Para quienes pudieran empeñarse en no saberlo –que ya es difícil, con el “vergonzoso y escandaloso” (según Nikolaus Harnoncourt) bombardeo de imágenes, noticias y operaciones de marketing en torno a la figura del leve músico de Salzburgo–, Mozart nace en 1756 y muere en 1791. En caso de apuro, lo aclaran, además, el Espasa y Wikipedia. Sin embargo, he detectado en estos días en que se celebra el doscientos cincuenta aniversario del nacimiento de Mozart una cierta tendencia, por parte de algunos medios de comunicación, en atribuir, con tanta insistencia como ignorancia, la conmemoración universal de marras a la muerte del compositor. Resulta, entonces, que medio mundo –eso sí, debidamente ataviado con peluca: incluso Google– se encuentra confusamente inmerso en la celebración de no se sabe muy bien qué (menos mal que de esto Harnoncourt no se ha enterado).
Así las cosas, dan más ganas de hablar de la muerte de Mozart que de su nacimiento; materia, desde luego, no falta, porque el catálogo de despropósitos sobre el fallecimiento del músico genial es más largo, sin duda, que su propia vida. El dislate se corona cuando el cine norteamericano –propagador de múltiples mitos de cartón contemporáneos– da pábulo a la versión más increíble del óbito de Mozart, según la cual un no despreciable músico coetáneo, Antonio Salieri, habría asesinado al de Salzburgo. Milos Forman, pues, inmortalizó la imagen de un Mozart bastante impresentable que acababa envenenado por Salieri y enterrado como un perro, y hasta le dieron ocho óscar por la hazaña. En todo caso, Hollywood es bastante experto en matar a la gente de modos inverosímiles y oscarizar después a sus ejecutores, como hace no mucho ocurrió también con Commodo, el emperador romano que murió grotescamente en la arena de un circo a manos de Ridley Scott, en lugar de envenenado y estrangulado como realmente murió, y como morían además todos los emperadores romanos de bien.
La verdad es que la versión del envenenamiento mozartiano tiene casi dos siglos de vida, si se atiende al supuesto testimonio vertido por dos enfermeras de Salieri, que declararon que el músico de Legnago, loco y a punto de morir, había confesado su supuesta implicación en la muerte de Mozart. Más tarde, Alexandr Pushkin, en su breve diálogo ‘Mozart y Salieri’ (1830), sacó jugo a la leyenda con el propósito de escribir un tratadito sobre la envidia, para lo que no dudó en llenar de oprobio al bueno de Antonio Salieri por los siglos de los siglos. A éste le siguió Rimsky-Korsakov con una ópera ‘ad-hoc’, y luego llegó Forman, forman-do el batiburrillo delirante que es ‘Amadeus’.
Los Poirot aficionados que han renunciado a la autoría siniestra de Salieri no han cejado, en cambio, a la hora de buscar otros culpables. Recientemente, una peculiar historiadora italiana, Gabriella Bianco, ha publicado un novelón de amores (‘Wolfgang y Magdalena’) en el que explica que a Mozart lo asesinó Franz Hofdemel, marido de una alumna del músico, con el que éste además estaba fuertemente endeudado. También se ha achacado a Franz Xaver Suessmayr, discípulo de Mozart que concluyó forzosamente el ‘Réquiem’, que fuera amante de Constanza y envenenador del genio. Tampoco ha faltado quien le ha endilgado el sambenito a una secta masónica, que supuestamente habría asesinado a Mozart por revelar secretos rituales de la masonería en ‘La Flauta Mágica’. Por último, una hipótesis aún más absurda indica que el mismísimo emperador Leopoldo II habría ordenado la muerte de Mozart por temor a que éste desestabilizara el Imperio Austro-Húngaro, dado el predicamento de que gozaba su música entre las masas.
Entre los que no se han creído la historia de la muerte violenta tampoco ha cundido el desaliento a la hora de buscar explicaciones. Quienes se dedican a ponerle apellido numérico a las cosas más insospechadas han contabilizado cerca de ciento cincuenta teorías médicas distintas sobre el fallecimiento del vienés. Para unos, Mozart murió por una infección renal; para otros, fue la triquinosis la causa definitiva: unas chuletas de cerdo contaminadas acabaron prosaicamente con el autor del delicioso ‘Quinteto para Clarinete, Koechel 622’; un tratamiento agresivo contra la sífilis pudo ser, según algunos, la causa del terrible fin, dominado por la fiebre, la hinchazón corporal, los vómitos y las erupciones cutáneas. Últimamente, la teoría más difundida, procedente una vez más de Estados Unidos, es la de la muerte por fiebres reumáticas; aunque quizá la más sensata sea la del médico español Martínez Palomo, quien indica que la extracción de varios litros de sangre y la aplicación de eméticos y purgantes durante varios días no admitían un final alternativo.
Inevitablemente una leyenda, por sórdida que sea, sólo se genera a la sombra de lo enorme. El pequeño Wolfgang Amadeus Mozart, de apenas metro y medio de estatura, con treinta y cinco años de edad, alumbró una música que, seguramente junto a la de Bach, sea la más grande de todos los tiempos. Enigma mayor aún que el de su muerte.
Así las cosas, dan más ganas de hablar de la muerte de Mozart que de su nacimiento; materia, desde luego, no falta, porque el catálogo de despropósitos sobre el fallecimiento del músico genial es más largo, sin duda, que su propia vida. El dislate se corona cuando el cine norteamericano –propagador de múltiples mitos de cartón contemporáneos– da pábulo a la versión más increíble del óbito de Mozart, según la cual un no despreciable músico coetáneo, Antonio Salieri, habría asesinado al de Salzburgo. Milos Forman, pues, inmortalizó la imagen de un Mozart bastante impresentable que acababa envenenado por Salieri y enterrado como un perro, y hasta le dieron ocho óscar por la hazaña. En todo caso, Hollywood es bastante experto en matar a la gente de modos inverosímiles y oscarizar después a sus ejecutores, como hace no mucho ocurrió también con Commodo, el emperador romano que murió grotescamente en la arena de un circo a manos de Ridley Scott, en lugar de envenenado y estrangulado como realmente murió, y como morían además todos los emperadores romanos de bien.
La verdad es que la versión del envenenamiento mozartiano tiene casi dos siglos de vida, si se atiende al supuesto testimonio vertido por dos enfermeras de Salieri, que declararon que el músico de Legnago, loco y a punto de morir, había confesado su supuesta implicación en la muerte de Mozart. Más tarde, Alexandr Pushkin, en su breve diálogo ‘Mozart y Salieri’ (1830), sacó jugo a la leyenda con el propósito de escribir un tratadito sobre la envidia, para lo que no dudó en llenar de oprobio al bueno de Antonio Salieri por los siglos de los siglos. A éste le siguió Rimsky-Korsakov con una ópera ‘ad-hoc’, y luego llegó Forman, forman-do el batiburrillo delirante que es ‘Amadeus’.
Los Poirot aficionados que han renunciado a la autoría siniestra de Salieri no han cejado, en cambio, a la hora de buscar otros culpables. Recientemente, una peculiar historiadora italiana, Gabriella Bianco, ha publicado un novelón de amores (‘Wolfgang y Magdalena’) en el que explica que a Mozart lo asesinó Franz Hofdemel, marido de una alumna del músico, con el que éste además estaba fuertemente endeudado. También se ha achacado a Franz Xaver Suessmayr, discípulo de Mozart que concluyó forzosamente el ‘Réquiem’, que fuera amante de Constanza y envenenador del genio. Tampoco ha faltado quien le ha endilgado el sambenito a una secta masónica, que supuestamente habría asesinado a Mozart por revelar secretos rituales de la masonería en ‘La Flauta Mágica’. Por último, una hipótesis aún más absurda indica que el mismísimo emperador Leopoldo II habría ordenado la muerte de Mozart por temor a que éste desestabilizara el Imperio Austro-Húngaro, dado el predicamento de que gozaba su música entre las masas.
Entre los que no se han creído la historia de la muerte violenta tampoco ha cundido el desaliento a la hora de buscar explicaciones. Quienes se dedican a ponerle apellido numérico a las cosas más insospechadas han contabilizado cerca de ciento cincuenta teorías médicas distintas sobre el fallecimiento del vienés. Para unos, Mozart murió por una infección renal; para otros, fue la triquinosis la causa definitiva: unas chuletas de cerdo contaminadas acabaron prosaicamente con el autor del delicioso ‘Quinteto para Clarinete, Koechel 622’; un tratamiento agresivo contra la sífilis pudo ser, según algunos, la causa del terrible fin, dominado por la fiebre, la hinchazón corporal, los vómitos y las erupciones cutáneas. Últimamente, la teoría más difundida, procedente una vez más de Estados Unidos, es la de la muerte por fiebres reumáticas; aunque quizá la más sensata sea la del médico español Martínez Palomo, quien indica que la extracción de varios litros de sangre y la aplicación de eméticos y purgantes durante varios días no admitían un final alternativo.
Inevitablemente una leyenda, por sórdida que sea, sólo se genera a la sombra de lo enorme. El pequeño Wolfgang Amadeus Mozart, de apenas metro y medio de estatura, con treinta y cinco años de edad, alumbró una música que, seguramente junto a la de Bach, sea la más grande de todos los tiempos. Enigma mayor aún que el de su muerte.
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