, y en ese horror acompasado, llora.
Con Bergman no sólo ha desaparecido un maestro: con Bergman desaparece una forma de hacer y entender el cine. Bergman ha sido el gran eje entre otros dos nombres muy grandes: Dreyer como mágico referente y Tarkovski como deslumbrante seguidor. Pero no cabe duda de que, entre la belleza ática de Dreyer y la poesía embriagadora de Tarkovski, Bergman es el más violentamente próximo, el que ha tocado temas más contemporáneos y al tiempo más eternos, el que es capaz de impactarnos sólo con ese pie que avanza sobre un cristal, con esa hora exacta de la medianoche que deja al hombre expuesto y vulnerable.
Ingmar Bergman se encuentra ahora, al fin, ante su propio tablero de ajedrez. Es más que probable que pierda su rey, pero seguro que juega su partida con pasión.

Elocuencia y política, 18.07.07

En su excelente tratado Orator exponía Cicerón los distintos estilos en que al hombre político le cabía dirigirse a su auditorio. Cicerón distinguía básicamente tres modalidades de elocuencia, dando por hecho que el político era elocuente en cualquiera de sus formas –no nos sorprendamos: es obvio que Cicerón murió hace ya varios siglos–; a saber: el aticismo o estilo sencillo (que se correspondería con una exposición precisa y tendente a asuntos de escaso vuelo), el asianismo o estilo elevado (que recurre al alambicamiento de los recursos y puede aturdir al público en su exceso) y el estilo intermedio o moderado (alejado de los peligros de los dos anteriores, aunque apto sólo para asuntos de importancia media). Aparte de la teoría de los tres estilos, señala Cicerón cuál era la “escenografía” esencial de un buen discurso (inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio) y así mismo su estructura más perfecta (exordio, narratio, divisio, confirmatio, recapitulatio y perorata).
Con gusto me extendería mucho más sobre este lindo tratadito de oratoria, cuya enjundia es indudable, pero es desgracia obligada limitarse a recomendar encarecidamente su lectura y ocuparse de otros menesteres. Extrañará tal vez a los lectores la digresión ciceroniana, pero estamos en días de renovación de carteras ministeriales, de tomas de posesión, de reconfiguración de gobiernos estatales y regionales, y resulta inevitable pensar en el de Arpino cuando la elocuencia de nuestra clase política se ha desplegado con absoluta lozanía, para disfrute del arte que, agazapado en nuestras almas, aguarda la mano de nieve que sepa acariciarlo. Veamos si, como en el juego de la rana, somos capaces de encajar algunas muestras en el estilo discursivo correspondiente.
No se dirá que no respira un aticismo impecable y absoluto en la irrefutable sentencia de Jordi Sevilla: “Para ser ministro, sólo hace falta que te nombren. Para dejar de serlo, sólo hace falta que te cesen”. Sorprendente. Sí señor. Fascinante la transparencia de este aserto en que brilla sobre todo la inventio.
Por el contrario, muestra evidente de asianismo es la imagen de María Antonia Trujillo, cuando afirma que Zapatero “me entregó una carta de navegación, aunque empecé sin barco y” –esto es peor– “sin astillero para construirlo. En la travesía encontré piratas, corsarios y bárbaros que han estado siempre ahí”. Vaya por Dios. Curiosa versión de la Isla de los Famosos. ¿Habría también mosquitos tigre? Y acaba la interfecta citando un poema de Santiago Castelo, La casa que tenía empedrado el suelo: ?? Aquí ha habido introducción evidente de variatio, aunque no es recurso contemplado en la oratoria. Por lo demás, me permito citar lo que apunta Cicerón respecto al asianismo: “En efecto, quien no puede decir nada proporcionada, definida, ordenada y agudamente, si comienza poniéndole fuego al asunto no estando preparados los oídos, parece que está loco entre cuerdos”. Pues eso.
Otro asiánico confeso parece Bernat Soria cuando manifiesta, no sin cierto halo de misterio, que “mi destino no es el Ministerio de Sanidad y Consumo”. Ante la cara de estupor que sin duda se le pintó a Zapatero, especificó Soria en deslumbrante metáfora que su destino “es el viaje, el trayecto que quiero recorrer para llegar a Ítaca”. ¿De modo que acaba de entrar y ya se quiere marchar de vacaciones? Influido sin duda por aquello de que no existe un camino para llegar a la paz, sino que la paz es el camino, y echándole unas gotas de Kavafis traído por la coronilla, Soria ha pergeñado uno de los discursos más imaginativos de las últimas décadas. Aguardemos las futuras excrecencias de su venturoso cálamo.
Y qué decir del más literario de todos que, no obstante, también conoce los secretos del arte de la música… César Antonio Molina sostiene: “He tocado todos los instrumentos de la orquesta de la cultura, soy en mí mismo una orquesta”. En este caso no sabría decir si nos encontramos ante un estilo moderado… con visos de comedia; la actio del hombre orquesta tiene aquí un papel fundamental. Esperemos que el flautín o los platillos de Molina acierten a sacar al Ministerio de Cultura del atolladero en que se encuentra.
¿Quién dijo que la retórica de nuestros políticos se hallaba en baja? Y no desesperemos, que de tales intelectos obtendremos satisfacciones oratorias aún mayores. Tiempo al tiempo.

Cambio climático, 08.07.07

En estos días, por desgracia, está específicamente de moda el asunto del cambio climático. Y digo “por desgracia” no tanto –aunque también– por lo penoso del asunto en sí, como por las tajadas que muchos se están sacando a costa de “la cosa”, incluso –y esto sí que es sorprendente– dentro del ámbito de la cultura.
Me he pasado una semana oyendo hablar del “sonado” concierto –Live Earth– que se iba a celebrar alrededor de todo el mundo “para luchar contra el cambio climático”: ¡¡!! No me negarán que la propuesta no tiene su gracia: como si con las baladas entonadas por veinte fulanos alrededor del mundo se fueran a arreglar las cosas –que dicho sea de paso, están muy, pero que muy chungas. A lo peor es que los artistas invitados han cantado tan mal que va a empezar a llover a mares. Lo cierto es que la noble formulación de la causa ha congregado a cientos de miles de corazones concienciados –o sea, cientos de miles de compradores de entradas para los espectáculos, seamos prácticos– desde Tokio hasta Río de Janeiro; cientos de miles de personas que se han dejado un montón de dólares (por hablar en la moneda del imperio) que supuestamente servirán… para reducir gases contaminantes. Eso al menos es lo que nos cuenta Al Gore, que es quien ha impulsado todo el montaje. Estemos atentos, que con toda esa “pasta” recaudada deberíamos ver, no más allá de seis meses, cómo se nos solucionan los problemas medioambientales y el aire se despeja. En el peor de los casos, si seguimos tan ahumados como hasta ahora –lo más previsible, me temo–, ya sólo nos quedará preguntarnos si las resmas de billetes se las tragó el agujero de la capa de ozono –ese que, por cierto, se está cerrando él solito, según aseguran los expertos en estos temas.
Lo de Al Gore per se también tiene su tela. Mientras ocupó una vicepresidencia desde la que era factible adoptar medidas preventivas o resolutivas, no sólo no movió un dedo en tal sentido, sino que además se dedicó a firmar el tristemente célebre Plan Colombia, que estimula la fumigación indiscriminada con herbicidas tóxicos de múltiples cultivos legales y núcleos de población de Colombia y que además supuestamente desvía fondos para colectivos paramilitares de índole fascista. Sin embargo, una vez botado de su espinoso cargo, Gore cae del caballo cual Saulo y se dedica a dar conferencias por todo el mundo para descubrirnos la pólvora: es decir, explicarnos que nos estamos cargando el planeta (algo de lo que nadie se había percatado), y de paso cobrar buen parné por abrirnos los ojos. Todo empezó haciendo una peli y dando unas charlas, pero burla burlando, ya le han concedido dos Oscar y el Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional (los del Príncipe de Asturias últimamente están poco inspirados) y tiene una agenda de morirse (no sé por qué sospecho que Gore imparte más conferencias que yo y hasta se las pagan mejor), sin contar con que cada puerta institucional a la que llama se le abre de par en par sin rechistar.
Ya que se lo monta tan bien, tal vez podría Gore dedicarse a visitar de forma altruista los consejos de administración de los grandes bancos para pedirles fondos, justamente cuando estos anuncian a bombo y platillo, como cada año, que han tenido X (X por pornográficos) miles de millones de dólares de beneficios; también podría hacer otra visita para contarles su “verdad incómoda” a los responsables de las cien empresas más contaminantes del mundo, por ejemplo, en lugar de decirnos que no usemos laca para el pelo. Mientras tanto, es muy aparente augurar, como el interfecto hizo en febrero en Madrid, que “seremos recordados como la generación que destruyó el planeta tierra”. Todavía sigo rumiando quién nos recordará cuando ya no exista nadie. Pero hay que admitir que la frase, si no la piensas, impacta.
Por si esto no era suficiente, recibo ayer en mi correo electrónico una oferta de la Casa del Libro, que me da la oportunidad de leer antes que nadie el Informe Stern: un informe que promete “la verdad sobre el cambio climático”. Es evidente que todos tienen su verdad, y que todos quieren colocárnosla a buen precio. Y mientras tanto, el planeta se nos muere. Lo malo es que, contra los pronósticos de Gore y los demás rappelles que pululan por ahí, si seguimos en estas no quedará nadie para recordarlo.