Mientras los escaparates siguen mostrando las novedades más recalcitrantes –y en ocasiones escalofriantes– del panorama editorial, mientras Danielito Marrón se infla los bolsillos no sólo con sus libros sino también con sus montajes –que si le acusan de plagio, que si le absuelven, que si ahora sale un ruso diciendo que él le dio la idea del infumable Código, que si el juez escribe supuestamente en clave la sentencia absolutoria, que si la Iglesia se descuelga clamando que se prohíba la exhibición del impío engendro de marras, y lo que todavía nos queda por sufrir–, mientras aguardamos el primer y sin duda inminente evento literario mono-temático –tal vez un ensayo crítico sobre las “monadas” de Leibnitz o una nueva traducción de Monon Lescaut–, hay títulos que pasan de puntillas, obras indispensables rescatadas a la acción del tiempo que florecen durante unas semanas y luego vuelven a agotarse –que es como decir agostarse– sin remedio entre la hojarasca de superficialidad que asfixia nuestras librerías.
Entre esos títulos se encuentra el delicioso, tierno, trágico, demoledor y fresquísimo Testamento de un bromista de Jules Vallès, aparecido en la pequeña editorial Periférica; una obra a caballo entre la carcajada y el espanto, una terrible mueca literaria que hoy se lee con distancia temporal y cercanía estilística –y hasta conceptual. ¿Cómo eludir la preocupación del pequeño protagonista del Testamento, que sufre al terminar sus estudios la misma angustia que cualquier estudiante de Humanidades de hoy en día?: “Sé lo que es una catacresis y una sinécdoque; sé lo que llaman un anapesto o un troqueo. ¡Asunto delicadísimo! ¿Qué estado puedo asumir? ¿Ciego, como Homero o como Edipo? ¿Conspirador, como Epaminondas? Hay que ser dos por lo menos para conspirar. ¿Dónde está el segundo? Además, incluso cuando uno conspira come, y antes de ser atrapado hay tiempo diez veces para morirse de hambre. ¡Yo sólo he aprendido a ser mendigo, criado o asesino! Me mintieron durante diez años y ahora no sé cómo ganarme el pan”.
Vallès dedica sus obras –su trilogía maestra de Vingtras: El niño, El bachiller y El insurrecto– con dolorida lucidez “a todos aquellos que, alimentados con griego y latín, han muerto de hambre”. Él mismo dominaba las lenguas muertas en una época que sólo conocía el lenguaje de la guillotina: el tiempo del latín como expresión de elitismo y cultura había pasado; los acuerdos de la diplomacia se desarrollaban en francés; Spinoza, Kepler o Copérnico llevaban doscientos años, y bastantes más, muertos por entonces.
Habitante de un mundo hostil y violento, quizá más mugriento pero no menos perverso que el del siglo XXI, el niño que perfila Vallès –y que no es otro que un penoso trasunto de sí mismo– experimenta en sus carnes el maltrato y el desprecio; no puede olvidarse, aparte de la relación profusa de palizas continuadas, que el joven Jules fue ingresado con 19 años por su padre en una institución mental hasta que los informes médicos y el temor al escándalo contrariaron su propósito. No es extraño, entonces, que Vallès decida adoptar una postura radical: “Todos estos recuerdos de niño empeñan mi vida de adulto. Seré un revolucionario”. Y lo fue. En plena guerra franco-prusiana se erigirá en uno de los principales cabecillas de la Comuna de París; algo que le costó la condena a muerte y el consiguiente exilio –diez años en Londres– para eludirla… por tercera vez: durante los fusilamientos de Versalles de 1871, dos hombres cayeron sucesivamente asesinados en la creencia por parte del pelotón de que se estaba ajusticiando al escritor. Todavía en 1883, cuando Vallès ya estaba de regreso en París, Maupassant le reprochará no sin condescendiente simpatía su “inmoderado amor por las barricadas”, su preocupación desmedida por el pueblo, por su carencia de pan.
Leer hoy a Jules Vallès no es sólo un ejercicio de espléndida literatura; es hallar la coherencia entre la palabra y la vida, es concienciarse, es reencontrarse con el descontento activo, con la lucha contra la injusticia; es alinearse contra los abusos de cualquiera de las categorías del poder, con la crítica cáustica de los formalismos sociales más fraudulentos y crueles. Un cóctel, tal vez, demasiado amargo para los tiempos acomodaticios que vivimos. Mucho me temo que no va a llegar a superventas. Por desgracia.
Entre esos títulos se encuentra el delicioso, tierno, trágico, demoledor y fresquísimo Testamento de un bromista de Jules Vallès, aparecido en la pequeña editorial Periférica; una obra a caballo entre la carcajada y el espanto, una terrible mueca literaria que hoy se lee con distancia temporal y cercanía estilística –y hasta conceptual. ¿Cómo eludir la preocupación del pequeño protagonista del Testamento, que sufre al terminar sus estudios la misma angustia que cualquier estudiante de Humanidades de hoy en día?: “Sé lo que es una catacresis y una sinécdoque; sé lo que llaman un anapesto o un troqueo. ¡Asunto delicadísimo! ¿Qué estado puedo asumir? ¿Ciego, como Homero o como Edipo? ¿Conspirador, como Epaminondas? Hay que ser dos por lo menos para conspirar. ¿Dónde está el segundo? Además, incluso cuando uno conspira come, y antes de ser atrapado hay tiempo diez veces para morirse de hambre. ¡Yo sólo he aprendido a ser mendigo, criado o asesino! Me mintieron durante diez años y ahora no sé cómo ganarme el pan”.
Vallès dedica sus obras –su trilogía maestra de Vingtras: El niño, El bachiller y El insurrecto– con dolorida lucidez “a todos aquellos que, alimentados con griego y latín, han muerto de hambre”. Él mismo dominaba las lenguas muertas en una época que sólo conocía el lenguaje de la guillotina: el tiempo del latín como expresión de elitismo y cultura había pasado; los acuerdos de la diplomacia se desarrollaban en francés; Spinoza, Kepler o Copérnico llevaban doscientos años, y bastantes más, muertos por entonces.
Habitante de un mundo hostil y violento, quizá más mugriento pero no menos perverso que el del siglo XXI, el niño que perfila Vallès –y que no es otro que un penoso trasunto de sí mismo– experimenta en sus carnes el maltrato y el desprecio; no puede olvidarse, aparte de la relación profusa de palizas continuadas, que el joven Jules fue ingresado con 19 años por su padre en una institución mental hasta que los informes médicos y el temor al escándalo contrariaron su propósito. No es extraño, entonces, que Vallès decida adoptar una postura radical: “Todos estos recuerdos de niño empeñan mi vida de adulto. Seré un revolucionario”. Y lo fue. En plena guerra franco-prusiana se erigirá en uno de los principales cabecillas de la Comuna de París; algo que le costó la condena a muerte y el consiguiente exilio –diez años en Londres– para eludirla… por tercera vez: durante los fusilamientos de Versalles de 1871, dos hombres cayeron sucesivamente asesinados en la creencia por parte del pelotón de que se estaba ajusticiando al escritor. Todavía en 1883, cuando Vallès ya estaba de regreso en París, Maupassant le reprochará no sin condescendiente simpatía su “inmoderado amor por las barricadas”, su preocupación desmedida por el pueblo, por su carencia de pan.
Leer hoy a Jules Vallès no es sólo un ejercicio de espléndida literatura; es hallar la coherencia entre la palabra y la vida, es concienciarse, es reencontrarse con el descontento activo, con la lucha contra la injusticia; es alinearse contra los abusos de cualquiera de las categorías del poder, con la crítica cáustica de los formalismos sociales más fraudulentos y crueles. Un cóctel, tal vez, demasiado amargo para los tiempos acomodaticios que vivimos. Mucho me temo que no va a llegar a superventas. Por desgracia.
2 comentarios:
Hola. Se acaba de publicar la obra maestra de Jules Vallès, El niño, en ACVF Editorial. Es aquella novela de la que Zola dijo: "pido que la lean por amor a la verdad y a la inteligencia."
Magnífica noticia. Muchas gracias por tu comentario. Y bienvenido.
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