El valor de la cultura, 10.08.05

Hace poco más de una semana se celebraba en El Puerto de Santa María un encuentro acerca de las relaciones entre Economía y Cultura. Curioso matrimonio que, ahora que otros más azules abandonan el couché, sale mucho últimamente en los papeles; porque hay que reconocer que la pareja es, cuando menos, extraña, y por tanto, llamativa. La Cultura parece la bella aunque eterna solterona, aquella que por sus disolutas costumbres no acaba de encontrar acomodo como Dios manda. Y como tal –es decir, como bella, solterona y disoluta– pues la van emparejando con el primero que aparece en el camino, como si de la maldición de Brunhilde, la walkiria sublevada, se tratara.
En el encuentro de El Puerto, uno de los ponentes lo afirmaba: la Cultura ha sufrido a lo largo de su historia varias invasiones bárbaras. Pese a su pretendida prudencia, creo que el ponente se refería más a las auténticas, a las devastadoras de hace más o menos quince siglos, que a las más reflexivas y líricas de Denyse Arcand. El caso es que, tras la Gestión, la Administración o la Sociología, es la Economía la que llega ahora a probar suerte; los que estamos del lado de la díscola Cultura esperamos que este nuevo desembarco no resulte traumático en exceso. En fin.
Del apareamiento de tan dispares personajes cabe sospechar que los economistas, más interesados por el precio de las cosas que por su valor –Wilde dixit-, van a sacar la cinta métrica para tasar los volúmenes de la interfecta. Producto de este poco romántico romance están surgiendo artículos, estudios, congresos, sobre algo que era obvio pero que hasta ahora no lo parecía: que la Cultura puede resultar rentable. Asombro. O quizá no tanto. Algunos avisados lo tienen ya muy claro –privadamente, por supuesto- desde hace décadas. Que le pregunten si no a los responsables del Museo Getty, presuntamente expertos –dicen la prensa y la acusación de los Tribunales italianos- en traficar con tesoros arqueológicos robados y hasta en fragmentar algunas piezas para multiplicar su valor en el mercado negro –negro por pútrido, según parece-.
En todo caso, lo que empieza a apuntalar la solidez de esta curiosa relación, mucho más que la generación de páginas y encuentros, es, a mi juicio, la generación de un lenguaje. O, mejor dicho, la aplicación de lenguajes técnicos a la consideración de “la cosa”. Creo que fue Barral quien escribió que nada existe hasta que no es nombrado. Nada más cierto. Ninguna disciplina, ningún ámbito de saber existiría si no dispusiese de su propia terminología, de su lenguaje particular e intransferible que es al tiempo instrumento de poder. No pondré ejemplos por no meterme en líos; y porque ustedes saben y comprenden.
A la vista está la actualidad del asunto cuando incluso las instituciones públicas se están adentrando en semejantes jardines, y prefieren hablar de un “Plan Estratégico de la Cultura” que de, verbigracia, proteger o promover determinadas manifestaciones artísticas. Es evidente que algo nuevo está ocurriendo, y que además se nos quiere contar con nuevas palabras. A ver qué pasa.
Ahora sólo es de esperar que ese nuevo lenguaje sea no sólo palabra, sino palabra justa; que ayude a devolver a la Cultura a su lugar natural, que no es otro que el que se merece como alentadora de los más altos principios del Hombre; y que divulgue aquello que bien supo definir Plutarco: cultura es lo que queda cuando todo lo demás se olvida.

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