Hace muy escasos días se ha clausurado en Cantabria una muestra pictórica dedicada a la delicada y ya internacional obra del gaditano Cristóbal Toral; una muestra no de lienzos nuevos, sino más bien una retrospectiva restringida pero muy selecta de piezas alumbradas entre la década de los 70 del pasado siglo y los primeros años de éste.
De Cristóbal Toral acabo de escribir que es de Cádiz porque lo es, aunque los antequeranos lo reclamen para sí: Toral nació a la vida el 15 de abril de 1940 en el pequeño pueblecito gaditano de Torre, Alhaquime, aunque su infancia se desarrollara posteriormente en ámbito malagueño y Antequera haya terminado por nombrarlo Hijo Predilecto. Cádiz debería ser más cuidadosa con sus hijos, lo que no significa que no deba permitirles la partida, sino que la labor de madre nunca acaba, y que reclamar la vigencia de esa labor inagotable es un derecho y, en ocasiones como esta, un privilegio. Máxime cuando el hijo en cuestión es Académico de Honor de la Real Academia de Bellas Artes “Santa Isabel de Hungría” de Sevilla y además se encuentra en posesión de la Medalla de Oro de Andalucía. Por no hablar de su obra presente en el Reina Sofía de Madrid, en el Georges Pompidou de París, en el Guggenheim de Nueva York, en el Moderno de Bruselas… En fin.
La muestra de Toral en Cantabria ha supuesto la confirmación de lo que ya se sabe: que Toral es uno de los máximos artífices de sueños con realidad de fondo en la pintura contemporánea. Él mismo lo admite sutilmente cuando habla de sus íntimas motivaciones: “Para mí la realidad ha sido siempre muy compleja y diversa y nunca ha significado sólo lo que vemos externamente. También existe la realidad de lo interno, del espíritu y de la imaginación”. Quizá ese homenaje continuo a lo intangible, a lo imaginado, a lo onírico como constante compañía –que es tal vez como decir el inabarcable paisaje de la infancia– haya encontrado su respuesta más emotiva en la exposición cántabra, no por lo que de recapitulación encierra en sí, sino por el propio escenario donde ha tenido lugar: el Observatorio del Arte de Arnuero. Es más que probable que el abuelo molinero de Cristóbal Toral nunca intuyese que su nieto llevaría manzanas que levitan o infinidades de maletas hasta un lugar donde se escucha, como un natural bajo continuo, el trajín de la marea entre las ruedas de un viejo molino –el viejo y lejano molino de Santa Olaja. La sangre acaba siempre por retornar a la sangre, y en ese reclamo insoslayable hibernan los sueños más hermosos, transparentes y constantes; pocos son los mortales capaces de sacarlos de su lecho y pintarlos o escribirlos.
Entre el informalismo y el realismo predominantes en los comienzos de la segunda mitad del siglo XX, Toral quiso encontrar un resquicio que otorgara su lugar a los equipajes enigmáticos, a las figuras tristes cuajadas de tiempo, a los objetos en perfecta y libre ingravidez, a las noches sólo piadosamente iluminadas. Un lugar sin lugar palpable, como corresponde al territorio de los sueños. Se ha hablado con frecuencia para la obra de Toral de la importancia del viaje, como evidente reflejo de la profusión de maletas en sus lienzos. La idea del viaje, como es sabido, incorpora un concepto muy clásico que arraiga con fuerza en nuestra cultura desde la literatura más antigua, y sin embargo no se me antoja esencial –aunque no deje de estar presente– en la obra del artista gaditano. Las maletas de Toral me parecen más inciertas, más desconsoladas, más locuaces de lo que se ha sido y lo que queda por ser; maletas solas, maletas arracimadas entre cajas, muebles, ropas y enseres, maletas que contienen los sueños tal vez rotos y también las esperanzas más intactas y preciadas.
Y la luz. La tenue luz que habita, más bien late, en los lienzos de Cristóbal Toral. Extraño contrapunto de la hermosa luz del sur, tan excesiva, tan explícita. Extraño contrapunto, cuyo origen y enigma se halla en Cádiz.
De Cristóbal Toral acabo de escribir que es de Cádiz porque lo es, aunque los antequeranos lo reclamen para sí: Toral nació a la vida el 15 de abril de 1940 en el pequeño pueblecito gaditano de Torre, Alhaquime, aunque su infancia se desarrollara posteriormente en ámbito malagueño y Antequera haya terminado por nombrarlo Hijo Predilecto. Cádiz debería ser más cuidadosa con sus hijos, lo que no significa que no deba permitirles la partida, sino que la labor de madre nunca acaba, y que reclamar la vigencia de esa labor inagotable es un derecho y, en ocasiones como esta, un privilegio. Máxime cuando el hijo en cuestión es Académico de Honor de la Real Academia de Bellas Artes “Santa Isabel de Hungría” de Sevilla y además se encuentra en posesión de la Medalla de Oro de Andalucía. Por no hablar de su obra presente en el Reina Sofía de Madrid, en el Georges Pompidou de París, en el Guggenheim de Nueva York, en el Moderno de Bruselas… En fin.
La muestra de Toral en Cantabria ha supuesto la confirmación de lo que ya se sabe: que Toral es uno de los máximos artífices de sueños con realidad de fondo en la pintura contemporánea. Él mismo lo admite sutilmente cuando habla de sus íntimas motivaciones: “Para mí la realidad ha sido siempre muy compleja y diversa y nunca ha significado sólo lo que vemos externamente. También existe la realidad de lo interno, del espíritu y de la imaginación”. Quizá ese homenaje continuo a lo intangible, a lo imaginado, a lo onírico como constante compañía –que es tal vez como decir el inabarcable paisaje de la infancia– haya encontrado su respuesta más emotiva en la exposición cántabra, no por lo que de recapitulación encierra en sí, sino por el propio escenario donde ha tenido lugar: el Observatorio del Arte de Arnuero. Es más que probable que el abuelo molinero de Cristóbal Toral nunca intuyese que su nieto llevaría manzanas que levitan o infinidades de maletas hasta un lugar donde se escucha, como un natural bajo continuo, el trajín de la marea entre las ruedas de un viejo molino –el viejo y lejano molino de Santa Olaja. La sangre acaba siempre por retornar a la sangre, y en ese reclamo insoslayable hibernan los sueños más hermosos, transparentes y constantes; pocos son los mortales capaces de sacarlos de su lecho y pintarlos o escribirlos.
Entre el informalismo y el realismo predominantes en los comienzos de la segunda mitad del siglo XX, Toral quiso encontrar un resquicio que otorgara su lugar a los equipajes enigmáticos, a las figuras tristes cuajadas de tiempo, a los objetos en perfecta y libre ingravidez, a las noches sólo piadosamente iluminadas. Un lugar sin lugar palpable, como corresponde al territorio de los sueños. Se ha hablado con frecuencia para la obra de Toral de la importancia del viaje, como evidente reflejo de la profusión de maletas en sus lienzos. La idea del viaje, como es sabido, incorpora un concepto muy clásico que arraiga con fuerza en nuestra cultura desde la literatura más antigua, y sin embargo no se me antoja esencial –aunque no deje de estar presente– en la obra del artista gaditano. Las maletas de Toral me parecen más inciertas, más desconsoladas, más locuaces de lo que se ha sido y lo que queda por ser; maletas solas, maletas arracimadas entre cajas, muebles, ropas y enseres, maletas que contienen los sueños tal vez rotos y también las esperanzas más intactas y preciadas.
Y la luz. La tenue luz que habita, más bien late, en los lienzos de Cristóbal Toral. Extraño contrapunto de la hermosa luz del sur, tan excesiva, tan explícita. Extraño contrapunto, cuyo origen y enigma se halla en Cádiz.
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