Que estamos en verano es algo que en estos momentos nadie duda. Y no por cuestión de calendario o de calor, sino por razón de entorno. Inexplicable pero ineludiblemente, año tras año, el verano es escenario propicio para todo tipo de excesos y atentados contra el menos común de los sentidos. Péguense un garbeo por las calles o pasen las hojas de nuestros periódicos –con la debida pereza, por supuesto- y verán que es verdad lo que les digo. El tinto de verano –ese infame subproducto de la digna bebida nacional- ha llegado a la ciudad.
De los alimentos intelectuales ni les hablo. En los meses estivales la música normal –clásica o moderna, para cerebros medianamente neuronados- cede paso a las “canciones del verano”. En este año, sugerentes títulos como “Gasolina”, “Chupa chupa”, “Paquito el Chocolatero” o “Zapatillas” están haciendo el agosto. Casi nada. Los suplementos culturales de algunos medios de prensa no quieren quedarse atrás, y ofrecen monográficos sobre los libros que deben ser consumidos en verano para no fatigar más nuestros ya cansados intelectos: libros de cocina e infectos novelones. A ello hay que sumar la aparición de reportajes especiales de innegable interés sobre, por ejemplo, las desinhibidas costumbres sexuales de los españoles que el calor potencia.
¿Y qué decir del ruido? Nuestra ciudad no figura, desde luego, entre las integrantes de la Ruta Europea del Silencio. El verano es la estación de los vociferantes, igual da de alto o bajo “standing”; también lo es de los moteros desmelenados que, deseurados y desneuronados, rompen el escape de su vespa y la calma de nuestras noches. Nuestras playas se degradan con los gritos y desperdicios de una nueva y temible generación de invasores: los barbacoantes; al tiempo que retorna a las plazas gaditanas el sonoro espectáculo de la cabra equilibrista. Las diversiones veraniegas anuncian a golpe de decibelios el más selecto ocio local. En la Edad Media ocurría ya algo similar. Frente al silencio edificante de los monasterios y centros de cultura, la chabacanería dominante se prodigaba a voz en grito por doquier, en la estridencia generalizada del paisanaje ineducado y maloliente, en los aullidos desaforados de los saltimbanquis, en el estruendo de los circos ambulantes, en el fragor, en definitiva, de las actividades lúdico-festivas de consumo habitual. En aquel entonces el silencio era obstinado parapeto, una reacción tenaz y sólida que actuaba como marca distintiva frente a la canalla; por la actitud silente se reconocía al Hombre acreedor de tal denominación. En la modernidad Schopenhauer lo ha sentenciado con su acidez habitual: “la cantidad de ruido que uno puede soportar sin que le moleste está en proporción inversa a su capacidad mental". Pues eso.
Y por si esto fuera poco, resulta que acaban de redimir a Dan Brown de la acusación de plagio que pesaba sobre él. Ahora que el estío empezaba a ponerse interesante, nos lo chafan con una sentencia absolutoria veraniega: parece que las similitudes entre la discutible genialidad de Lewis Perdue (que por su apellido ya tenía el caso perdido de antemano) y el copieteo de Brown afectan sólo “al nivel de ideas accesibles a todo el mundo”. Algo que no entiendo muy bien. Será que soy de Letras.
Ahora sólo toca esperar que pronto sobrevenga el septiembre protector, que los cantantes de pelambre hirsuta y letras cultas hibernen hasta el año próximo, que las celebraciones cívicas se tornen cívicas y silenciosas, que los escritores de nombre oscuro y pluma negra permanezcan en sus grutas, que se “agoste” de una vez por todas la “cultura” del tinto de verano.
De los alimentos intelectuales ni les hablo. En los meses estivales la música normal –clásica o moderna, para cerebros medianamente neuronados- cede paso a las “canciones del verano”. En este año, sugerentes títulos como “Gasolina”, “Chupa chupa”, “Paquito el Chocolatero” o “Zapatillas” están haciendo el agosto. Casi nada. Los suplementos culturales de algunos medios de prensa no quieren quedarse atrás, y ofrecen monográficos sobre los libros que deben ser consumidos en verano para no fatigar más nuestros ya cansados intelectos: libros de cocina e infectos novelones. A ello hay que sumar la aparición de reportajes especiales de innegable interés sobre, por ejemplo, las desinhibidas costumbres sexuales de los españoles que el calor potencia.
¿Y qué decir del ruido? Nuestra ciudad no figura, desde luego, entre las integrantes de la Ruta Europea del Silencio. El verano es la estación de los vociferantes, igual da de alto o bajo “standing”; también lo es de los moteros desmelenados que, deseurados y desneuronados, rompen el escape de su vespa y la calma de nuestras noches. Nuestras playas se degradan con los gritos y desperdicios de una nueva y temible generación de invasores: los barbacoantes; al tiempo que retorna a las plazas gaditanas el sonoro espectáculo de la cabra equilibrista. Las diversiones veraniegas anuncian a golpe de decibelios el más selecto ocio local. En la Edad Media ocurría ya algo similar. Frente al silencio edificante de los monasterios y centros de cultura, la chabacanería dominante se prodigaba a voz en grito por doquier, en la estridencia generalizada del paisanaje ineducado y maloliente, en los aullidos desaforados de los saltimbanquis, en el estruendo de los circos ambulantes, en el fragor, en definitiva, de las actividades lúdico-festivas de consumo habitual. En aquel entonces el silencio era obstinado parapeto, una reacción tenaz y sólida que actuaba como marca distintiva frente a la canalla; por la actitud silente se reconocía al Hombre acreedor de tal denominación. En la modernidad Schopenhauer lo ha sentenciado con su acidez habitual: “la cantidad de ruido que uno puede soportar sin que le moleste está en proporción inversa a su capacidad mental". Pues eso.
Y por si esto fuera poco, resulta que acaban de redimir a Dan Brown de la acusación de plagio que pesaba sobre él. Ahora que el estío empezaba a ponerse interesante, nos lo chafan con una sentencia absolutoria veraniega: parece que las similitudes entre la discutible genialidad de Lewis Perdue (que por su apellido ya tenía el caso perdido de antemano) y el copieteo de Brown afectan sólo “al nivel de ideas accesibles a todo el mundo”. Algo que no entiendo muy bien. Será que soy de Letras.
Ahora sólo toca esperar que pronto sobrevenga el septiembre protector, que los cantantes de pelambre hirsuta y letras cultas hibernen hasta el año próximo, que las celebraciones cívicas se tornen cívicas y silenciosas, que los escritores de nombre oscuro y pluma negra permanezcan en sus grutas, que se “agoste” de una vez por todas la “cultura” del tinto de verano.
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