Hace pocos días tuve ocasión en esta misma columna de “reflexionar” –como ahora se dice– acerca de la extraña mutación que se estaba produciendo en el sesudo entorno de los premios literarios, con motivo de las incisivas declaraciones que Caballero Bonald realizó sobre el reciente galardonado con el Torrevieja de Novela, el eximio “todólogo” César Vidal. Por entonces me vino a la cabeza el des-graciado Antonio Gracia con su peripecia en el Loewe, e incluso el caso de un premio de poesía en el que, siendo yo misma jurado, uno de mis colegas (cuyo nombre omito) se descolgó en la rueda de prensa con una destemplada y vejatoria intervención. Así que, en aquella columna que menciono, sugería yo –cándidamente, como siempre– que nuestro panorama literario estaba encaminándose hacia más dignos horizontes por obra y gracia de una jubilosa evolución de las especies –entendiendo por “especies” ciertas extrañas y hasta infectas excrecencias del noble arte de las letras.
Me encontraba ya, por tanto, relajada y satisfecha, pensando que se estaba desmontando aquel terrible aserto de Gobineau (“No venimos del mono: vamos hacia él”), cuando de repente nos asustan desde Suecia con una nueva astracanada, en este caso referente al Premio Nobel de Literatura. Uno de los miembros de la egregia Academia, Knut Ahnlund, declara con un año de retraso –eso es pensarse bien las cosas– que la concesión del premio en 2004 a la austriaca Elfriede Jelinek constituye un desdoro que arruina el prestigio de la institución y que “confunde a la opinión pública sobre el sentido de la literatura como arte”. Qué cosas. A estas alturas de la película, me parece que muchos nos sentimos bastante más confundidos con la peculiar concepción de la Paz que podía derivarse de la concesión del Nobel a Henry Kissinger, allá por el 73, que con las perversiones literarias de Jelinek… por otra parte, magnífica escritora, malgré Ahnlund. Pero en fin, el asunto es que don Canuto –como popularmente se conoce al académico sueco en los suculentos pasillos de la cosa literaria– ha sacado los pies del tiesto y, a saber si por unos gramos de popularidad, ha querido pegarse de tortas con el orbe; es de esperar que no corra la misma suerte de su homónimo danés del año 1000, Canuto el Grande, quien se ahogó mientras ordenaba al Mar del Norte que detuviese su oleaje.
No repuestos aún de tamaña desgracia, otro imposible culebrón nos asalta en nuestra propia casa. El premio de premios, el más populachero y mejor pagado en el hispánico ruedo de las letras, conmueve sus cimientos. Juan Marsé, en un impresionante tour de force, presenta lo que sin duda ha de convertirse en exitoso remake: Últimas tardes con Planeta, mientras declara que se marcha del jurado del ídem por la subterránea calidad de los originales presentados; ya había amenazado con algo parecido cuando nuestra más ilustre intertextualizadora nacional recibió el Premio Planeta en el pasado año, aunque entonces Marsé no se marshó. Carmen Posadas y Rosa Montero –posibles candidatas al Nobel ahora que don Canuto ha abandonado la Academia- también han sido críticas y se han sumado a los acarreadores de tablas para la construcción del patíbulo. Carlos Pujol y Pere Gimferrer permanecen callados como muertos, que ya debieron de hablar lo suficiente en la deliberación del premio, ad maiorem gloriam domi suae.
Desde fuera podría deducirse que se ha abierto definitivamente la caja de los truenos, que una guerra civil ilustrada ha comenzado. Y, sin embargo, una oscura sombra planea sobre tanta rebeldía. Porque una, que no es mala aunque pudiera parecerlo, no puede dejar de pensar que las novelillas de Pau Janer y Jaime Bayly –probablemente muy poco logradas, según apunta Marsé con relativa sinceridad– van a venderse como roscas después del notorio cacareo. Tal vez esta inocua batalla de almohadas constituya una forma de disparar las ventas –y rentabilizar los estipendios económicos– de unas novelas intelectualmente antihigiénicas, generadas por un premio cada vez menos prestigioso, cada vez más denostado. La perversión refinada del sistema viene dada porque, según las bases del Planeta, no es posible declarar desierto el premio, con lo que el jurado queda a salvo de toda acusación mientras la editorial se embolsa los dividendos del montaje. Al final, todo va a ser una operación de marketing. Qué desilusión. Y la infame turba de nocturnas aves continúa, entre tanto, procreando.
Me encontraba ya, por tanto, relajada y satisfecha, pensando que se estaba desmontando aquel terrible aserto de Gobineau (“No venimos del mono: vamos hacia él”), cuando de repente nos asustan desde Suecia con una nueva astracanada, en este caso referente al Premio Nobel de Literatura. Uno de los miembros de la egregia Academia, Knut Ahnlund, declara con un año de retraso –eso es pensarse bien las cosas– que la concesión del premio en 2004 a la austriaca Elfriede Jelinek constituye un desdoro que arruina el prestigio de la institución y que “confunde a la opinión pública sobre el sentido de la literatura como arte”. Qué cosas. A estas alturas de la película, me parece que muchos nos sentimos bastante más confundidos con la peculiar concepción de la Paz que podía derivarse de la concesión del Nobel a Henry Kissinger, allá por el 73, que con las perversiones literarias de Jelinek… por otra parte, magnífica escritora, malgré Ahnlund. Pero en fin, el asunto es que don Canuto –como popularmente se conoce al académico sueco en los suculentos pasillos de la cosa literaria– ha sacado los pies del tiesto y, a saber si por unos gramos de popularidad, ha querido pegarse de tortas con el orbe; es de esperar que no corra la misma suerte de su homónimo danés del año 1000, Canuto el Grande, quien se ahogó mientras ordenaba al Mar del Norte que detuviese su oleaje.
No repuestos aún de tamaña desgracia, otro imposible culebrón nos asalta en nuestra propia casa. El premio de premios, el más populachero y mejor pagado en el hispánico ruedo de las letras, conmueve sus cimientos. Juan Marsé, en un impresionante tour de force, presenta lo que sin duda ha de convertirse en exitoso remake: Últimas tardes con Planeta, mientras declara que se marcha del jurado del ídem por la subterránea calidad de los originales presentados; ya había amenazado con algo parecido cuando nuestra más ilustre intertextualizadora nacional recibió el Premio Planeta en el pasado año, aunque entonces Marsé no se marshó. Carmen Posadas y Rosa Montero –posibles candidatas al Nobel ahora que don Canuto ha abandonado la Academia- también han sido críticas y se han sumado a los acarreadores de tablas para la construcción del patíbulo. Carlos Pujol y Pere Gimferrer permanecen callados como muertos, que ya debieron de hablar lo suficiente en la deliberación del premio, ad maiorem gloriam domi suae.
Desde fuera podría deducirse que se ha abierto definitivamente la caja de los truenos, que una guerra civil ilustrada ha comenzado. Y, sin embargo, una oscura sombra planea sobre tanta rebeldía. Porque una, que no es mala aunque pudiera parecerlo, no puede dejar de pensar que las novelillas de Pau Janer y Jaime Bayly –probablemente muy poco logradas, según apunta Marsé con relativa sinceridad– van a venderse como roscas después del notorio cacareo. Tal vez esta inocua batalla de almohadas constituya una forma de disparar las ventas –y rentabilizar los estipendios económicos– de unas novelas intelectualmente antihigiénicas, generadas por un premio cada vez menos prestigioso, cada vez más denostado. La perversión refinada del sistema viene dada porque, según las bases del Planeta, no es posible declarar desierto el premio, con lo que el jurado queda a salvo de toda acusación mientras la editorial se embolsa los dividendos del montaje. Al final, todo va a ser una operación de marketing. Qué desilusión. Y la infame turba de nocturnas aves continúa, entre tanto, procreando.
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