Murió el año pasado, exquisita y tácita como uno cualquiera de sus versos, y la noticia de su muerte ocupó muy poco espacio en los diarios. Después de este año transcurrido me apetece recobrarla, darle el lugar que su silencio nunca reclamó.
La exquisitez de Sophia de Mello derivaba de un etéreo desligarse del tiempo sin acabar de renunciar a él, y a la vez de un compromiso declarado entre la más alta ambición estética y el ejercicio de la intelectualidad; presupuestos ambos que tomaron como referencia confesada o subterránea el mundo clásico. Antes que Sophia de Mello, otros muchos habían profesado su vinculación con la Antigüedad en toda su extensión, material e ideológica. Un precedente fundamental lo constituyen los Pessoas (con sus inocentes máscaras, a diferencia de embozados más perversos como Pound o Browning), seducidos todos por los ecos grecolatinos. Tampoco hay que olvidar que Ricardo Reis “nace” a la carne en Oporto, la misma ciudad que alumbrará a Sophia de Mello Brayner Andresen años más tarde, en 1919. La poeta, consecuente y lúcida, asumirá repetidamente a lo largo de su obra su dependencia “filial” con el portugués heteronómico, como por ejemplo en “Cícladas”: “Y tenías muchos rostros/ Para que no siendo nadie lo dijeses todo…”.
La adscripción de Sophia de Mello a la marmórea pureza de la Antigüedad es anterior, sin embargo, a su vivencia literaria. Un primer indicio significativo se encuentra en su propio entorno familiar, de cuño aristocrático, que la condicionó no tanto en un sentido mundano como en la íntima concepción de un universo propio de perfección idealizada –una “casa blanca ante el mar enorme”– descrito con lenguaje inmaculado y esencial, pero vibrante, en Poesía, su libro iniciático aparecido en 1944. Después, el paso por la Filología Clásica en la Universidad de Lisboa acabará de fascinarla por aquella tradición a la que por naturaleza propendía. Aunque esta búsqueda de lo más hondamente inmanente de la Antigüedad se derivó posiblemente y sobre todo del conocimiento de la nostálgica poesía de Antonio Nobre, conocimiento matizado por una ubérrima incursión en el «saudosismo» de Teixeira de Pascois, quien por entonces propagaba una modalidad de simbolismo adicta a la transfiguración de la realidad. El singular “modernismo” de Pessoa, y en especial la estela clasicista de Ricardo Reis, acabaron de configurar una estética cuyos latidos se perciben aún en el segundo libro de la poeta, Día de mar, publicado en 1947.
Este refugio de impoluta perfección tan minuciosamente construido empezará a resquebrajarse al contacto con la realidad, conforme Sophia de Mello va tomando conciencia de la situación que la circunda. El verso expresará esta conmoción con una metáfora de decadencia y ruina materiales, con un lamento ante el ocaso espléndido de un mundo ya remoto e imposible: “Te llamo -reúno los restos las ruinas los pedazos-/ Porque el mundo estalló como una cantera/ Y por el suelo ruedan capiteles y brazos/ Columnas divididas y lascas/ Y del ánfora queda sólo la dispersión de los añicos/ Ante los que los dioses se vuelven extranjeros”. Los libros subsiguientes –Coral (1950), En el tiempo dividido (1954) y Mar nuevo (1958)– perciben que “éste es el tiempo de la selva más oscura”. Y es que el contexto sociopolítico de Portugal no era precisamente halagüeño, con lo que la opción de un aislamiento sibarítico no encontraba posibilidades de realización honestas. En los 50 afloran las derivaciones más duras del salazarismo (decadencia económica, insurrecciones guerrilleras independentistas en Angola, Guinea y Mozambique…), aunque el régimen no empezará a vacilar hasta finales de la década de los 60, con la disconformidad de los poderes tradicionales y la propia enfermedad de Salazar.
Sophia de Mello adopta una elegante y mesurada actitud estilística de compromiso ante la situación en torno. Para Mello, la poesía es una forma de moral, y por ello afirmará que “No me queda/ sino mirar a la cara/ a este país de dolor e incertidumbre./ Aquí he elegido permanecer/ en donde la visión es más dura y difícil”. Pero esta afirmación se esboza desde una posición estética que en ningún momento entra en conflicto con su ideario interior. Los desatinos circundantes vulneran el clasicismo en su deseo supremo de serenidad, pero no logran sepultar su perenne belleza, macerada a fuerza de siglos y piedra, y cuya “rectitud de columna preside la inmanencia de los desastres”. La belleza, y con ella las formas todas de la Antigüedad, funcionan como testigos capaces de reconducir el presente con su sola existencia. Sólo hay que mirar y dejarse empapar.
Que el horror no se combate necesariamente con violencia es quizá la más lúcida lección magistral que logra aportar a la Historia el verso esteta de Sophia de Mello. Su refinada propuesta se formuló en términos consustanciales al deseo prístino del Mundo Antiguo: el mármol contra la barbarie. La reacción popular lo tradujo esgrimiendo el clavel contra el fusil.
La exquisitez de Sophia de Mello derivaba de un etéreo desligarse del tiempo sin acabar de renunciar a él, y a la vez de un compromiso declarado entre la más alta ambición estética y el ejercicio de la intelectualidad; presupuestos ambos que tomaron como referencia confesada o subterránea el mundo clásico. Antes que Sophia de Mello, otros muchos habían profesado su vinculación con la Antigüedad en toda su extensión, material e ideológica. Un precedente fundamental lo constituyen los Pessoas (con sus inocentes máscaras, a diferencia de embozados más perversos como Pound o Browning), seducidos todos por los ecos grecolatinos. Tampoco hay que olvidar que Ricardo Reis “nace” a la carne en Oporto, la misma ciudad que alumbrará a Sophia de Mello Brayner Andresen años más tarde, en 1919. La poeta, consecuente y lúcida, asumirá repetidamente a lo largo de su obra su dependencia “filial” con el portugués heteronómico, como por ejemplo en “Cícladas”: “Y tenías muchos rostros/ Para que no siendo nadie lo dijeses todo…”.
La adscripción de Sophia de Mello a la marmórea pureza de la Antigüedad es anterior, sin embargo, a su vivencia literaria. Un primer indicio significativo se encuentra en su propio entorno familiar, de cuño aristocrático, que la condicionó no tanto en un sentido mundano como en la íntima concepción de un universo propio de perfección idealizada –una “casa blanca ante el mar enorme”– descrito con lenguaje inmaculado y esencial, pero vibrante, en Poesía, su libro iniciático aparecido en 1944. Después, el paso por la Filología Clásica en la Universidad de Lisboa acabará de fascinarla por aquella tradición a la que por naturaleza propendía. Aunque esta búsqueda de lo más hondamente inmanente de la Antigüedad se derivó posiblemente y sobre todo del conocimiento de la nostálgica poesía de Antonio Nobre, conocimiento matizado por una ubérrima incursión en el «saudosismo» de Teixeira de Pascois, quien por entonces propagaba una modalidad de simbolismo adicta a la transfiguración de la realidad. El singular “modernismo” de Pessoa, y en especial la estela clasicista de Ricardo Reis, acabaron de configurar una estética cuyos latidos se perciben aún en el segundo libro de la poeta, Día de mar, publicado en 1947.
Este refugio de impoluta perfección tan minuciosamente construido empezará a resquebrajarse al contacto con la realidad, conforme Sophia de Mello va tomando conciencia de la situación que la circunda. El verso expresará esta conmoción con una metáfora de decadencia y ruina materiales, con un lamento ante el ocaso espléndido de un mundo ya remoto e imposible: “Te llamo -reúno los restos las ruinas los pedazos-/ Porque el mundo estalló como una cantera/ Y por el suelo ruedan capiteles y brazos/ Columnas divididas y lascas/ Y del ánfora queda sólo la dispersión de los añicos/ Ante los que los dioses se vuelven extranjeros”. Los libros subsiguientes –Coral (1950), En el tiempo dividido (1954) y Mar nuevo (1958)– perciben que “éste es el tiempo de la selva más oscura”. Y es que el contexto sociopolítico de Portugal no era precisamente halagüeño, con lo que la opción de un aislamiento sibarítico no encontraba posibilidades de realización honestas. En los 50 afloran las derivaciones más duras del salazarismo (decadencia económica, insurrecciones guerrilleras independentistas en Angola, Guinea y Mozambique…), aunque el régimen no empezará a vacilar hasta finales de la década de los 60, con la disconformidad de los poderes tradicionales y la propia enfermedad de Salazar.
Sophia de Mello adopta una elegante y mesurada actitud estilística de compromiso ante la situación en torno. Para Mello, la poesía es una forma de moral, y por ello afirmará que “No me queda/ sino mirar a la cara/ a este país de dolor e incertidumbre./ Aquí he elegido permanecer/ en donde la visión es más dura y difícil”. Pero esta afirmación se esboza desde una posición estética que en ningún momento entra en conflicto con su ideario interior. Los desatinos circundantes vulneran el clasicismo en su deseo supremo de serenidad, pero no logran sepultar su perenne belleza, macerada a fuerza de siglos y piedra, y cuya “rectitud de columna preside la inmanencia de los desastres”. La belleza, y con ella las formas todas de la Antigüedad, funcionan como testigos capaces de reconducir el presente con su sola existencia. Sólo hay que mirar y dejarse empapar.
Que el horror no se combate necesariamente con violencia es quizá la más lúcida lección magistral que logra aportar a la Historia el verso esteta de Sophia de Mello. Su refinada propuesta se formuló en términos consustanciales al deseo prístino del Mundo Antiguo: el mármol contra la barbarie. La reacción popular lo tradujo esgrimiendo el clavel contra el fusil.
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